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viernes, 20 de junio de 2008

El espectro del novio - Relato de un viajero // Washington Irving

No hallaré el descanso en mi posada Falstaff1

Durante un viaje que hice cierta vez por los Países Bajos, llegué una noche a la
Pomme d'Or2, el mejor hostal de una pequeña villa flamenca. Lo hice pasada la hora
convenida para la table d'hôte3, por lo que me vi obligado a cenar a solas los restos
del menú que me sirvieron. Hacía un frío espantoso. Tomé asiento al fondo de un
amplio comedor a la sazón vacío; acaso angustiado por aquella soledad, por aquel
silencio que me hacía tener la sensación de que había llegado a un lugar solitario,
pedí al posadero algo que leer, y el buen hombre, prestamente, me ofreció cuanto
componía la biblioteca de su casa y pensión: una Biblia familiar holandesa y un
almanaque escrito en la misma lengua, pero también unos cuantos periódicos
parisinos atrasados... Me entretenía en la lectura de alguno de aquellos periódicos
atrasados cuando llegaron hasta mis oídos unas risas que parecían originarse en la
cocina del hostal. Cualquiera que haya viajado por el continente sabe lo muy
importante que resulta para el viajero llegar a un lugar en el que las cocinas sean
alegres; sobre todo, en circunstancias como la mía, con un tiempo de perros, cuando
más necesario se hace el calor en todos los sentidos... Dejé a un lado, pues, el
periódico que leía, y me levanté con ánimo de hacer una incursión, más o menos
profunda, allá por donde estaba la cocina del hostal, pues la verdad es que me hacía
franca ilusión encontrarme con gente que riera con tantas ganas. Vi allí, reunidos al
amor del fuego de los fogones, a varios viajeros que habían arribado al hostal antes
que yo, a hora prudencial, pues, en una diligencia; estaban en animada charla con las
personas que se encargaban de cocinar para la clientela del Pomme d'Or. Estaban,
como he dicho, sentados alrededor de uno de los fogones, que parecía un altar ante el
que se hubiera congregado una comunidad, aun pequeña, de fieles; había sobre el
fogón, en la pared, cacharros de cocina y una vajilla completa y reluciente, en la que
destacaba un juego de té presto para el servicio. Una lámpara de aceite, grande y de
cristal reluciente, daba luz a los que allí charlaban y reían, arrojando sus sombras
descomunales contra las paredes de la amplia cocina. Bajo aquella amarillenta luz de
la lámpara sólo aparecía bien iluminada la escena que mostraba a esas personas,
permaneciendo el resto de la cocina en una penumbra atrayente, que sugería
placidez e intimidad. Una hermosa flamenca, con largos pendientes dorados en sus
orejas y con un pequeño corazón, igualmente dorado, pendiente de su cuello por una
cadenita, parecía la sacerdotisa que oficiaba el rito de la reunión ante aquel fogón

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1 Sir John Falstaff (1378-1459), célebre marino, amigo y compañero de Enrique V de
Inglaterra en sus correrías guerreras y en sus francachelas. Shakespeare lo inmortalizó en
Henry IV y en The Merry Wives of Windsor, por sugerencia, en esta última obra, de la
reina Isabel I, quien según es fama dijo a Shakespeare que deseaba ver a Falstaff
enamorado. Irving, claro, cita a Shakespeare: no conoció a Falstaff Ni a Orson Wells, claro.
2 La Manzana de Oro.
3 Aquí, la hora de la cena, el menú de la casa.
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como un altar, en la cocina del hostal.
Varios de los allí presentes fumaban plácida y relajadamente sus pipas, con ese
especial regusto con que se saborea un buen tabaco aromático después de una
excelente cena, cuando ya comienza a desearse el caliente lecho para descansar. Ya he
dicho que se contaban anécdotas, y justo entré cuando uno de aquellos hombres
concluía la suya y empezaba un francés a referir otra... Era el francés un hombre de
cara larga y magra pero jovial, con enormes patillas, y comenzó a contar historias
galantes de las que, cómo no, había sido protagonista, entre el regocijo de las
muchachas flamencas de la cocina y las risas admiradas de los demás hombres allí
reunidos... Lo propio, en fin, de esos templos de la liberalidad y de la honesta
diversión que son las cocinas de los hostales cuando llega la noche.

Desde luego, no vi mejor ocasión de sacudirme el tedio, y como en realidad aún
no me apetecía irme a dormir, a despecho del cansancio, tomé asiento junto a los allí
congