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Enero 2014: Chicos ya no estoy actualizando el blog, pero los relatos están para el que disfrute de la buena lectura =)

sábado, 27 de diciembre de 2008

La casa de los espíritus // Edward Bulwer-Lytton

Uno de mis amigos, hombre de letras y filósofo, me decía un día, medio en broma,
medio en serio:
—Imagine usted, querido amigo, que he descubierto una casa frecuentada, en pleno
centro de Londres.
—¿Realmente frecuentada? ¿Y por quién? ¿Por fantasmas?
—No puedo responder a esta pregunta. Esto es todo lo que yo sé: hace seis semanas,
mi mujer y yo, íbamos a la búsqueda de un apartamento amueblado. Al pasar por una
calle tranquila, vimos en la ventana de una casa un cartel: Apartamento amueblado. El
lugar nos convenía. Entramos en la casa. Nos gustó. Alquilamos el apartamento por
semanas y... lo abandonamos al cabo de tres días. Nada en el mundo habría podido
obligar a mi mujer a permanecer allí por más tiempo. Y debo decir que no me sorprendo
de ello.
—Pues ¿qué vieron?
—Le ruego me perdone. No tengo ningún deseo de pasar por un soñador
supersticioso. Tampoco querría, por otra parte, hacerle admitir, ante mi única afirmación,
lo que usted no podría creer sin el control de sus propios sentidos. Déjeme decirle que no
es tanto lo que hemos visto y oído (pues podría usted creernos víctimas de nuestra
imaginación, o de una impostura) lo que nos hizo salir de allí, como el indefinible terror
que se apoderaba de nosotros cada vez que pasábamos por delante de la puerta de una
habitación vacía, en la cual, por otra parte, jamás habíamos visto ni oído nada. Y lo más
extraño, es que por primera vez en mi vida, estuve de acuerdo con mi mujer —necia
mujer, por otra parte— y le concedí que después de tres noches de permanecer allí, no era
posible permanecer ni una más. La cuarta mañana, pues, llamé a la mujer que guardaba la
casa y nos servía, le dije que las habitaciones no eran de nuestro agrado, y que no
queríamos finalizar la semana. Ella respondió secamente:
—Ya sé por qué; ustedes, sin embargo, se han quedado más tiempo que ningún otro
inquilino. Son pocos los que han permanecido dos noches. Y ni uno ha quedado a la
tercera. Sin embargo, creo que han sido muy amables con ustedes.
—Ellos... ¿quiénes?, —pregunté yo, simulando una sonrisa.
—¡Oh, pues... los que frecuentan la casa, sean quienes fueren! Yo no me preocupo.
Los recuerdo hace muchos años, cuando yo vivía en la casa, pero entonces no como criada.
Sé que un día causarán mi muerte. Pero no me inquieto mucho pues soy vieja, y de todos
modos moriría pronto. Y entonces, seguiré con ellos en la casa.
L a Casa De Los Espíritus E dward Bulwer-Lytton
La mujer hablaba con una tranquilidad tan aterradora, que realmente fue una especie
de temor lo que me impidió seguir la conversación. Pagué el alquiler de la semana, y mi
mujer y yo nos sentimos muy afortunados al poder irnos tan pronto.
—Me intriga usted —dije—, y nada me gustaría tanto como dormir en una casa
frecuentada. Deme la dirección, se lo ruego, de la casa que ha abandonado tan
vergonzosamente.
Mi amigo me dio la dirección, y cuando nos separamos, me dirigí directamente a la
casa indicada.
Está situada en el lado norte de Oxford Street, en un lugar triste y respetable.
Encontré la casa cerrada, sin ningún cartel en la ventana, y nadie me respondió cuando
llamé. Cuando iba a regresar, un muchacho que recogía botes de estaño por los
alrededores, me dijo.
—¿Desea usted algo de esta casa, caballero?
—Sí, he oído decir que estaba vacía.
—¡Déjelo! La mujer que la guardaba murió hace tres semanas, y nadie quiere vivir
allí aunque Mr. J... ofrezca mucho. Le ha ofrecido a mi madre que trabajaba en su casa
durante el día una libra a la semana para abrir y cerrar las ventanas, y ella ha rechazado su
oferta.
—¿La ha rechazado? ¿Por qué?
—La casa está encantada, y la mujer que vivía aquí, fue encontrada muerta en su
cama, con los ojos desmesuradamente abiertos. Dicen que el diablo la estranguló...
—¡Bah... habla de Mr. J.... ¿Es el propietario?
—Sí.
—¿Dónde vive?
—En G... Street, núm...
—¿Qué hace? ¿Qué negocios tiene?
—Nada, caballero, nada especial... un simple particular.
Di al muchacho la propina que merecía su información, y me fui a ver a Mr. J..., G...
Street, cuya calle se encontraba en el extremo de la que desembocaba en la casa encantada.
L a Casa De Los Espíritus E dward Bulwer-Lytton
Fui lo bastante afortunado como para encontrarle en su casa. Era un hombre de edad, de
aspecto inteligente y maneras corteses.
Le dije mi nombre, y le expliqué francamente el asunto. Le dije haberme enterado de
que la casa estaba encantada, que tenía, muchos deseos de ver de cerca una casa que
gozara de una reputación tan equívoca, y que le estaría muy obligado si quisiera
permitirme alquilarla, aunque no fuera más que por una noche. Estaba dispuesto a pagar
este favor al precio que él quisiera.
—Caballero, —me dijo Mr. J... con gran cortesía—, la casa está a su disposición por
todo el tiempo que desee. El precio está fuera de discusión. Todas las ventajas serán para
mí, si usted consigue descubrir la causa de los extraños fenómenos que la privan
actualmente dé todo valor. No puedo alquilarla, pues me resulta imposible poner a una
sirvienta para mantener el orden y abrir la puerta. Desgraciadamente, está encantada —
me permito expresarme así— no solamente de noche, sino también de día. No obstante,
por la noche, los fenómenos son más desagradables, y a veces de un carácter netamente
alarmante. La pobre vieja que murió allí hace tres semanas, era una mendiga que habla
retirado de una «casa de trabajo», porque en su infancia había sido conocida por alguno de
mi familia, y otro tiempo había estado a punto de alquilar la casa de mi tío. Era una mujer
de una educación superior, y de espíritu sólido, la única, además, a quien pude convencer
de que viviera en la casa. De hecho, desde su muerte repentina, y después de la encuesta
del coronel que le dio una notoriedad en el vecindario, he acabado por desesperar de
encontrar a alguien que la ocupe, y menos aún un inquilino, y la he retirado
voluntariamente del alquiler durante un año, hasta que alguien pagara el interés y las
cargas.
—¿Cuánto tiempo hace que esta casa tiene un renombre tan siniestro?
—Difícilmente podría decírselo, pero hace ya varios años. La vieja de la que le he
hablado, decía que estaba ya encantada cuando ella la alquiló, hace de esto treinta o
cuarenta años. El hecho es que yo he pasado toda mi vida en las Indias, al servicio de la
Compañía. Volví a Inglaterra el año pasado para heredar la fortuna de uno de mis tíos, y
entre otras cosas, estaba esta casa. La encontré cerrada y vacía. Tenía la reputación de estar
encantada, y nadie quería vivir en ella. Yo me reía de esta historia que suponía vana. Gasté
algún dinero en reparar la mansión, añadiendo a su mobiliario antiguo algunos objetos
modernos, la puse en alquiler y la contraté por un año. El inquilino era un coronel de
media paga. Llegó con su familia, una hija y un hijo y cuatro o cinco criados. Todos
abandonaron la casa al día siguiente. Y aunque cada uno declaró haber visto una cosa
distinta de los demás, lo que todos habían visto era igualmente aterrador. No podía, en
conciencia, perseguir ni atacar al coronel por ruptura de contrato. Entonces alojé a la mujer
de la que le he hablado, dándole permiso para alquilar la mansión. No he tenido jamás ni
un solo inquilino que se haya quedado más de tres días. No le repetiré sus historias, pues
los mismos fenómenos no se han repetido jamás dos veces. Vale, más que juzgue por usted
L a Casa De Los Espíritus E dward Bulwer-Lytton
mismo, y en vez de entrar en la casa con ideas preconcebidas, esté preparado únicamente
a ver o a oír algo anormal y adopte todas las precauciones que le apetezcan.
—Sí. Pasé en ella, no solamente una noche, sino tres horas a plena luz. Mi curiosidad
no quedó satisfecha, sino enfriada. No tengo deseo alguno de renovar la experiencia. No
puede achacarme, caballero, que no sea lo suficientemente franco. A menos que su interés
no esté excitado en alto grado, y sus nervios extremadamente templados, añadiré
honradamente que le aconsejo que no pase ni una noche en esta casa.
—Mi interés está sumamente excitado —repliqué—, y aunque sólo un cobarde se
atreve a presumir de sus nervios en situaciones totalmente extrañas y fuera de lo corriente,
los míos han estado de tal modo habituados a toda clase de peligros, que tengo derecho a
contar con ellos, incluso en una casa encantada.
Mr. J... no añadió nada. Tomó de su escritorio las llaves de la casa, me las dio y, tras
agradecerle cordialmente su franqueza y su amabilidad, me llevé mi trofeo.
Una vez en mi casa, impaciente por hacer la experiencia, llamé a mi hombre de
confianza, un joven de espíritu alegre, de temperamento poco temeroso y tan desprovisto
de prejuicios supersticiosos como el que más.
—F... —dije—, ¿recuerdas en Alemania, cuán decepcionados estuvimos al no
encontrar fantasmas en aquel viejo castillo que decían que estaba encantado por una
aparición sin cabeza? ¡Pues bien!, he oído hablar de una casa en Londres que, tengo
razones para creerlo, está realmente encantada. Tengo la intención de ir a pasar la noche
allí. Por lo que me han dicho, no hay duda que hay que ver y oír cosas horribles. Si te llevo
con migo, ¿puedo contar con tu presencia de espíritu suceda lo que suceda?
—¡Oh!, señor, tenga confianza en mí, se lo ruego, —respondió F..., haciendo una
mueca de placer.
—Muy bien; aquí están las llaves de la casa, y aquí la dirección. Ve, escógeme una
buena habitación, y puesto que el lugar está deshabitado desde hace varias semanas,
enciende un buen fuego, airea las habitaciones y asegúrate de que hay candelabros y
combustible. Toma mi revólver y mi daga, y ármate tú también así, y si no estamos
equipados contra una docena de fantasmas, somos una mala pareja de ingleses.
Tenía que resolver el resto del día, asuntos tan urgentes, que no volví a tener tiempo
de pensar en la aventura nocturna en la que había comprometido mi honor. Cené solo y
muy tarde, y leí mientras comía, según mi costumbre. Escogí uno de los volúmenes de
ensayos de Macaulay. Me dije que me llevaría el libro conmigo. Había en aquel volumen
tanta vida y tanta realidad, que me serviría de antídoto contra las influencias perniciosas
de la superstición.
L a Casa De Los Espíritus E dward Bulwer-Lytton
Me lo puse en el bolsillo y, hacia las nueve y media, me dirigí tranquilamente hacia la
casa encantada. Llevaba conmigo uno de mis perros favoritos, un bull extremadamente
vivo, atrevido y vigilante, al que le gustaba merodear por los rincones oscuros y los
pasajes misteriosos, en busca de ratas; es decir el perro por excelencia, para la caza de los
fantasmas.
Era una noche de verano, pero fresca, con un cielo oscuro y cubierto. Había claro de
luna, una luna débil y sin brillo, pero era la luna al menos, y si las nubes lo permitían,
después de medianoche el cielo se aclararía.
Llegué a la casa, llamé, y mi criado acudió a abrirme con una alegre sonrisa.
—Todo perfecto, señor, y muy agradable.
—¡Oh! —dije yo, un poco contrariado—. ¿No has visto ni oído nada extraño?
—Oh, sí, tengo que confesar que he oído algo extraño.
—¿Qué?
—Unos pasos detrás de mí, y una vez o dos un ruido muy ligero, como un suspiro
muy cerca de mi oído, nada más.
—No pareces asustado.
—¡No lo estoy en absoluto, señor¡ Y la mirada valerosa del buen hombre, me aseguró
al menos una cosa, y es que sucediera lo que fuese, no me abandonarla.
Estábamos en el vestíbulo, con la puerta de entrada cerrada, y mi atención se había
apartado de mi perro. Había avanzado primero de bastante buen grado, pero se arrastraba
ahora cerca de la puerta, gimoteando por salir. Cuando le hube acariciado la cabeza, y le
hube animado, pareció reconciliarse con la situación y nos siguió a F... y a mí a través de la
casa, sin separarse ni una pulgada de mi lado, en lugar de aventurarse hacia delante, como
tenía por costumbre hacer en todos los lugares extraños.
Visitamos primero los sótanos, la cocina y las demás dependencias, especialmente las
bodegas, donde descubrimos algunas botellas de vino cubiertas de telas de araña, y que,
según todas las apariencias, no habían sido tocadas desde hacía años. Estaba claro que los
espíritus no eran aficionados a la botella. No descubrimos ninguna otra cosa que fuera
interesante. Había un siniestro patio rodeado de elevadas paredes cuyas piedras estaban
húmedas, y en donde, gracias a la humedad por una parte, y por otra parte al polvo y al
hollín, nuestros pies dejaban al pasar, huellas cenagosas. Allí apareció el primer fenómeno
extraño, del que fui testigo en aquélla extraña mansión. Vi delante de mí, formarse en el
mismo momento la huella de un pie, como si el pie estuviera allí. Me detuve, llamé a mi
L a Casa De Los Espíritus E dward Bulwer-Lytton
criado, y le mostré la cosa. Delante de aquella huella se dibujó inmediatamente otra. La
vimos los dos. Avancé rápidamente hacia aquel lugar, y la huella avanzó, delante de mí;
era una huella pequeña, como la de un niño. La impresión era demasiado débil para que
pudiera distinguirse claramente su forma, pero a los dos nos pareció que debía ser la de
un pie desnudo.
Este fenómeno cesó, cuando llegamos a la pared opuesta, y no se produjo a la vuelta.
Subimos las escaleras, y entramos en las habitaciones de la planta bija, un comedor, un
saloncito, y una tercera habitación más pequeña aún, que aparentemente había estado
destinada a algún criado, las tres silenciosas como la muerte. Visitamos los salones que
nos parecieron decorados recientemente y muy nuevos. En la habitación que daba a la
fachada, me senté en un sillón. F... dejó sobre la mesa el candelabro que nos había
iluminado. Le dije que cerrara la ventana. Cuando se volvía para hacerlo, una silla,
abandonó silenciosa y rápidamente la pared de enfrente, y se paró delante de mí, a un
metro aproximadamente de mi sillón.
—¡Vaya! —dije riendo a medias—, esto es mejor que las mesas giratorias.
Mientras yo reía, mi perro volvió la cabeza y se puso a aullar.
F... no había visto el movimiento de la silla. En aquel momento trataba de
tranquilizar al perro. Yo seguía observando la silla e imaginé ver entonces una figura
humana, de un azul pálido vaporoso pero de un contorno tan impreciso, que difícilmente
podía dar crédito a mis sentidos. El perro estaba tranquilo.
—Toma esta silla que está delante de mí, y vuélvela a poner junto a la pared —le dije
a F...
F... obedeció.
—¿Ha sido usted, señor? —preguntó, volviéndose bruscamente.
—¿Yo? ¿El qué?
—Algo me ha tocado. Lo he notado claramente en el hombro... justamente aquí, mire
—No —dije yo—. Pero tenemos aquí, a algún bromista y, aunque no podamos
descubrir sus artificios, les prenderemos, antes de que logren asustarnos.
No nos quedamos por más tiempo en los salones; de hecho, eran tan húmedos y tan
lúgubres que prefería subir a las habitaciones donde había fuego encendido. Cerramos las
puertas con cerrojo, precaución que habíamos tomado en todas las habitaciones que
habíamos explorado en la planta baja.
L a Casa De Los Espíritus E dward Bulwer-Lytton
La habitación que mi criado había escogido para mí, era la mejor del piso, grande,
con dos ventanas a la calle. La cama de pilares, que ocupaba un gran espacio, estaba
colocada delante del fuego, claro y brillante; una puerta en la pared izquierda, entre la
cama y la ventana, comunicaba esta habitación con la que mi criado se había reservado
para sí. Era ésta una pequeña habitación amueblada con un diván y no comunicaba con el
rellano por ninguna otra puerta, más que por la que se abría a la habitación que yo
ocupaba. A cada lado del hogar, había dos armarios sin cerradura formando cuerpo con el
muro, y recubiertos del mismo papel de un castaño deslucido. Examinamos las estanterías.
Encontramos solamente cintas de vestidos femeninos, nada más, tanteamos los tabiques,
evidentemente sólidos, y las paredes exteriores del edificio.
Habiendo terminado la inspección de aquellos aposentos, tras haberme calentado
unos instantes, y encendido mi cigarro, emprendí, acompañado de F..., nuevas
investigaciones. Sobre el rellano aparecía otra puerta. Estaba cerrada con doble llave.
—Señor —exclamó mi criado, sorprendido—, he abierto esta puerta al mismo tiempo
que las otras cuando vine antes. No ha podido ser cerrada por el interior, porque...
Antes de que hubiera acabado la frase, la puerta, que ninguno de nosotros había
tocado, se abrió tranquilamente por sí misma. Nos 'miramos un instante. El mismo
pensamiento nos acudió a la mente. Alguna intervención humana, podía al fin ser
descubierta. Me interné en la habitación, seguido de mi criado; una triste y pequeña
habitación blanca, sin muebles, con algunas cajas vacías y cestos en un rincón, y una
pequeña ventana cuyos postigos estaban cerrados; no había chimenea, y ninguna otra
puerta además de la que habíamos usado para entrar; no había alfombra en el suelo, el
parquet parecía muy viejo, desigual, remendado en algunos lugares según se veía por las
planchas claras, pero ni un ser viviente, ni un lugar visible donde alguien hubiera podido
ocultarse. Cuando inspeccionábamos con mayor detenimiento el lugar, la puerta que nos
había dejado paso, se cerró con tanta tranquilidad como se había abierto. Estábamos
cogidos.
En el primer momento, me sentí invadido de un indecible horror. No fue así con F...
—Dios mío, no crea que estamos cogidos en la trampa, señor. De una patada, podría
reducir esta hipócrita puerta a astillas.
—Prueba primero si puedes abrirla con las manos —dije yo, desembarazándome de
mi aprensión—, mientras yo abro las ventanas y miro al exterior.
Quité los seguros de los postigos; la ventana se abría al patio que he descrito ya; no
había ningún saliente visible, que cortara el corte a pico de la pared. El que bajara por
aquella ventana, no se detendría antes de caer en las piedras del patio.
F.... entre tanto, había tratado vanamente de abrir la puerta. Daba vueltas a mí
L a Casa De Los Espíritus E dward Bulwer-Lytton
alrededor, y me pidió permiso para emplear la fuerza. Y debo reconocer con toda justicia,
que lejos de despertarse en él terrores supersticiosos, la tranquilidad de sus nervios y su
alegría inquebrantable en circunstancias tan extrañas, excitaron mi admiración, y tuve, que
felicitarme por tener un compañero tan bien adaptado a todas las situaciones.
Le di, contento, el permiso que pedía. Pero aunque era un hombre de una fuerza
poco común, su fuerza fue tan inútil como su empeño. La puerta permaneció
inquebrantable, a pesar de los vigorosos golpes. Jadeante y palpitando, se detuvo. Me
encarnice a mi vez con a puerta, pero en vano. Cuando abandoné, la sensación de horror
me anegó nuevamente, pero ahora era un horror más frío y más obsesionante.
Experimentaba como si una extraña y terrible exhalación se desprendiera de las
hendiduras de aquel rugoso parquet, y llenara la atmósfera de una perniciosa influencia
hostil a la vida humana. La puerta ahora se estaba abriendo otra vez, tranquilamente,
como por su propia voluntad. Nos precipitamos al rellano. Vimos los dos una enorme luz
pálida, que se movía delante de nosotros, y subía las escaleras desde el rellano hacia las
azoteas.
Yo seguí al resplandor, y mi criado me siguió a mí. La luz entró a la derecha del
rellano, en un granero cuya puerta estaba abierta. Yo entré al mismo tiempo. La luz se
condensó en un minúsculo glóbulo excesivamente vivo y brillante; se inmovilizó un
instante sobre una cama, en un rincón, luego se puso a temblar y desapareció. Nos
acercamos a la cama y la examinamos; era una cama de dosel como se encuentran en los
graneros reservados a los criados. Sobre la cómoda que había al lado, descubrirnos un
viejo chal de seda muy estropeado, con una aguja olvidada en un desgarrón a medio coser.
El chal estaba cubierto de polvo, probablemente había pertenecido a la vieja que
había muerto hacía poco en la casa, y aquella podía ser su habitación. Tuve la curiosidad
de abrir los cajones; en ellos hablan viejos restos de ropas de mujer, y dos cartas atadas por
una estrecha cinta de seda, de un amarillo endeble. Me tomé la libertad de apoderarme de
las cartas. No encontramos en la habitación ninguna otra cosa digna de interés y la luz no
volvió a aparecer. Pero oírnos claramente, cuando nos disponíamos a salir, un ruido de
pasos sobre el suelo, justamente delante de nosotros. Recorrimos las otras buhardillas, y
los pases nos precedieron. No había nada que ver, sólo el ruido de pasos. Tenía las cartas
en la mano. Cuando bajábamos las escaleras, noté claramente que algo rozaba mi muñeca
y advertí como un ligero esfuerzo para quitarme las cartas. No hice otra cosa sino
apretarlas y el esfuerzo cesó. Volvimos a la habitación, y entonces me di cuenta de que mi
perro no nos había seguido. Estaba acurrucado junto al fuego, y temblaba. Yo estaba
impaciente por examinar las cartas, y mientras leía, mi criado abrió una cajita donde había
dejado las armas que yo le había ordenado que llevara. Las cogió, las dejó sobre la mesita a
la cabecera de mi cama, y se puso a apaciguar al perro, que pareció no ocuparse
demasiado de sus cuidados.
Las cartas eran breves, y llevaban fecha de treinta y cinco años antes. Eran
L a Casa De Los Espíritus E dward Bulwer-Lytton
evidentemente las cartas de un amante a su amante, o de un marido a su joven esposa. No
solamente los términos, sino las alusiones a un precedente viaje, indicaban que su autor
había sido marino. La ortografía y la escritura eran las de un hombre poco letrado, y el
mismo lenguaje era violento. En los términos de ternura, se expresaba un rudo y salvaje
amor; pero aquí y allá aparecían ininteligibles alusiones a un secreto, no un secreto de
amor, sino algo parecido a un crimen.
«Debemos amarnos», es una de las frases que recuerdo, «Porque todos nos
detestarían si supieran...»
Y luego: «No dejes que nadie duerma en la misma habitación que tú, pues hablas,
mientras duermes».
Y de nuevo: «Lo que está hecho, hecho está. Y te repito que nada puede prevalecer
contra nosotros, a menos que los muertos vuelvan a la vida».
—No —dije yo—. Pero tenemos aquí, a algún bromista y, aunque no podamos
descubrir sus artificios, les prenderemos, antes de que logren asustarnos.
No nos quedamos por más tiempo en los salones; de hecho, eran tan húmedos y tan
lúgubres que prefería subir a las habitaciones donde había fuego encendido. Cerramos las
puertas con cerrojo, precaución que habíamos tomado en todas las habitaciones que
habíamos explorado en la planta baja.
La habitación que mi criado había escogido para mí, era la mejor del piso, grande,
con dos ventanas a la calle. La cama de pilares, que ocupaba un gran espacio, estaba
colocada delante del fuego, claro y brillante; una puerta en la pared izquierda, entre la
cama y la ventana, comunicaba esta habitación con la que mi criado se había reservado
para sí. Era ésta una pequeña habitación amueblada con un diván y no comunicaba con el
rellano por ninguna otra puerta, más que por la que se abría a la habitación que yo
ocupaba. A cada lado del hogar, había dos armarios sin cerradura formando cuerpo con el
muro, y recubiertos del mismo papel de un castaño deslucido. Examinamos las estanterías.
Encontramos solamente cintas de vestidos femeninos, nada más, tanteamos los tabiques,
evidentemente sólidos, y las paredes exteriores del edificio.
Habiendo terminado la inspección de aquellos aposentos, tras haberme calentado
unos instantes, y encendido mi cigarro, emprendí, acompañado de F..., nuevas
investigaciones. Sobre el rellano aparecía otra puerta. Estaba cerrada con doble llave.
—Señor —exclamó mi criado, sorprendido—, he abierto esta puerta al mismo tiempo
que las otras cuando vine antes. No ha podido ser cerrada por el interior, porque...
Antes de que hubiera acabado la frase, la puerta, que ninguno de nosotros había
tocado, se abrió tranquilamente por sí misma. Nos 'miramos un instante. El mismo
L a Casa De Los Espíritus E dward Bulwer-Lytton
pensamiento nos acudió a la mente. Alguna intervención humana, podía al fin ser
descubierta. Me interné en la habitación, seguido de mi criado; una triste y pequeña
habitación blanca, sin muebles, con algunas cajas vacías y cestos en un rincón, y una
pequeña ventana cuyos postigos estaban cerrados; no había chimenea, y ninguna otra
puerta además de la que habíamos usado para entrar; no había alfombra en el suelo, el
parquet parecía muy viejo, desigual, remendado en algunos lugares según se veía por las
planchas claras, pero ni un ser viviente, ni un lugar visible donde alguien hubiera podido
ocultarse. Cuando inspeccionábamos con mayor detenimiento el lugar, la puerta que nos
había dejado paso, se cerró con tanta tranquilidad como se había abierto. Estábamos
cogidos.
En el primer momento, me sentí invadido de un indecible horror. No fue así con F...
—Dios mío, no crea que estamos cogidos en la trampa, señor. De una patada, podría
reducir esta hipócrita puerta a astillas.
—Prueba primero si puedes abrirla con las manos —dije yo, desembarazándome de
mi aprensión—, mientras yo abro las ventanas y miro al exterior.
Quité los seguros de los postigos; la ventana se abría al patio que he descrito ya; no
había ningún saliente visible, que cortara el corte a pico de la pared. El que bajara por
aquella ventana, no se detendría antes de caer en las piedras del patio.
F.... entre tanto, había tratado vanamente de abrir la puerta. Daba vueltas a mí
alrededor, y me pidió permiso para emplear la fuerza. Y debo reconocer con toda justicia,
que lejos de despertarse en él terrores supersticiosos, la tranquilidad de sus nervios y su
alegría inquebrantable en circunstancias tan extrañas, excitaron mi admiración, y tuve, que
felicitarme por tener un compañero tan bien adaptado a todas las situaciones.
Le di, contento, el permiso que pedía. Pero aunque era un hombre de una fuerza
poco común, su fuerza fue tan inútil como su empeño. La puerta permaneció
inquebrantable, a pesar de los vigorosos golpes. Jadeante y palpitando, se detuvo. Me
encarnice a mi vez con a puerta, pero en vano. Cuando abandoné, la sensación de horror
me anegó nuevamente, pero ahora era un horror más frío y más obsesionante.
Experimentaba como si una extraña y terrible exhalación se desprendiera de las
hendiduras de aquel rugoso parquet, y llenara la atmósfera de una perniciosa influencia
hostil a la vida humana. La puerta ahora se estaba abriendo otra vez, tranquilamente,
como por su propia voluntad. Nos precipitamos al rellano. Vimos los dos una enorme luz
pálida, que se movía delante de nosotros, y subía las escaleras desde el rellano hacia las
azoteas.
Yo seguí al resplandor, y mi criado me siguió a mí. La luz entró a la derecha del
rellano, en un granero cuya puerta estaba abierta. Yo entré al mismo tiempo. La luz se
L a Casa De Los Espíritus E dward Bulwer-Lytton
condensó en un minúsculo glóbulo excesivamente vivo y brillante; se inmovilizó un
instante sobre una cama, en un rincón, luego se puso a temblar y desapareció. Nos
acercamos a la cama y la examinamos; era una cama de dosel como se encuentran en los
graneros reservados a los criados. Sobre la cómoda que había al lado, descubrirnos un
viejo chal de seda muy estropeado, con una aguja olvidada en un desgarrón a medio coser.
El chal estaba cubierto de polvo, probablemente había pertenecido a la vieja que
había muerto hacía poco en la casa, y aquella podía ser su habitación. Tuve la curiosidad
de abrir los cajones; en ellos hablan viejos restos de ropas de mujer, y dos cartas atadas por
una estrecha cinta de seda, de un amarillo endeble. Me tomé la libertad de apoderarme de
las cartas. No encontramos en la habitación ninguna otra cosa digna de interés y la luz no
volvió a aparecer. Pero oírnos claramente, cuando nos disponíamos a salir, un ruido de
pasos sobre el suelo, justamente delante de nosotros. Recorrimos las otras buhardillas, y
los pases nos precedieron. No había nada que ver, sólo el ruido de pasos. Tenía las cartas
en la mano. Cuando bajábamos las escaleras, noté claramente que algo rozaba mi muñeca
y advertí como un ligero esfuerzo para quitarme las cartas. No hice otra cosa sino
apretarlas y el esfuerzo cesó. Volvimos a la habitación, y entonces me di cuenta de que mi
perro no nos había seguido. Estaba acurrucado junto al fuego, y temblaba. Yo estaba
impaciente por examinar las cartas, y mientras leía, mi criado abrió una cajita donde había
dejado las armas que yo le había ordenado que llevara. Las cogió, las dejó sobre la mesita a
la cabecera de mi cama, y se puso a apaciguar al perro, que pareció no ocuparse
demasiado de sus cuidados.
Las cartas eran breves, y llevaban fecha de treinta y cinco años antes. Eran
evidentemente las cartas de un amante a su amante, o de un marido a su joven esposa. No
solamente los términos, sino las alusiones a un precedente viaje, indicaban que su autor
había sido marino. La ortografía y la escritura eran las de un hombre poco letrado, y el
mismo lenguaje era violento. En los términos de ternura, se expresaba un rudo y salvaje
amor; pero aquí y allá aparecían ininteligibles alusiones a un secreto, no un secreto de
amor, sino algo parecido a un crimen.
«Debemos amarnos», es una de las frases que recuerdo, «Porque todos nos
detestarían si supieran...»
Y luego: «No dejes que nadie duerma en la misma habitación que tú, pues hablas,
mientras duermes».
Y de nuevo: «Lo que está hecho, hecho está. Y te repito que nada puede prevalecer
contra nosotros, a menos que los muertos vuelvan a la vida».
Aquí había una frase subrayada, mejor escrita, que parecía trazada por una mano de
mujer. Y lo hacen. Al final de la carta más reciente, la misma mano femenina había trazado
estas palabras: «perdido en el mar el 4 de junio, el mismo día que...»
L a Casa De Los Espíritus E dward Bulwer-Lytton
Dejé las cartas, y me puse a reflexionar sobre su contenido. Temiendo, sin embargo,
que este tipo de pensamientos me indispusiera mi sistema nervioso y determinado a
mantener mi espíritu en buen estado, en perspectiva de todo lo que aquella noche podía
aún ofrecerme de maravilloso, me levanté, dejé las cartas sobre la mesa, aticé el fuego aún
brillante y alegre, y abrí mi volumen de Macaulay. Leí tranquilamente hasta las once y
media. Me eché entonces completamente vestido, en la cama, y permití a mi criado que se
retirara a su habitación, recomendándole, no obstante, que se mantuviera despierto. Le
rogué igualmente que dejara abierta la puerta entre nuestras habitaciones y, solo al fin,
puse dos candelabros sobre la mesilla de noche. Dejé mi reloj al lado de las armas y cogí de
nuevo el Macaulay. Delante de mí el fuego brillaba, y en el hogar el perro parecía dormir.
Al cabo de unos veinte minutos, sentí pasar como una flecha, junto a mi mejilla, una
corriente de aire excesivamente fría. Pensé que la puerta de la derecha, que comunicaba
con el rellano se había abierto, pero no, seguía cerrada. Miré entonces a la izquierda y vi
que las llamas de las velas estaban inclinadas por un soplo tan violento como el viento. En
aquel momento, el reloj que se encontraba al lado del revólver abandonó lentamente la
mesa y aunque no había ninguna mano visible, desapareció. Habiéndome armado, me
puse a mirar el suelo; no había rastro del reloj. Tres golpes sordos lentos, se oyeron
claramente a la cabecera de la cama. Mi criado llamó.
—¿Es usted, señor?
—No. Estate alerta.
El perro se había levantado y, sentado sobre sus cuartos traseros, sus orejas se
agitaban vivamente de atrás hacia delante. Tenía los ojos fijos en mí con una mirada tan
extraña, que toda mi atención estaba atraída por él. Lentamente, se levantó, con el pelo
erizado, y se quedó rígido, con la mirada salvaje. Mi criado, salia de su habitación, y si he
tenido jamás la ocasión de ver el horror pintado sobre algún rostro humano, fue esta vez.
Si le hubiera encontrado en la calle, no hubiera podido reconocerle, tan alterado estaba su
rostro. Rápidamente, pasó junto a mí, diciendo en un soplo que parecía salir apenas de sus
labios:
—Deprisa, deprisa, ¡está detrás de mí! Llegó a la puerta del rellano, la abrió y se
precipitó hacia abajo. Yo le seguí involuntariamente, gritándole que se detuviera. Pero sin
oírme, bajaba dando tumbos por la escalera, golpeando la baranda, y saltando varios
peldaños a la vez. Desde donde yo estaba, oí que abría la puerta de la calle y la cerraba
detrás de sí. Estaba solo en la casa encantada.
Por un instante, permanecí indeciso, no sabiendo si seguir a mi criado. El orgullo y la
curiosidad me impidieron esta huida humillante. Me reintegré a mi habitación, cerrando la
puerta detrás de mí, y me dirigí prudentemente hacia el gabinete interior. No vi nada que
justificara el terror de mi criado. Examiné de nuevo cuidadosamente las paredes, para ver
si existía alguna puerta oculta. No encontré rastro alguno, ni una hendidura en el papel
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castaño del tapizado.
¿Cómo había entrado, pues, en aquella habitación, fuese lo que fuese lo que le había
aterrado, sino a través de la mía? Volví a mi habitación, cerré con doble llave la puerta de
comunicación y me mantuve dispuesto y atento a la menor alarma. Advertí que el perro se
habla retirado a un rincón de la habitación, y se apretaba contra la pared, como si hubiera
querido abrirse paso con todas sus fuerzas. Fui hacia él y le hablé. La pobre bestia estaba
evidentemente aterrorizada. Mostraba los dientes, la saliva le manaba de la boca, y
ciertamente me hubiera mordido si la hubiera tocado. No parecía reconocerme. Aquel que
ha visto en el jardín zoológico un conejo fascinado por una serpiente, acurrucándose en un
rincón, puede formarse una idea del terror que el perro parecía experimentar. Todos mis
esfuerzos para apaciguarle fueron vanos, y temiendo que su mordedura fuera, en el estado
en que se encontraba, tan peligrosa como la de un perro rabioso, le dejé, coloqué mis
armas sobre la mesa, al lado del fuego, me senté y volví a mi Macaulay.
Con el objeto de que no parezca que trato de hacer creer al lector que me hallaba en
posesión de mayor valor, o presencia de ánimo de lo que puede concebir, voy a introducir
aquí, y ruego me perdonen, una o dos observaciones personales.
Como yo creo que la presencia de ánimo, o lo que se llama valor, es proporcional a la
costumbre de encontrarse en circunstancias que lo reclamen, diré que yo estaba más que
suficientemente familiarizado con los fenómenos maravillosos. Había encontrado casos
realmente extraordinarios en diferentes partes del mundo, casos que, si tuviera que
relatarlos, no serían dignos de crédito alguno, y no serían tenidos en cuenta como
influencias sobrenaturales. Mi teoría es que lo sobrenatural se confunde con lo imposible y
que lo que es reconocido como tal, proviene simplemente de la aplicación de leyes
naturales que ignoramos. Así, pues, si un fantasma se me aparece, yo no tengo derecho a
decir: «Vaya, existe lo sobrenatural», sino «Vaya, la aparición de un espíritu,
contrariamente a lo que había creído hasta ahora, entra en el dominio de las leyes
naturales y no de las sobrenaturales».
Así, pues, en todo lo que había visto y en todos los milagros que los aficionados de la
época al misterio han relatado como hechos, había siempre una intervención humana. En
el continente, se encuentran magos que afirman poder hacer salir a los espíritus.
Suponiendo incluso que sean sinceros, mientras que la forma material del mago está
presente, constituye el elemento esencial material, por el cual. a causa de ciertas
originalidades de constitución, ciertos fenómenos extraños se manifiestan a nuestros
sentidos. Admitiendo incluso los cuentos de la «Spirit Manifestation in América», tales
como la producción de música u otros sonidos, la escritura sobre papel sin el concurso de
una mano visible, los movimientos de objetos o muebles sin intervención humana
aparente, la vista y el contacto de manos que no parecen pertenecer a cuerpo alguno, se
encontrará siempre el médium, ser vivo capaz de conseguir semejantes fenómenos, a
causa de ciertas particularidades en su constitución. En una palabra, en el origen de todas
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estas maravillas, suponiendo que no sean el resultado de una impostura, debe haber un
ser semejante a nosotros, por el cual, o bajo la influencia del cual, estos efectos caen sobre
nuestros sentidos.
Sucede así en el fenómeno ahora conocido con el nombre de mesmerismo o
magnetismo animal, en que el espíritu de la persona tratada está influenciado por un
agente material vivo. Suponiendo incluso que un paciente sometido al método de Mesmer
pueda realmente cumplir la voluntad de un hipnotizador que se halla a cien millas de
distancia, esta pasividad no es menos el resultado de una acción material; y es por medio
de un fluido material —llámenle eléctrico, o lo que quieran— que tenga el poder de
atravesar el espacio y de pasar a través de los obstáculos, que el efecto material es
transmitido de uno a otro.
De ahí que todo aquello de lo que había sido testigo, y lo que esperaba ver aún en
aquella extraña casa, me parecía causado por un médium tan mortal como yo mismo. Y
esta idea me preservaba necesariamente del terror que habrían experimentado a través de
las aventuras de esta memorable noche, aquellos que miran estos fenómenos como obra de
las fuerzas sobrenaturales y no como operaciones propias de la Naturaleza.
Así pues, todo lo que se presentaba o podía aún presentarse, se me aparecía como
procedente de alguien que tuviera el don natural de hacer aparecer tales cosas, y un
motivo para hacerlo, y yo sacaba de mi teoría un interés más filosófico que supersticioso.
Puedo decir sinceramente que estaba tan tranquilo como hubiera podido estarlo cualquier
sabio en espera de los efectos de una determinada combinación química que ofreciera, sin
embargo, algún peligro.
Naturalmente, cuanto más lograra tranquilizar a mi imaginación, más dispuesto
estaría mi espíritu para la observación que quería hacer, por esta razón, concentraba todo
mi pensamiento y todas mis miradas en el vigoroso y claro buen sentido de las páginas de
Macaulay.
Vine a observar que algo se interponía entre la página y la luz, pues la página se
encontraba oscurecida por una sombra. Lo que miré y vi me es difícil, por no decir
imposible de describir. Era una oscuridad del ambiente, siguiendo contornos poco
definidos. No puedo decir que se pareciera a un hombre, y no obstante aquello tenía más
parecido con una forma humana, o más bien su sombra, que con cualquier otra cosa. Se
alzaba, totalmente diferenciada del aire y de la luz, y sus dimensiones parecían enormes,
pues la parte de arriba, tocaba el techo. Cuando la miraba, fui presa de una impresión de
frío intenso. Si un iceberg se hubiera encontrado delante de mí, no me habría congelado
más, y, por otra parte, el frío que emanara de un iceberg hubiera sido puramente físico.
Estoy convencido de que aquel frío no era causado por el miedo. Seguía mirando y creo —
aunque no puedo precisarlo— que vi dos ojos mirándome desde lo alto. Por un instante,
creí verlos claramente, y al instante siguiente, parecían haber desaparecido. Pero dos rayos
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de una luz azul pálido atravesaron varias veces la sombra, como si cayeran del lugar
donde me había parecido ver los ojos.
Traté de hablar, pero me faltó la voz. Pude solamente pensar: «¿Es esto miedo? No,
no es miedo». Traté de levantarme; en vano. De hecho, mi impresión era estar sujeto por
una fuerza irresistible, como un inmenso abatimiento, una impotencia total de luchar
contra una fuerza superior a las fuerzas humanas como la que se debe experimentar
físicamente en una tempestad en el mar, en una explosión, o ante cualquier terrible bestia
feroz, como un tiburón en el océano; pero en mí era una impresión moral. Otra voluntad
se oponía a la mía, era más fuerte que la mía, como el rayo, el fuego o el tiburón son
superiores, en fuerza material, al hombre.
Y ahora, a medida que esta impresión se desarrollaba en mí, era presa del horror, un
horror tal que ninguna palabra podría describirlo. Únicamente el orgullo, sino el valor, me
contenía aún, y pensaba: «Esto es el terror y no el temor; mi razón la rechaza. Una
alucinación..., no tengo miedo».
Con un violento esfuerzo, conseguí al fin tender la mano hacia el arma colocada
encima de la mesa, y cuando hacía este gesto recibí en el brazo y en el hombro un golpe
tal, que mi brazo cayó inerte a mi lado. Y para aumentar aún el horror de la situación, la
luz de las velas empezó a declinar suavemente, no era como si se hubieran apagado, sino
que la llama parecía alejarse gradualmente y así sucedía también con el fuego; la luz se
retiraba de los carbones; en algunos minutos, la habitación quedó sumida en la oscuridad.
La angustia que me cogió al sentirme en aquella habitación oscura, con aquella cosa
oscura cuyo poder se hacía sentir tan intensamente, me produjo una reacción nerviosa.
De hecho, mi terror había alcanzado un grado tal que mis sentidos me abandonaron,
y rompí el encanto. Lo rompí, efectivamente, pues encontré mi voz, pero esa voz era un
grito penetrante. Recuerdo que aullé, estas palabras: «No tengo miedo, mi alma no teme
nada», y en el mismo instante encontré fuerzas para levantarme. Inmediatamente, en las
tinieblas, me precipité hacia una de las ventanas, corrí la cortina y abrí las persianas; mi
primer pensamiento fue: «¡Luz!». Y cuando vi la luna alta, clara y tranquila, sentí una
alegría tal, que era capaz de compensar mi terror precedente. Era la luna, y más luz de los
faroles en la calle desierta.
Me volví hacia la habitación para mirar en el interior; la luna penetró en la sombra,
muy débil, pero era la luz. Como quiera que fuese, la cosa había desaparecido; sólo había
una sombra ligera que parecía ser la sombra misma de la otra sobre la pared opuesta. Mis
ojos se volvieron entonces hacia la mesa, una vieja mesa de caoba que no cubría tapete
alguno, y de debajo de esta mesa, surgió una mano, visible únicamente hasta el puño. Era
una mano aparentemente de carne y hueso como la mía, pero la mano de una persona de
edad, flaca, arrugada y pequeña, una mano de mujer. Se apoderó cuidadosamente de las
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cartas que se encontraban sobre la mesa; luego, cartas y mano se desvanecieron. En
seguida se repitieron los tres golpes sordos que había oído a la cabecera de la cama, antes
de que empezara aquel drama extraordinario.
Cuando cesaron, sentí que toda la habitación vibraba sensiblemente, y al extremo de
ésta se elevaron, como apareciendo del suelo, unas gotas o bolas de luz coloreada, verdes,
amarillas, rojas, azules. De arriba abajo, de atrás hacia delante, aquí y allá como un ballet,
las gotas empezaron a hallar, lentas o rápidas, cada una según su capricho. Una silla se
había movido y se había colocado al otro lado de la mesa. Y de repente, pareció salir la
forma de una mujer. Era realmente como la forma de un cuerpo, como una pálida figura
de muerta. El rostro era joven, de una extraña y conmovedora belleza. La garganta y los
hombros estaban descubiertos, y el resto del cuerpo envuelto en un amplio vestido de un
blanco de nube.
Estaba ocupada en peinar sus largos cabellos rubios que caían sobre los hombros, sus
ojos no estaban vueltos hacia mí, sino que miraban hacia la puerta. En un plano alejado, la
sombra se iba haciendo más densa. Y de nuevo, creí ver en lo alto dos ojos brillantes que
parecían mirar la forma de la mujer sentada. Como viniendo de la puerta, aunque ésta
permaneciera cerrada, surgió otra forma, igualmente clara, igualmente espantosa, la forma
de un hombre, y de un hombre joven. Llevaba el traje del siglo pasado, o una imagen de
este traje, pues ambos, hombre y mujer, no eran más que sombras impalpables, fantasmas,
simulacros. Y había algo grotesco aunque aterrador en el contraste entre los aderezos
rebuscados de sus formas corporales, con sus puños, sus puntillas y sus rizos, y el silencio
de fantasmas de éstos. Cuando el fantasma del hombre se acercaba al de la mujer, la
sombra se desprendió de la pared y los tres quedaron inmersos un instante en la
oscuridad. Cuando el pálido resplandor apareció nuevamente, los dos cuerpos parecían
presos en las garras de la sombra que se alzaba entre ellos; había ahora una mancha de
sangre en el pecho de la mujer. El fantasma del hombre estaba empalado en su espada, y
la sangre manaba rápidamente de los puños y de las puntillas; la sombra de la forma que
se alzaba entre ellos los recubrió: habían desaparecido.
De nuevo, surgieron las bolas de luz y empezaron a viajar y a girar, haciéndose cada
vez más numerosas y desordenadas en sus movimientos. La puerta que se encontraba a la
derecha del hogar, cerrada hasta entonces, se abrió, y en el dintel apareció una mujer de
edad. Tenía en sus manos las cartas, las mismas cartas sobre las que había visto cerrarse la
mano. Detrás de ella, oí un paso. La mujer dio una vuelta alrededor de la habitación como
para escuchar, y luego abrió las cartas y empezó a leerlas; por encima de su hombro, pude
ver el rostro lívido de un ahogado, pálido e hinchado, con los cabellos llenos de algas; a
sus pies, la forma de un cuerpo; al lado del cuerpo un niño acurrucado, un miserable niño,
asquerosamente sucio, con un rostro hambriento y unos ojos de bestia acorralada. Cuando
quise mirar el rostro de la vieja, las arrugas y los surcos desaparecieron, dando paso a una
cara joven, de mirada dura y glacial, pero joven. Luego, la sombra recubrió la visión, y
todo volvióse oscuro nuevamente.
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Nada subsistía ya de todo aquello, más que la sombra sobre la que mis ojos se
volvieron y permanecieron fijos hasta que vi aparecer de nuevo sus ojos, unos ojos
malsanos de serpiente. Las pompas de luz reaparecieron también, y emprendieron su
danza desordenada y turbulenta, mezclándose con los rayos de la luna. Ahora, de estas
mismas partículas, nacían, como escamas de un huevo, cosas monstruosas que llenaron el
aire; larvas exangües, tan repugnantes, que no puedo describirlas mejor que recordando al
lector el movimiento intenso que únicamente el microscopio puede ofrecer a las miradas
en una gota de agua, por ejemplo; cosas transparentes, viscosas, ágiles, persiguiéndose
unas a otras, devorándose unas a otras, formas que jamás se han podido ver a simple vista.
Como sus contornos no tenían simetría, sus movimientos eran desordenados. No
había ningún orden en sus evoluciones, giraban a mi alrededor, y me rodeaban cada vez
más numerosas, rápidas y ligeras, apretándose encima de mi cabeza, trepando a lo largo
de mi brazo derecho, que yo había alzado involuntariamente para protegerme. En ciertos
instantes, me sentí tocado, pero no por ellas; eran unas manos invisibles que me tocaban.
Una vez, experimenté la sensación de unos dedos suaves y fríos contra mi garganta. Tuve
la impresión de que estaba en peligro, y concentré todas mis facultades en mi voluntad de
defenderme y resistir. Antes que nada, aparté mi mirada de la sombra, de aquellos
extraños ojos de serpiente, ahora netamente claros, porque sabía que era allí, y en ninguna
otra parte a mi alrededor, donde residía la voluntad, una voluntad mala, intensa, creadora
y activa, capaz de quebrar la mía.
La pálida atmósfera de la habitación, se iba haciendo roja como la atmósfera próxima
a una explosión. Las repugnantes larvas seguían creciendo, y ahora parecían borbotear en
un fuego. De nuevo la habitación vibró y dejó oír los tres golpes regulares; de nuevo todas
las cosas cayeron en la sombra, como si fuera de ella que emanara todo, y a ella, que todo
volviera.
Cuando la oscuridad cedió, la sombra había desaparecido. Solamente entonces,
cuando se había alejado, volvió a encenderse la llama de las velas, y también el fuego del
hogar. Toda la habitación se volvió calma, apacible, como antes de la visión. Las dos
puertas se habían vuelto a cerrar, y la puerta de comunicación estaba cerrada bajo doble
llave. En el rincón de la pared, donde se había acurrucado convulsamente, el perro seguía
tendido. Le llamé, y no hizo ningún movimiento; me acerqué: el animal estaba muerto, con
los ojos desorbitados, la lengua fuera, y la espuma en los labios. Experimenté una viva
sensación de tristeza ante la pérdida de mi pobre compañero, y también un
remordimiento. Me acusé de su muerte, y le creí muerto de miedo. Pero cuál no fue mi
sorpresa al advertir que tenía la nuca rota. ¿Había ocurrido en la oscuridad? ¿No había
requerido aquel acto la mano de un hombre como yo? ¿No había necesitado esta muerte
de una influencia humana? Tenía una buena razón para creerlo. No puedo sacar
deducciones, no puedo hacer otra cosa que relatar fielmente los hechos. Que el lector
deduzca de ellos lo que le plazca.
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Otra circunstancia sorprendente, mi reloj se encontraba de nuevo en la mesa, de
dónde yo lo había visto desaparecer tan misteriosamente; pero estaba parado en el
momento en que había sido, por así decirlo, raptado; y después, a pesar de toda la pericia
del relojero, el hecho es que si se pone en marcha, lo hace de un modo extraño y poco
corriente durante algunas horas, y se detiene luego en un punto muerto..., pero este detalle
es insignificante.
No sucedió nada más durante el resto de la noche. Por otra parte, no tuve que
esperar mucho la llegada del día, pero no quise dejar la casa encantada hasta que fuera día
claro. Antes de irme, volví a la pequeña habitación donde mi criado y yo nos habíamos
quedado emocionados. Tenía claramente la impresión —y no sé claramente por qué— de
que era en aquella habitación donde se encontraba el mecanismo del fenómeno que había
tenido sus efectos en la mía.
Y aunque entrase ahora, a plena luz del día, con el sol brillando a través de los
cristales, sentí subir del suelo aquella misma impresión de horror que había
experimentado la víspera, agravada ahora por todo lo que había sucedido en mi
habitación. No pude soportar el permanecer allí más de medio minuto; bajé las escaleras, y
oí otra vez con claridad unos pasos delante de mí. Cuando abrí la puerta de la calle, oí
claramente una ligera risa. Volví a mi domicilio, creyendo encontrar a mi cobarde criado.
Pero no había hecho aún su aparición. No supe nada más de él durante tres días, fecha en
que recibí una carta procedente de Liverpool. Hela aquí.
«Señor, le pido humildemente perdón, aunque apenas puedo creer que me lo
conceda, a menos que, y Dios no lo quiera, no haya visto usted lo que yo vi. Sé que
necesitaré años para recobrarme. En cuanto a hallarme en estado de servir, desde luego
que no. Me voy, pues, a Melbourne, a casa de mi cuñado. El barco sale mañana. Tal vez el
largo viaje me hará bien. No hago más que estremecerme y temblar e imaginarme que
"aquello" me persigue. Le ruego humildemente, señor, que haga enviar mis ropas y los
sueldos que me debe, a mi madre, en Walworth. John sabe su dirección.»
La carta terminaba con otras excusas, un poco incoherentes y detalles explicativos
concernientes a los bienes de los que él se había ocupado.
Esta defección podrá tal vez suscitar la sospecha de que el hombre tenía deseos de ir
a Australia y se había aprovechado fraudulentamente de los acontecimientos de la noche.
No veo nada que pueda refutar esta opinión; aún más, pienso que les parecerá a muchas
personas la solución más probable de estos sucesos inexplicables. Mi fe en mi propia teoría
permanece íntegra. Volví por la noche a la casa, con desconfianza, para recoger los objetos
que había dejado allí y el cuerpo de mi pobre perro.
Nadie me turbó en mi tarea, y no se produjo ningún incidente notable, excepto al
subir y bajar las escaleras, que oí otra vez el ruido de pasos.
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Al salir de la casa, me dirigí a casa de mister J... Le devolví las llaves, le dije que mi
curiosidad estaba ampliamente satisfecha y empecé a relatarle rápidamente lo que había
sucedido; pero él me hizo callar y me dijo, muy cortésmente, que no encontraba ningún
interés en un misterio que jamás había sido resuelto.
Me decidí finalmente a hablarle de las dos cartas que había leído, así como de la
manera extraordinaria como habían desaparecido, y le pregunté si habían sido dirigidas a
la mujer que había muerto en la casa, y si había en su historia alguna cosa que pudiera
confirmar las sospechas que estas cartas podían suscitar. Mister J... pareció estremecerse, y
después de haber reflexionado durante algunos minutos, respondió:
—Sé pocas cosas de la historia de esta mujer, salvo, como le he dicho ya, que su
familia conocía a la mía. Pero usted reaviva algunas vagas sospechas que alimenté en otro
tiempo contra ella. Voy a hacer una encuesta y le informaré del resultado. Y entre tanto,
incluso aunque podamos admitir la creencia popular en el hecho de que una persona que
ha sido durante su vida el autor o la víctima de un crimen puede volver después de su
muerte al teatro de sus crímenes, haré observar que la casa ya estaba frecuentada por
extrañas visiones y ruidos raros antes de que esta mujer muriese. ¿Sonríe usted? ¿Qué
piensa?
—Digo que estoy convencido de que si vamos hasta el fondo del misterio,
encontraremos alguna influencia humana en la base de todo esto.
—¿Cómo? ¿Cree usted en una impostura? ¿Por qué razón?
—No en una impostura en el sentido ordinario de la palabra. Si yo estuviera sumido
en un profundo sueño del que no pudiera usted despertarme, y en este sueño pudiera
responder a preguntas con una precisión de la que sería incapaz estando despierto podría
decirle, por ejemplo, cuánto dinero tiene usted en los bolsillos, o escribirle sus propios
pensamientos, no es necesariamente una impostura, pero tampoco un efecto sobrenatural.
Yo podría estar, sin saberlo, sin estar presente en mí mismo, bajo una influencia
mesmérica impuesta a distancia por una persona que hubiera adquirido sobre mí un
poder cualquiera en un encuentro precedente.
—Pero si bien un hipnotizador puede afectar de este modo a una persona viva, ¿le
cree usted capaz de influir objetos inanimados, de desplazar sillas, o de abrir puertas?
—¿O de impresionar a los sentidos con el fin de hacerle creer en tales efectos, si usted
no ha estado nunca en relación con la persona en cuestión? No. Lo que comúnmente se
llama mesmerismo, no podría lograrlo; pero puede existir un poder semejante, o hasta
superior al mesmerismo, tal como el llamado antiguamente «magia». No llegaré a afirmar
que un poder semejante pueda estar igualmente aplicado a los objetos materiales. Pero si
fuera así, no sería contra la Naturaleza, sería, por el contrario, un raro poder que ésta
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otorga a ciertas constituciones particulares y cultivado por la práctica hasta llegar a un
grado extraordinario. Que un poder semejante pueda obrar sobre un muerto, es decir,
sobre ciertos pensamientos y recuerdos que el muerto pueda conservar, y obligar a que se
haga aparente a nuestros sentidos, no lo que algunos llaman vulgarmente «el alma», lo
cual está más allá del alcance humano, sino más bien algo como un fantasma de lo que ha
sido en la tierra el soporte visible, esto es una teoría muy antigua, y un poco pasada de
moda sobre la cual no aventuraría ninguna opinión. Pero no puedo admitir que este poder
sea sobrenatural. Déjeme ilustrar lo que acabo de decir, con una experiencia de Paracelsus,
descrita como fácil de hacer y que el autor de Curiosities of Literature cita como prueba:
«Una flor se marchita. La quemáis. Allí dónde han ido los elementos de esta flor, cuando
estaba viva, no lo sabéis; no podréis encontrarlos ni reunirlos. Pero podéis, por medio de
la química, de las cenizas de esta flor, hacer surgir un espectro de ésta, con todas las
apariencias de vida». Puede suceder así con los humanos. El alma ha escapado como la
esencia o los elementos de la flor... Pero podéis resucitar un espectro. Y este fantasma,
aunque la creencia popular lo tenga por el alma del difunto, no debe ser confundido con
ella. No es más que una imagen del muerto. Lo que más nos sorprende en las más
acreditadas historias de fantasmas, es la ausencia de lo que llamaremos «alma», es decir,
de una inteligencia superior libre de toda traba. Estas apariciones salen generalmente de
pequeños objetos o de la nada. Hablan raramente, y si esto sucede, expresan ideas que no
son superiores a las de la mayoría de los mortales. Espiritistas americanos han publicado
volúmenes de comunicaciones en prosa o en verso, que dicen y afirman haber sido hechas
por los muertos más ilustres, Shakespeare o Bacon. Estas comunicaciones no son
ciertamente de otro orden que las que habrían hecho personas de un cierto talento y de
una cierta educación aún en vida; son, en todo caso, sorprendentemente inferiores a lo que
Shakespeare, Bacon o Platón, escribieron, en vida. Y lo que es más notable todavía, no
contienen ninguna idea que no existiera ya sobre la tierra. Por ello, si tales fenómenos,
admitiendo que sean reales, pueden existir, veo que muchos de ellos la filosofía los puede
poner en duda, pero ninguno que pueda negar, y en todo caso, ninguno que sea
sobrenatural. Son únicamente ideas transmitidas de una manera o de otra —no hemos
descubierto aún el medio— de un espíritu mortal a otro espíritu mortal. Igualmente,
aunque el hecho de hacer bailar a las mesas, de hacer aparecer formas en un círculo
mágico o manos sin cuerpos apoderándose de ciertos objetos, o una sombra como la que se
me apareció a mí, hiele la sangre, estoy convencido de que todo está transmitido por
agentes materiales tales como ondas eléctricas. En ciertos organismos existen causas
químicas que pueden producir efectos seudomilagrosos de naturaleza química; en otros
circula un fluido eléctrico, y estos últimos pueden dar nacimiento a fenómenos eléctricos.
Estos fenómenos no difieren de la ciencia ordinaria más que en esto: que no tienen fin, ni
objeto, son totalmente pueriles y fútiles. No conducen a ningún resultado práctico, y por
esta razón, el mundo no los tiene en cuenta y los verdaderos sabios no los han cultivado.
Pero estoy absolutamente seguro de que en el origen le todo lo que he visto u oído, se
encuentra un hombre como yo; y estoy inconscientemente convencido de su existencia tan
sólidamente como de sus efectos, por la razón siguiente: me ha dicho usted mismo que no
ha habido dos personas que hayan observado los mismos fenómenos. ¡Pues bien! Observe
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igualmente que no existen dos personas que hayan tenido jamás el mismo sueño.
Si se tratara de una impostura corriente, la maquinación estaría construida para dar
resultados apenas diferentes: si se tratara de un hecho de orden sobrenatural, emanando
del Todopoderoso, se produciría igualmente con un objeto bien definido Estos fenómenos
no pertenecen, pues, a ninguna de estas dos clases. Mi opinión es que proceden de un
espíritu en este momento muy alejado, y que no tiene intenciones muy claras; que estos
hechos son el resultado de pensamientos desviados, inestables, cambiantes y a medio
formar; en una palabra, que pueden ser los sueños de este espíritu, puesto en acción, y
hechos sustánciales sólo a medias; que este espíritu posee un inmenso poder, capaz de
poner la materia en movimiento, que es malvado y destructivo. Creo en una fuerza
material que ha matado a mi perro, y esta fuerza hubiera sido suficiente para matarme, si
me hubiera dejado subyugar por el terror, como fue el caso de mi perro, si mi inteligencia
y mi espíritu no me hubieran dado la fuerza de resistir por medio de la voluntad.
—¡Ha matado a su perro! Es aterrador. Efectivamente, es muy extraño que ningún
animal haya podido resistir el permanecer en aquella casa; ni siquiera un gato. Además,
no hay ratas ni ratones.
—El instinto de los animales les hace descubrir las influencias nefastas a su
existencia. La razón humana es menos sutil, pero es más resistente. Ya basta. ¿Ha
Comprendido usted mi teoría?
—Sí, aunque imperfectamente. Y acepto esta fantasía (y perdone el término), aunque
llena de rarezas, más fácilmente que la noción de fantasmas y de espectros de la que
estamos embebidos desde la infancia. Pero en cuanto a mi pobre casa, el mal sigue siendo,
el mismo. ¿Qué podré hacer de ella?
—Voy a decirle lo que yo haría. Estoy íntimamente convencido de que la pequeña
habitación sin amueblar, que se encuentra a la derecha de la puerta de la habitación que yo
he ocupado, es el punto de partida, receptáculo de las influencias que encantan la casa y le
aconsejo que desguarnezca las paredes, que cambie el suelo, e incluso que la destruya
completamente. He observado que se aparta del cuerpo principal, que está construida por
encima del patio, y que podría ser demolida sin causar perjuicio al resto de la mansión.
—Y piensa usted que haciendo esto...
—Tendrá que cortar los hilos del telégrafo. Pruébelo estoy convencido de que tengo
razón, y quiero pagar la mitad de los gastos, si usted me permite que dirija los trabajos.
—No, puedo soportar los gastos. En cuanto a lo demás, permítame que le escriba.
Unos diez días más tarde, recibí una carta de mister J... diciéndome que había
visitado la casa después de nuestra entrevista; que había encontrado las de cartas que yo
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había descrito y las había vuelto a guardar en el cajón de donde las había sacado; que las
había leído con la misma desconfianza que yo y que había empezado una encuesta
concerniente a la mujer a quien yo sugerí que las cartas, habían sido escritas. Parece ser
que treinta y seis años antes, un año antes de la fecha de las cartas, la mujer se había
casado en contra de la opinión de los suyos con un americano de un carácter muy especial;
de hecho, siempre había sido considerado como un pirata. La mujer era la hija de unos
comerciantes dignos, y había ocupado el cargo de directora en un parvulario, antes de su
matrimonio.
Tenía un hermano rico, según decían, padre de un niño de seis años. Un mes después
de la boda, el cuerpo de este hermano había sido encontrado en el Támesis cerca del
puente de Londres, llevaba en el cuello señales de violencia, pero los indicios no eran
suficiente para clausurar la encuesta de otro modo que con esta palabras. «Encontrado
ahogado». El americano y la mujer tomaron al niño a su cargo, pues el hermano difunto
había manifestado en vida la voluntad de que su hermana se ocupara de él, y si a él le
sucedía algo la instituía como heredera. El niño murió seis meses después; se supone que
fue por causa de negligencia y de malos tratos. Los vecinos atestiguaron haber oído gritos
durante la noche. El cirujano que le examino después de su muerte, dijo que estaba
subalimentado y que su cuerpo estaba cubierto de señales lívidas: Parece ser que durante
una noche de invierno, había tratado de escaparse, había saltado al patio, y tras intentar
escalar el muro, había sido encontrado por la mañana, muerto sobre las piedras. Pero
aunque hubo evidencia de crueldad, no había prueba alguna de asesinato, y la tía y su
marido pudieron excusarse, alegando la excesiva insubordinación y la perversidad del
niño, al que otros tachaban de pobre de espíritu. Sin embargo, tal como debía suceder a la
muerte del huérfano, la tía heredó la fortuna de su hermano.
Antes de que hubiera terminado el primer año de matrimonio, el americano
abandonó Inglaterra y no apareció más por aquí. Consiguió pasaje en un barco que se
hundió con cuerpos y bienes en el Atlántico dos años más tarde. La viuda vivía en la
opulencia. Pero algunos reveses de fortuna se abatieron sobre ella. Un banco quebró, fue
perdida una inversión, emprendió un pequeño comercio y fue reconocida como
insolvente; fue bajando cada vez más, desde gobernante hasta criada para todo, no
pudiendo conservar ningún empleo, aunque jamás tuvieron que achacarle nada decisivo.
Estaba considerada como una mujer sobria, honesta y particularmente tranquila en sus
costumbres; y no obstante, todo le salía mal; de este modo, había acabado por caer en la
«casa de trabajo» de donde mister J... la había sacado para emplearla en la misma casa
donde había reinado como dueña durante el primer año de su matrimonio.
Mister J... añadía que él había pasado una hora solo en la habitación vacía que yo le
había aconsejado que derribara, y que su impresión de angustia había sido tal, aunque no
hubiera oído ni visto nada, que se había decidido a desguarnecer las paredes y a cambiar
el recubrimiento del suelo, tal como yo le había aconsejado. Había contratado personal
para este efecto, e iban a empezar el día que yo tuviera a bien indicarle. El día fue fijado.
L a Casa De Los Espíritus E dward Bulwer-Lytton
Me dirigí a la casa encantada; entramos en la lúgubre habitacioncita, levantamos el plinto
y luego el recubrimiento del suelo. Bajo las vigas encontramos, cubierta de basura, una
trampa apenas lo bastante ancha para permitir el paso de un hombre.
Estaba cerrada con candados y remaches. Al abrirla, descubrimos una pequeña
habitación, de cuya existencia jamás se había sospechado. En aquella habitación había una
ventana y una chimenea, pero, con toda evidencia, habían sido tapiadas las dos, muchos
años antes. Con la ayuda de velas, examinamos el lugar. Contenía únicamente algunos
muebles carcomidos, tres sillas, un banco de encina, una mesa, todo del estilo de hace
ochenta años. Había una cómoda junto a la pare donde encontramos, medio podridos, los
objetos de vestir como los usaban, hace un siglo, los caballeros de algún rango; hebillas de
acero y botones como llevan aún ahora en las levitas, una elegante espada y en un traje
que en otro tiempo había estado adornado con encajes de oro, pero que actualmente estaba
negrecido y sucio por la humedad, encontramos nueve guineas, algunas monedas de plata
y una ficha de marfil probablemente para una recepción de hacía mucho tiempo. Pero
nuestro principal descubrimiento fue una especie de caja fuerte de hierro, fija a la pared,
que nos costó mucho trabajo abrir.
En aquel cofre encontramos tres departamentos, dos pequeños cajones. Alineadas
sobre las tablas, había unas botellitas de cristal herméticamente cerradas. Contenían
esencias volátiles incoloras, sobre las cuales diré únicamente que no eran venenos; el
fósforo y el amoniaco entraban en la composición de algunas de ellas. Encontramos
también unos curiosos tubos de cristal, una pequeña barrita de hierro, con una pesada
maza de cristal de roca y otra de ámbar, así como un poderoso imán.
En uno de los cajones encontramos una miniatura en oro, cuyos colores tenían una
frescura notable aún a costa del tiempo que hacía que se hallaba allí. El retrato era el de un
hombre de edad madura, de unos cuarenta y siete o cuarenta y ocho años Era un rostro
sorprendente, de los más impresionantes. Si pueden ustedes imaginar alguna enorme
serpiente transformada en hombre y conservando, bajo los rasgos humanos, el carácter de
la serpiente, tendrán una imagen mejor de la que podría ofrecerles una descripción. Estos
eran los rasgos: amplitud y llaneza de la frente, elegancia puntiaguda de los contornos,
suavizando la fuerza de una mandíbula implacable, la mirada alargada, grande terrible,
con destellos verdosos como la esmeralda, una especie de tranquilidad imperturbable,
como nacida de la conciencia de un inmenso poder.
Maquinalmente, di vuelta a la miniatura para examinar el reverso, y en la cara
posterior observé un pentágono grabado. En medio de éste una escalera cuyo tercer
peldaño estaba formado por la fecha de 1765.
Al mirar desde más cerca, encontré un resorte; apretando éste, se abría la parte
posterior de la miniatura como una tapadera. En el lado interior de la tapadera, estaba
grabado: «A ti, Mariana, sé fiel en la vida y en la muerte a...»
L a Casa De Los Espíritus E dward Bulwer-Lytton
Aquí seguía un nombre que no mencionaré, pues me resultaba algo conocido. Lo
había oído mencionar a los viejos en mi juventud como perteneciente a un charlatán
famoso que había causado sensación en Londres durante un año, y había huido del país
bajo acusación de doble asesinato, perpetrado en su propia casa, de su amante y su rival.
No dije nada de ello a mister J..., a quien entregué la miniatura.
Habíamos abierto sin dificultad el primer cajón del cofre, pero nos costó mucho
trabajo abrir el segundo: no estaba cerrado con llave, pero resistió a todos los esfuerzos,
hasta que insertamos en la hendidura la hoja de un cuchillo. Cuando lo abrimos,
encontramos en su interior un singular aparato de los más perfectos en su género.
Sobre un librito delgado, una plaqueta más bien, se encontraba un platillo de cristal
lleno de un líquido claro sobre el que flotaba una especie de brújula cuya aguja giraba
rápidamente. Pero en lugar de los signos ordinarios de la brújula, se podían leer siete
extraños caracteres, bastante semejantes a los que utilizan los astrólogos para designar a
los planetas, Un olor particular, ni fuerte ni desagradable, salía de aquel cajón recubierto
de una madera que enseguida identificamos como nogal.
Cualquiera que fuera la causa de aquel olor, producía un extraño efecto sobre los
nervios. Experimentamos los dos, así como los dos obreros que se encontraban en la
habitación, una sensación de dolor agudo que iba del extremo de los dedos hasta la raíz de
los cabellos. Impaciente por examinar la plaqueta, cogí el platillo. Al hacer esto, la aguja de
la brújula se puso a girar a una velocidad excesiva y sentí un golpe que se extendió por
todo el cuerpo, tan fuerte, que dejé caer el platillo al suelo. El líquido se derramó, el
platillo se rompió, la brújula rodó hasta el extremo de la habitación y en el mismo instante,
las paredes temblaron como si un gigante las hubiera sacudido.
Los dos obreros se quedaron tan asustados, que se lanzaron a la escalera por la que
habían bajado a la habitación.
Entre tanto, ya había abierto la plaqueta. Estaba encuadernada con cuero y cierre de
plata. Contenía una única hoja de pergamino, y en aquella hoja estaba escrito en el interior
de un doble pentágono, en viejo latín monástico, una frase que se puede traducir
literalmente por estas palabras: «Sobre todo objeto palpable que se encuentre en esta casa,
animado o inanimado, vivo o muerto, como se mueven las agujas, así actúa mi voluntad.
Maldita sea la casa y que sus habitantes sean atormentados para siempre».
No encontramos nada más. Mister J... quemó la plaqueta y su anatema. Arrasó hasta
los cimientos la parte del edificio que ocultaba la habitación secreta, y la que se encontraba
encima de ella. Tuvo entonces el valor de vivir él mismo en la casa durante un mes, y no
pudo encontrarse en todo Londres una casa más tranquila y más confortable.
En consecuencia, la alquiló, y su inquilino no se quejó jamás.

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56 Relatos góticos y de terror

Este es el listado completo:


  1. ALGERNON BLACKWOOD - El Sacrificio
  2. AMBROSE BIERCE - El Clan De Los Parricidas
  3. AMBROSE BIERCE - Un Habitante De Carcosa
  4. ANTÓN CHÉJOV - El Enemigo
  5. AUGUST DERLETH - Más Allá Del Umbral
  6. BENITO PEREZ GALDOS - La Sombra
  7. BLOCH ROBERT - Psicosis 2 El Regreso De Norman
  8. BRAM STOKER - El Entierro De Las Ratas
  9. BRAM STOKER - El Huésped De Drácula
  10. BRAM STOKER - La Casa Del Juez
  11. BRAM STOKER - La Squaw
  12. CHARLES NODIER - La Monja Sangrienta Y Otros Relatos
  13. CHARLOTTE BRONTË - Jane Eyre
  14. CHRISTOPHER MARLOWE - La Trágica Historia Del Doctor Fausto
  15. DAN SIMMONS - Un Verano Tenebroso
  16. DICKENS CHARLES - El Guardavias
  17. E. F. BENSON - Alfred Wadham El Ahorcado
  18. E. F. BENSON - El Cuerno Del Horror
  19. E. F. BENSON - El Jardinero
  20. EDGAR ALLAN POE - Narrativa Completa
  21. EDWARD BULWER-LYTTON - La Casa De Los Espiritus
  22. FRANZ KAFKA - La Metamorfosis
  23. FRANZ KAFKA - Un Médico Rural
  24. FREDERICK MARRYAT - El Buque Fantasma
  25. HORACIO QUIROGA - El Espectro
  26. HORACIO QUIROGA - El Hijo
  27. HORACIO QUIROGA - La Gallina Degollada
  28. JAMES MONTAGUE RHODES - Corazones Perdidos
  29. JANE AUSTEN - La Abadía De Northanger
  30. JEAN RAY - La Callejuela Tenebrosa
  31. JOSÉ DE ESPRONCEDA - La Pata De Palo
  32. JUAN RULFO - Luvina
  33. JULIO CORTAZAR - Todos Los Fuegos El Fuego
  34. LISA TUTTLE - La Piel Del Alma
  35. LORD DUNSANY - Cuentos De Un Soñador
  36. LORD DUNSANY - Días De Ocio En El Yann
  37. NATHANIEL HAWTHORNE - El Experimento Del Dr. Heidegger
  38. NATHANIEL HAWTHORNE - La Casa De Los Siete Tejados
  39. NATHANIEL HAWTHORNE - La Letra Escarlata
  40. NATHANIEL HAWTHORNE - Musgos En La Vieja Rectoria
  41. PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN - La Mujer Alta
  42. PETER STRAUB - Fantasmas
  43. PETER STRAUB - La Esposa Del General
  44. RICHARD MATHESON - Las Playas Del Espacio
  45. ROBERT BLOCH - El Que Cierra El Camino
  46. ROBERT BLOCH - Piromano
  47. ROBERT LOUIS STEVENSON - Janet, Cuello Torcido
  48. RUDYARD KIPLING - La Extraña Cabalgada De Morrowbie Jukes
  49. RUDYARD KIPLING - La Marca De La Bestia
  50. SHIRLEY JACKSON - La Guarida
  51. THEOPHILE GAUTHIER - La Novela De La Momia
  52. WASHINGTON IRVING - El Espectro Del Novio
  53. WASHINGTON IRVING - La Aventura Del Estudiante Alemán
  54. WILLIAM FAULKNER - Una Rosa Para Emilia
  55. WILLIAM HOPE HODGSON - Una Voz En La Noche
  56. YRSA SIGURDARDOTTIR - El Último Ritual

La descarga es desde rapidshare y en archivo comprimido. Gracias nuevamente a malina por sus grandes aportaciones para mi pc jeje siempre tiene algo nuevo. Saludos si lees esto.

La Mascara de la Muerte Roja // Edgar Allan Poe

Durante mucho tiempo, la «Muerte Roja» había devastado la región. Jamás pestilencia alguna fue tan fatal y espantosa. Su avatar era la sangre, el color y el horror de la sangre. Se producían agudos dolores, un súbito desvanecimiento y, después, un abundante sangrar por los poros y la disolución del ser. Las manchas purpúreas por el cuerpo, y especialmente por el rostro de la víctima, desechaban a ésta de la Humanidad y la cerraban a todo socorro y a toda compasión. La invasión, el progreso y el resultado de la enfermedad eran cuestión de media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios perdieron la mitad de su población, reunió a un millar de amigos fuertes y de corazón alegre, elegidos entre los caballeros y las damas de su corte, y con ellos constituyó un refugio recóndito en una de sus abadías fortificadas. Era una construcción vasta y magnífica, una creación del propio príncipe, de gusto excéntrico, pero grandioso. Rodeábala un fuerte y elevado muro, con sus correspondientes puertas de hierro. Los cortesanos, una vez dentro, se sirvieron de hornillos y pesadas mazas para soldar los cerrojos. Decidieron atrincherarse contra los súbitos impulsos de la desesperación del exterior e impedir toda salida a los frenesíes del interior.

La abadía fue abastecida copiosamente. Gracias a tales precauciones los cortesanos podían desafiar el contagio. El mundo exterior, que se las compusiera como pudiese. Por lo demás, sería locura afligirse o pensar en él. El príncipe había provisto aquella mansión de todos los medios de placer. Había bufones, improvisadores, danzarines, músicos, lo bello en todas sus formas, y había vino. En el interior existía todo esto, además de la seguridad. Afuera, la «Muerte Roja».

Ocurrió a fines del quinto o sexto mes de su retiro, mientras la plaga hacía grandes estragos afuera, cuando el príncipe Próspero proporcionó a su millar de amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.

¡Qué voluptuoso cuadro el de ese baile de máscaras! Permítaseme describir los salones donde tuvo efecto. Eran siete, en una hilera imperial. En muchos palacios estas hileras de salones constituyen largas perspectivas en línea recta cuando los batientes de las puertas están abiertos de par en par, de modo que la mirada llega hasta el final sin obstáculo. Aquí, el caso era muy distinto, como se podía esperar por parte del duque y de su preferencia señaladísima por lo bizarre. Las salas estaban dispuestas de modo tan irregular que la mirada solamente podía alcanzar una cada vez. Al cabo de un espacio de veinte o treinta yardas encontrábase una súbita revuelta, y en cada esquina, un aspecto diferente.

A derecha e izquierda, en medio de cada pared, una alta y estrecha ventana gótica comunicaba con un corredor cerrado que seguía las sinuosidades del aposento. Cada ventanal estaba hecho de vidrios de colores que armonizaban con el tono dominante de la decoración del salón para el cual se abría. El que ocupaba el extremo oriental, por ejemplo, estaba decorado en azul, y los ventanales eran de un azul vivo. El segundo aposento estaba ornado y guarnecido de púrpura, y las vidrieras eran purpúreas. El tercero, enteramente verde, y verdes sus ventanas. El cuarto, anaranjado, recibía la luz a través de una ventana anaranjada. El quinto, blanco, y el sexto, violeta. El séptimo salón estaba rigurosamente forrado por colgaduras de terciopelo negro, que revestían todo el techo y las paredes y caían sobre un tapiz de la misma tela y del mismo color. Pero solamente en este aposento el color de las vidrieras no correspondía al del decorado.

Los ventanales eran escarlata, de un intenso color de sangre. Ahora bien: no veíase lámpara ni candelabro alguno en estos siete salones, entre los adornos de las paredes o del techo artesonado. Ni lámparas ni velas; ninguna claridad de esta clase, en aquella larga hilera de habitaciones. Pero en los corredores que la rodeaban, exactamente enfrente de cada ventana, levantábase un enorme trípode con un brasero resplandeciente que proyectaba su claridad a través de los cristales coloreados e iluminaba la sala de un modo deslumbrante. Producíase así una infinidad de aspectos cambiantes y fantásticos.

Pero en el salón de poniente, en la cámara negra, la claridad del brasero, que se reflejaba sobre las negras tapicerías a través de los cristales sangrientos, era terriblemente siniestra y prestaba a las fisonomías de los imprudentes que penetraban en ella un aspecto tan extraño, que muy pocos bailarines tenían valor para pisar su mágico recinto.

También en este salón erguíase, apoyado contra el muro de poniente, un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo movíase con un tictac sordo, pesado y monótono. Y cuando el minutero completaba el circuito de la esfera e iba a sonar la hora, salía de los pulmones de bronce de la máquina un sonido claro, estrepitoso, profundo y extraordinariamente musical, pero de un timbre tan particular y potente que, de hora en hora, los músicos de la orquesta veíanse obligados a interrumpir un instante sus acordes para escuchar el sonido. Los valsistas veíanse forzados a cesar en sus evoluciones.

Una perturbación momentánea recorría toda aquella multitud, y mientras sonaban las campanas notábase que los más vehementes palidecían y los más sensatos pasábanse las manos por la frente, pareciendo sumirse en meditación o en un sueño febril. Pero una vez desaparecía por completo el eco, una ligera hilaridad circulaba por toda la reunión. Los músicos mirábanse entre sí y reíanse de sus nervios y de su locura, y jurábanse en voz baja unos a otros que la próxima vez que sonaran las campanadas no sentirían la misma impresión. Y luego, cuando después de la fuga de los sesenta minutos que comprenden los tres mil seiscientos segundos de la hora desaparecida, cuando llegaba una nueva campanada del reloj fatal, se producía el mismo estremecimiento, el mismo escalofrío y el mismo sueño febril.

Pero, a pesar de todo esto, la orgía continuaba alegre y magnífica. El gusto del duque era muy singular. Tenía una vista segura por lo que se refiere a colores y efectos. Despreciaba el decora de moda. Sus proyectos eran temerarios y salvajes, y sus concepciones brillaban con un esplendor bárbaro. Muchas gentes lo consideraban loco. Sus cortesanos sabían perfectamente que no lo era. Sin embargo, era preciso oírlo, verlo, tocarlo, para asegurarse de que no lo estaba.

En ocasión de esta gran fête, había dirigido gran parte de la decoración de los muebles, y su gusto personal había dirigido el estilo de los disfraces. No hay duda de que eran concepciones grotescas. Era deslumbrador, brillante. Había cosas chocantes y cosas fantásticas, mucho de lo que después se ha visto en “Hernani”. Había figuras arabescas, con miembros y aditamentos inapropiados.

Delirantes fantasías, atavíos como de loco. Había mucho de lo bello, mucho de lo licencioso, mucho de lo bizarre, algo de lo terrible y no poco de lo que podría haber producido repugnancia.

De un lado a otro de las siete salas pavoneábase una muchedumbre de pesadilla. Y esa multitud —la pesadilla— contorsionábase en todos sentidos, tiñéndose del color de los salones, haciendo que la música pareciera el eco de sus propios pasos.

De pronto, repica de nuevo el reloj de ébano que se encuentra en el salón de terciopelo. Por un instante queda entonces todo parado; todo guarda silencio, excepto la voz del reloj. Las figuras de pesadilla quédanse yertas, paradas. Pero los ecos de la campana se van desvaneciendo. No han durado sino un instante, y, apenas han desaparecido, una risa leve mal reprimida se cierne por todos lados. Y una vez más, la música suena, vive en los ensueños.

De un lado a otro, retuércense más alegremente que nunca, reflejando el color de las ventanas distintamente teñidas y a través de las cuales fluyen los rayos de los trípodes. Pero en el salón más occidental de los siete no hay ahora máscara ninguna que se atreva a entrar, porque la noche va transcurriendo. Allí se derrama una luz más roja a través de los cristales color de sangre, y la oscuridad de las cortinas teñidas de negro es aterradora. Y a los que pisan la negra alfombra llégales del cercano reloj de ébano un más pesado repique, más solemnemente acentuado que el que hiere los oídos de las máscaras que se divierten en las salas más apartadas.

Pero en estas otras salas había una densa muchedumbre. En ellas latía febrilmente el corazón de la vida. La fiesta llegaba a su pleno arrebato cuando, por último, sonaron los tañidos de medianoche en el reloj. Y, entonces, la música cesó, como ya he dicho, y apaciguáronse las evoluciones de los danzarines. Y, como antes, se produjo una angustiosa inmovilidad en todas las cosas.

Pero el tañido del reloj había de reunir esta vez doce campanadas. Por esto ocurrió tal vez, que, con el mayor tiempo, se insinuó en las meditaciones de los pensativos que se encontraban entre los que se divertían mayor cantidad de pensamientos. Y, quizá por lo mismo, varias personas entre aquella muchedumbre, antes que se hubiesen ahogado en el silencio los postreros ecos de la última campanada, habían tenido tiempo para darse cuenta de la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie, Y al difundirse en un susurro el rumor de aquella nueva intrusión, se suscitó entre todos los concurrentes un cuchicheo o murmullo significativo de asombro y desaprobación. Y luego, finalmente, el terror, el pavor y el asco.

En una reunión de fantasmas como la que he descrito puede muy bien suponerse que ninguna aparición ordinaria hubiera provocado una sensación como aquélla. A decir verdad, la libertad carnavalesca de aquella noche era casi ilimitada. Pero el personaje en cuestión había superado la extravagancia de un Herodes y los límites complacientes, no obstante, de la moralidad equívoca e impuesta por el príncipe. En los corazones de los hombres más temerarios hay cuerdas que no se dejan tocar sin emoción. Hasta en los más depravados, en quienes la vida y la muerte son siempre motivo de juego, hay cosas con las que no se puede bromear. Toda la concurrencia pareció entonces sentir profundamente lo inadecuado del traje y de las maneras del desconocido.

El personaje era alto y delgado, y estaba envuelto en un sudario que lo cubría de la cabeza a los pies.

La máscara que ocultaba su rostro representaba tan admirablemente la rígida fisonomía de un cadáver, que hasta el más minucioso examen hubiese descubierto con dificultad el artificio. Y, sin embargo, todos aquellos alegres locos hubieran soportado, y tal vez aprobado aquella desagradable broma. Pero la máscara había llegado hasta el punto de adoptar el tipo de la «Muerte Roja». Sus vestiduras estaban manchadas de sangre, y su ancha frente, así como sus demás facciones, se encontraban salpicadas con el horror escarlata.

Cuando los ojos del príncipe Próspero se fijaron en aquella figura espectral (que con pausado y solemne movimiento, como para representar mejor su papel, pavoneábase de un lado a otro entre los que bailaban), se le vio, en el primer momento, conmoverse por un violento estremecimiento de terror y de asco. Pero, un segundo después, su frente enrojeció de ira.

—¿Quién se atreve —preguntó con voz ronca a los cortesanos que se hallaban junto a él—, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfema? ¡Apoderaos de él y desenmascararse, para que sepamos a quién hemos de ahorcar en nuestras almenas al salir el sol!.

Ocurría esto en el salón del Este, o cámara azul, donde hallábase el príncipe Próspero al pronunciar estas palabras. Resonaron claras y potentes a través de los siete salones, pues el príncipe era un hombre impetuoso y fuerte, y la música había cesado a un ademán de su mano.

Ocurría esto en la cámara azul, donde hallábase el príncipe rodeado de un grupo de pálidos cortesanos. Al principio, mientras hablaba, hubo un ligero movimiento de avance de este grupo hacia el intruso, que, en tal instante, estuvo también al alcance de sus manos, y que ahora, con paso tranquilo y majestuoso, acercábase cada vez más al príncipe. Pero por cierto terror indefinido, que la insensata arrogancia del enmascarado había inspirado a toda la concurrencia, nadie hubo que pusiera mano en él para prenderle, de tal modo que, sin encontrar obstáculo alguno, pasó a una yarda del príncipe, y mientras la inmensa asamblea, como obedeciendo a un mismo impulso, retrocedía desde el centro de la sala hacia las paredes, él continuó sin interrupción su camino, con aquel mismo paso solemne y mesurado que le había distinguido desde su aparición, pasando de la cámara azul a la purpúrea, de la purpúrea a la verde, de la verde a la anaranjada, de ésta a la blanca, y llegó a la de color violeta antes de que se hubiera hecho un movimiento decisivo para detenerle.

Sin embargo, fue entonces cuando el príncipe Próspero, exasperado de ira y vergüenza por su momentánea cobardía, se lanzó precipitadamente a través de las seis cámaras, sin que nadie lo siguiera a causa del mortal terror que de todos se había apoderado. Blandía un puñal desenvainado, y se había acercado impetuosamente a unos tres o cuatro pies de aquella figura que se batía en retirada, cuando ésta, habiendo llegado al final del salón de terciopelo, volvióse bruscamente e hizo frente a su perseguidor. Sonó un agudo grito y la daga cayó relampagueante sobre la fúnebre alfombra, en la cual, acto seguido, se desplomó, muerto, el príncipe Próspero.

Entonces, invocando el frenético valor de la desesperación, un tropel de máscaras se precipitó a un tiempo en la negra estancia, y agarrando al desconocido, que manteníase erguido e inmóvil como una gran estatua a la sombra del reloj de ébano, exhalaron un grito de terror inexpresable, viendo que bajo el sudario y la máscara de cadáver que habían aferrado con energía tan violenta no se hallaba forma tangible alguna.

Y, entonces, reconocieron la presencia de la «Muerte Roja», Había llegado como un ladrón en la noche, y, uno por uno, cayeron los alegres libertinos por las salas de la orgía, inundados de un rocío sangriento. Y cada uno murió en la desesperada postura de su caída.

Y la vida del reloj de ébano extinguióse con la del último de aquellos licenciosos. Y las llamas de los trípodes se extinguieron. Y la tiniebla, y la ruina, y la «Muerte Roja» tuvieron sobre todo aquello ilimitado dominio.

F I N

Gracias a mi amigo Snake de bloodgothic por esta historia.

Los amados muertos // H.P. Lovecraft y C.M. Eddy

Es media noche. Antes del alba darán conmigo y me encerrarán en una celda negra, donde languideceré interminablemente, mientras insaciables deseos roen mis entrañas y consumen mi corazón, hasta ser al fin uno con los muertos que amo.

Mi asiento es la fétida fosa de una vetusta tumba; mi pupitre, el envés de una lápida caída y desgastada por los siglos implacables; mi única luz es la de las estrellas y la de una angosta media luna, aunque puedo ver tan claramente como si fuera mediodía. A mi alrededor, como sepulcrales centinelas guardando descuidadas tumbas, las inclinadas y decrépitas lápidas yacen medio ocultas por masas de nauseabunda maleza en descomposición. Y sobre todo, perfilándose contra el enfurecido cielo, un solemne monumento alza su austero capitel ahusado, semejando el espectral caudillo de una horda fantasmal. El aire está enrarecido por el nocivo olor de los hongos y el hedor de la húmeda tierra mohosa, pero para mí es el aroma del Elíseo. Todo es quietud -terrorífica quietud-, con un silencio cuya intensidad promete lo solemne y lo espantoso.

De haber podido elegir mi morada, lo hubiera hecho en alguna ciudad de carne en descomposición y huesos que se deshacen, pues su proximidad brinda a mi alma escalofríos de éxtasis, acelerando la estancada sangre en mis venas y forzando a latir mi lánguido corazón con júbilo delirante... ¡Porque la presencia de la muerte es vida para mí!

Mi temprana infancia fue de una larga, prosaica y monótona apatía. Sumamente ascético, descolorido, pálido, enclenque y sujeto a prolongados raptos de mórbido ensimismamiento, fui relegado por los muchachos saludables y normales de mi propia edad. Me tildaban de aguafiestas y "vieja" porque no me interesaban los rudos juegos infantiles que ellos practicaban, o porque no poseía el suficiente vigor para participar en ellos, de haberlo deseado.

Como todas las poblaciones rurales, Fenham tenía su cupo de chismosos de lengua venenosa. Sus imaginaciones maldicientes achacaban mi temperamento letárgico a alguna anormalidad aborrecible; me comparaban con mis padres agitando la cabeza con ominosa duda en vista de la gran diferencia. Algunos de los más supersticiosos me señalaban abiertamente como un niño cambiado por otro, mientras que otros, que sabían algo sobre mis antepasados, llamaban la atención sobre rumores difusos y misteriosos acerca de un tíotatarabuelo que había sido quemado en la hoguera por nigromante.

De haber vivido en una ciudad más grande, con mayores oportunidades para encontrar amistades, quizás hubiera superado esta temprana tendencia al aislamiento.

Cuando llegué a la adolescencia, me torné aún más sombrío, morboso y apático. Mi vida carecía de alicientes. Me parecía ser preso de algo que ofuscaba mis sentidos, trababa mi desarrollo, entorpecía mis actividades y me sumía en una inexplicable insatisfacción. Tenía dieciséis años cuando acudí a mi primer funeral. Un sepelio en Fenham era un suceso de primer orden social, ya que nuestra ciudad era señalada por la longevidad de sus habitantes. Cuando, además, el funeral era el de un personaje tan conocido como mi abuelo, podía asegurarse que el pueblo entero acudiría en masa para rendir el debido homenaje a su memoria. Pero yo no contemplaba la próxima ceremonia con interés ni siquiera latente. Cualquier asunto que tendiera a arrancarme de mi inercia habitual sólo representaba para mí una promesa de inquietudes físicas y mentales. Cediendo ante las presiones de mis padres, y tratando de hurtarme a sus cáusticas condenas sobre mi actitud poco filial, convine en acompañarles. No hubo nada fuera de lo normal en el funeral de mi abuelo salvo la voluminosa colección de ofrendas florales; pero esto, recuerdo, fue mi iniciación en los solemnes ritos de tales ocasiones.

Algo en la estancia oscurecida, el ovalado ataúd con sus sombrías colgaduras, los apiñados montones de fragantes ramilletes, las demostraciones de dolor por parte de los ciudadanos congregados, me arrancó de mi normal apatía y captó mi atención. Saliendo de mi momentáneo ensueño merced a un codazo de mi madre, la seguí por la estancia hasta el féretro donde yacía el cuerpo de mi abuelo.

Por primera vez, estaba cara a cara con la Muerte. Observé el rostro sosegado y surcado por infinidad de arrugas, y no vi nada que causara demasiado pesar. Al contrario, me pareció que el abuelo estaba inmensamente contento, plácidamente satisfecho. Me sentí sacudido por algún extraño y discordante sentido de regocijo. Tan suave, tan furtivamente me envolvió que apenas puedo determinar su llegada. Mientras rememoro lentamente ese instante portentoso, me parece que debe haberse originado con mi primer vistazo a la escena del funeral, estrechando silenciosamente su cerco con sutil insidia. Una funesta y maligna influencia que parecía provenir del cadáver mismo me aferraba con magnética fascinación. Mi mismo ser parecía cargado de electricidad estática y sentí mi cuerpo tensarse involuntariamente. Mis ojos intentaban traspasar los párpados cerrados del difunto y leer el secreto mensaje que ocultaban. Mi corazón dio un repentino salto de júbilo impío batiendo contra mis costillas con fuerza demoníaca, como tratando de librarse de las acotadas paredes de mi caja torácica.

Una salvaje y desenfrenada sensualidad complaciente me envolvió. Una vez más, el vigoroso codazo maternal me devolvió a la actividad. Había llegado con pies de plomo hasta el ataúd tapizado de negro, me alejé de él con vitalidad recién descubierta.

Acompañé al cortejo hasta el cementerio con mi ser físico inundado de místicas influencias vivificantes. Era como si hubiera bebido grandes sorbos de algún exótico elixir... alguna abominable poción preparada con las blasfemas fórmulas de los archivos de Belial. La población estaba tan volcada en la ceremonia que el radical cambio de mi conducta pasó desapercibido para todos, excepto para mi padre y mi madre; pero en la quincena siguiente, los chismosos locales encontraron nuevo material para sus corrosivas lenguas en mi alterado comportamiento. Al final de la quincena, no obstante, la potencia del estímulo comenzó a perder efectividad. En uno o dos días había vuelto por completo a mi languidez anterior, aunque no era la total y devoradora insipidez del pasado. Antes, había una total ausencia del deseo de superar la inactividad; ahora, vagos e indefinidos desasosiegos me turbaban. De puertas afuera, había vuelto a ser el de siempre, y los maldicientes buscaron algún otro sujeto más propicio. Ellos, de haber siquiera soñado la verdadera causa de mi reanimación, me hubieran rehuido como a un ser leproso y obsceno.

Yo, de haber adivinado el execrable poder oculto tras mi corto periodo de alegría, me habría aislado para siempre del resto del mundo, pasando mis restantes años en penitente soledad.

Las tragedias vienen a menudo de tres en tres, de ahí que, a pesar de la proverbial longevidad de mis conciudadanos, los siguientes cinco años me trajeron la muerte de mis padres. Mi madre fue la primera, en un accidente de la naturaleza más inesperada, y tan genuino fue mi pesar que me sentí sinceramente sorprendido de verlo burlado y contrarrestado por ese casi perdido sentimiento de supremo y diabólico éxtasis. De nuevo mi corazón brincó salvajemente, otra vez latió con velocidad galopante enviando la sangre caliente a recorrer mis venas con meteórico fervor. Sacudí de mis hombros el fatigoso manto de inacción, sólo para reemplazarlo por la carga, infinitamente más horrible, del deseo repugnante y profano. Busqué la cámara mortuoria donde yacía el cuerpo de mi madre, con el alma sedienta de ese diabólico néctar que parecía saturar el aire de la estancia oscurecida.

Cada inspiración me vivificaba, lanzándome a increíbles cotas de seráfica satisfacción. Ahora sabía que era como el delirio provocado por las drogas y que pronto pasaría, dejándome igualmente ávido de su poder maligno; pero no podía controlar mis anhelos más de lo que podía deshacer los nudos gordianos que ya enmarañaban la madeja de mi destino.

Demasiado bien sabía que, a través de alguna extraña maldición satánica, la muerte era la fuerza motora de mi vida, que había una singularidad en mi constitución que sólo respondía a la espantosa presencia de algún cuerpo sin vida. Pocos días más tarde, frenético por la bestial intoxicación de la que la totalidad de mi existencia dependía, me entrevisté con el único enterrador de Fenham y le pedí que me admitiera como aprendiz.

El golpe causado por la muerte de mi madre había afectado visiblemente a mi padre. Creo que de haber sacado a relucir una idea tan trasnochada como la de mi empleo en otra ocasión, la hubiera rechazado enérgicamente. En cambio, agitó la cabeza aprobadoramente, tras un momento de sobria reflexión. ¡Qué lejos estaba de imaginar que sería el objeto de mi primera lección práctica!.

También él murió bruscamente, por culpa de alguna afección cardiaca insospechada hasta el momento. Mi octogenario patrón trató por todos los medios de disuadirme de realizar la inconcebible tarea de embalsamar su cuerpo, sin detectar el fulgor entusiasta de mis ojos cuando finalmente logré que aceptara mi condenable punto de vista. No creo ser capaz de expresar los reprensibles, los desquiciados pensamientos que barrieron en tumultuosas olas de pasión mi desbocado corazón mientras trabajaba sobre aquel cuerpo sin vida.

Amor sin par era la nota clave de esos conceptos, un amor más grande -con mucho- que el que más hubiera sentido hacia él cuando estaba vivo.

Mi padre no era un hombre rico, pero había poseído bastantes bienes mundanos como para ser lo suficientemente independiente. Como su único heredero, me encontré en una especie de paradójica situación. Mi temprana juventud había sido un fracaso total en cuanto a prepararme para el contacto con el mundo moderno; pero la sencilla vida de Fenham, con su cómodo aislamiento, había perdido sabor para mí. Por otra parte, la longevidad de sus habitantes anulaba el único motivo que me había hecho buscar empleo.

La venta de los bienes me proveyó de un medio fácil de asegurarme la salida y me trasladé a Bayboro, una ciudad a unos 50 kilómetros. Aquí, mi año de aprendizaje me resultó sumamente útil. No tuve problemas para lograr una buena colocación como asistente de la Corporación Gresham, una empresa que mantenía las mayores pompas fúnebres de la ciudad. Incluso logré que me permitieran dormir en los establecimientos... porque ya la proximidad de la muerte estaba convirtiéndose en una obsesión.

Me apliqué a mi tarea con celo inusitado. Nada era demasiado horripilante para mi impía sensibilidad, y pronto me convertí en un maestro en mi oficio electo.

Cada cadáver nuevo traído al establecimiento significaba una promesa cumplida de impío regocijo, de irreverentes gratificaciones, una vuelta al arrebatador tumulto de las arterias que transformaba mi hosco trabajo en devota dedicación... aunque cada satisfacción carnal tiene su precio. Llegué a odiar los días que no traían muertos en los que refocilarme, y rogaba a todos los dioses obscenos de los abismos inferiores para que dieran rápida y segura muerte a los residentes de la ciudad.

Llegaron entonces las noches en que una sigilosa figura se deslizaba subrepticiamente por las tenebrosas calles de los suburbios; noches negras como boca de lobo, cuando la luna de la medianoche se oculta tras pesadas nubes bajas. Era una furtiva figura que se camuflaba con los árboles y lanzaba esquivas miradas sobre su espalda; una silueta empeñada en alguna misión maligna. Tras una de esas noches de merodeo, los periódicos matutinos pudieron vocear a su clientela ávida de sensación los detalles de un crimen de pesadilla; columna tras columna de ansioso morbo sobre abominables atrocidades; párrafo tras párrafo de soluciones imposibles, y sospechas contrapuestas y extravagantes.

Con todo, yo sentía una suprema sensación de seguridad, pues ¿quién, por un momento, recelaría que un empleado de pompas fúnebres -donde la Muerte presumiblemente ocupa los asuntos cotidianos- abandonaría sus indescriptibles deberes para arrancar a sangre fría la vida de sus semejantes? Planeaba cada crimen con astucia demoníaca, variando el método de mis asesinatos para que nadie los supusiera obra de un solo par de manos ensangrentadas. El resultado de cada incursión nocturna era una extática hora de placer, pura y perniciosa; un placer siempre aumentado por la posibilidad de que su deliciosa fuente fuera más tarde asignada a mis deleitados cuidados en el curso de mi actividad habitual. De cuando en cuando, ese doble y postrer placer tenía lugar...¡Oh, recuerdo escaso y delicioso!

Durante las largas noches en que buscaba el refugio de mi santuario, era incitado por aquel silencio de mausoleo a idear nuevas e indecibles formas de prodigar mis afectos a los muertos que amaba...¡los muertos que me daban vida!

Una mañana, el señor Gresham acudió mucho más temprano de lo habitual... llegó para encontrarme tendido sobre una fría losa, hundido en un sueño monstruoso, ¡con los brazos alrededor del cuerpo rígido, tieso y desnudo de un fétido cadáver! Con los ojos llenos de una mezcla de repugnancia y compasión, me arrancó de mis salaces sueños.

Educada pero firmemente, me indicó que debía irme, que mis nervios estaban alterados, que necesitaba un largo descanso de las repelentes tareas que mi oficio exige, que mi impresionable juventud estaba demasiado profundamente afectada por la funesta atmósfera del lugar. ¡Cuán poco sabía de los demoníacos deseos que espoleaban mi detestable anormalidad! Fui suficientemente juicioso como para ver que el responder sólo lo reafirmaría en su creencia de mi potencial locura... resultaba mucho mejor marcharse que invitarlo a descubrir los motivos ocultos tras mis actos.

Tras eso, no me atreví a permanecer mucho tiempo en un lugar por miedo a que algún acto abierto descubriera mi secreto a un mundo hostil. Vagué de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo. Trabajé en depósitos de cadáveres, rondé cementerios, hasta un crematorio... cualquier sitio que me brindara la oportunidad de estar cerca de la muerte que tanto anhelaba.

Entonces llegó la Guerra Mundial. Fui uno de los primeros en alistarme y uno de los últimos en volver, cuatro años de infernal osario ensangrentado... nauseabundo légamo de trincheras anegadas de lluvia... mortales explosiones de histéricas granadas... el monótono silbido de balas sardónicas... humeantes frenesíes de las fuentes del Flegeton1... letales humaredas de gases venenosos... grotescos restos de cuerpos aplastados y destrozados... cuatro años de trascendente satisfacción.

En cada vagabundo hay una latente necesidad de volver a los lugares de su infancia. Unos pocos meses más tarde, me encontré recorriendo los familiares y apartados caminos de Fenham. Deshabitadas y ruinosas granjas se alineaban junto a las cunetas, mientras que los años habían deparado un retroceso igual en la propia ciudad. Apenas había un puñado de casas ocupadas, aunque entre ellas estaba la que una vez yo considerara mi hogar. El sendero descuidado e invadido por malas hierbas, las persianas rotas, los incultos terrenos de detrás, todo era una muda confirmación de las historias que había obtenido con ciertas indagaciones: que ahora cobijaba a un borracho disoluto que arrastraba una mísera existencia con las faenas que le encomendaban algunos vecinos, por simpatía hacia la maltratada esposa y el mal nutrido hijo que compartían su suerte. Con todo esto, el encanto que envolvía los ambientes de mi juventud había desaparecido totalmente; así, acuciado por algún temerario impulso errante, volví mis pasos a Bayboro.

Aquí, también los años habían traído cambios, aunque en sentido inverso. La pequeña ciudad de mis recuerdos casi había duplicado su tamaño a pesar de su despoblamiento en tiempo de guerra. Instintivamente busqué mi primitivo lugar de trabajo, descubriendo que aún existía, pero con nombre desconocido y un "Sucesor de" sobre la puerta, puesto que la epidemia de gripe había hecho presa del señor Gresham, mientras que los muchachos estaban en ultramar.

Alguna fatídica disposición me hizo pedir trabajo. Comenté mi aprendizaje bajo el señor Gresham con cierto recelo, pero se había llevado a la tumba el secreto de mi poco ética conducta. Una oportuna vacante me aseguró la inmediata recolocación.

Entonces volvieron erráticos recuerdos sobre noches escarlatas de impíos peregrinajes y un incontrolable deseo de reanudar aquellos ilícitos placeres. Hice a un lado la precaución, lanzándome a otra serie de condenables desmanes. Una vez más, la prensa amarilla dio la bienvenida a los diabólicos detalles de mis crímenes, comparándolos con las rojas semanas de horror que habían pasmado a la ciudad años atrás. Una vez más la policía lanzó sus redes, sacando entre sus enmarañados pliegues... ¡nada!

Mi sed del nocivo néctar de la muerte creció hasta ser un fuego devastador, y comencé a acortar los períodos entre mis odiosas explosiones. Comprendí que pisaba suelo resbaladizo, pero el demoníaco deseo me aferraba con torturantes tentáculos y me obligaba a proseguir.

Durante todo este tiempo, mi mente estaba volviéndose progresivamente insensible a cualquier otra influencia que no fuera la satisfacción de mis enloquecidos anhelos. Dejé deslizar, en alguna de esas maléficas escapadas, pequeños detalles de vital importancia para identificarme. De cierta forma, en algún lugar, dejé una pequeña pista, un rastro fugitivo, detrás... no lo bastante como para ordenar mi arresto, pero sí lo suficiente como para volver la marea de sospechas en mi dirección. Sentía el espionaje, pero aun así era incapaz de contener la imperiosa demanda de más muerte para acelerar mi enervado espíritu.

Enseguida llegó la noche en que el estridente silbato de la policía me arrancó de mi demoníaco solaz sobre el cuerpo de mi postrer víctima, con una ensangrentada navaja todavía firmemente asida. Con un ágil movimiento, cerré la hoja y la guardé en el bolsillo de mi chaqueta. Las porras de la policía abrieron grandes brechas en la puerta. Rompí la ventana con una silla, agradeciendo al destino haber elegido uno de los distritos más pobres como morada. Me descolgué hasta un callejón mientras las figuras vestidas de azul irrumpían por la destrozada puerta. Huí saltando inseguras vallas, a través de mugrientos patios traseros, cruzando míseras casas destartaladas, por estrechas calles mal iluminadas. Inmediatamente, pensé en los boscosos pantanos que se alzaban más allá de la ciudad, extendiéndose unos 60 kilómetros hasta alcanzar loa arrabales de Fenham. Si podía llegar a esa meta, estaría temporalmente a salvo. Antes del alba me había lanzado de cabeza por el ansiado despoblado, tropezando con los podridos troncos de árboles moribundos cuyas ramas desnudas se extendían como brazos grotescos tratando de estorbarme con su burlón abrazo.

Los diablos de las funestas deidades a quienes había ofrecido mis idólatras plegarias debían haber guiado mis pasos hacia aquella amenazadora ciénaga.

Una semana más tarde, macilento, empapado y demacrado, rondaba por los bosques a kilómetro y medio de Fenham. Había eludido por fin a mis perseguidores, pero no osaba mostrarme, a sabiendas de que la alarma debía haber sido radiada. Tenía remota la esperanza de haberlos hecho perder el rastro. Tras la primera y frenética noche, no había oído sonido de voces extrañas ni los crujidos de pesados cuerpos entre la maleza. Quizás habían decidido que mi cuerpo yacía oculto en alguna charca o se había desvanecido para siempre entre los tenaces cenagales.

El hambre roía mis tripas con agudas punzadas, y la sed había dejado mi garganta agotada y reseca. Pero, con mucho, lo peor era el insoportable hambre de mi famélico espíritu, hambre del estímulo que sólo encontraba en la proximidad de los muertos. Las ventanas de mi nariz temblaban con dulces recuerdos. No podía engañarme demasiado con el pensamiento de que tal deseo era un simple capricho de la imaginación. Sabía que era parte integral de la vida misma, que sin ella me apagaría como una lámpara vacía. Reuní todas mis restantes energías para aplicarme en la tarea de satisfacer mi inicuo apetito. A pesar del peligro que implicaban mis movimientos, me adelanté a explorar contorneando las protectoras sombras como un fantasma obsceno. Una vez más sentí la extraña sensación de ser guiado por algún invisible acólito de Satanás.

Y aun mi alma endurecida por el pecado se agitó durante un instante al encontrarme ante mi domicilio natal, el lugar de mi retiro de juventud.

Luego, esos inquietantes recuerdos pasaron. En su lugar llegó el ávido y abrumador deseo. Tras las podridas cercas de esa vieja casa aguardaba mi presa. Un momento más tarde había alzado una de las destrozadas ventanas y me había deslizado por el alféizar. Escuché durante un instante, con los sentidos alerta y los músculos listos para la acción. El silencio me recibió. Con pasos felinos recorrí las familiares estancias, hasta que unos ronquidos estentóreos me indicaron el lugar donde encontraría remedio a mis sufrimientos. Me permití un vistazo de éxtasis anticipado mientras franqueaba la puerta de la alcoba. Como una pantera, me acerqué a la tendida forma sumida en el estupor de la embriaguez. La mujer y el niño -¿dónde estarían?-, bueno, podían esperar. Mis engarfiados dedos se deslizaron hacia su garganta...

Horas más tarde volvía a ser el fugitivo, pero una renovada fortaleza robada era mía. Tres silenciosos cuerpos dormían para no despertar. No fue hasta que la brillante luz del día invadió mi escondrijo que visualicé las inevitables consecuencias de la temeraria obtención de alivio. En ese tiempo los cuerpos debían haber sido descubiertos. Aun el más obtuso de los policías rurales seguramente relacionaría la tragedia con mi huida de la ciudad vecina. Además, por primera vez había sido lo bastante descuidado como para dejar alguna prueba tangible de identidad... las huellas dactilares en las gargantas de mis recientes víctimas. Durante todo el día temblé preso de aprensión nerviosa. El simple chasquido de una ramita seca bajo mis pies conjuraba inquietantes imágenes mentales. Esa noche, al amparo de la oscuridad protectora, bordeé Fenham y me interné en los bosques de más allá. Antes del alba tuve el primer indicio definido de la renovada persecución... el distante ladrido de los sabuesos.

Me apresuré a través de la larga noche, pero durante la mañana pude sentir cómo mi artificial fortaleza menguaba. El mediodía trajo, una vez más, la persistente llamada de la perturbadora maldición y supe que me derrumbaría de no volver a experimentar la exótica intoxicación que sólo llegaba en la proximidad de mis adorados muertos. Había viajado en un amplio semicírculo. Si me esforzaba en línea recta, la medianoche me encontraría en el cementerio donde había enterrado a mis padres años atrás. Mi única esperanza, lo sabía, residía en alcanzar esta meta antes de ser capturado. Con un silencioso ruego a los demonios que dominaban mi destino, me volví encaminando mis pasos en la dirección de mi último baluarte.

¡Dios! ¿Pueden haber pasado escasas doce horas desde que partí hacia mi espectral santuario? He vivido una eternidad en cada pesada hora. Pero he alcanzado una espléndida recompensa ¡El nocivo aroma de este descuidado paraje es como incienso para mi doliente alma!

Los primeros reflejos del alba clarean en el horizonte. ¡Vienen! ¡Mis agudos oídos captan el todavía lejano aullido de los perros! Es cuestión de minutos para que me encuentren y me aparten para siempre del resto del mundo, ¡para perder mis días en anhelos desesperados, hasta que al final sea uno con los muertos que amo!

¡No me cogerán! ¡Hay una puerta de escape abierta! Una elección de cobarde, quizás, pero mejor -mucho mejor- que los interminables meses de indescriptible miseria. Dejaré esta relación tras de mí para que algún alma pueda quizás entender por qué hice lo que hice.

¡La navaja de afeitar! Aguardaba olvidada en mi bolsillo desde mi huida de Bayboro. Su hoja ensangrentada reluce extrañamente en la menguante luz de la angosta luna. Un rápido tajo en mi muñeca izquierda y la liberación está asegurada... cálida, la sangre fresca traza grotescos dibujos sobre las carcomidas y decrépitas lápidas... hordas fantasmales se apiñan sobre las tumbas en descomposición... dedos espectrales me llaman por señas... etéreos fragmentos de melodías no escritas en celestial crescendo... distantes estrellas danzan embriagadoramente en demoníaco acompañamiento... un millar de diminutos martillos baten espantosas disonancias sobre yunques en el interior de mi caótico cerebro... fantasmas grises de asesinados espíritus desfilan ante mí en silenciosa burla... abrasadoras lenguas de invisible llama estampan la marca del Infierno en mi alma enferma... no puedo... escribir... más...

FIN

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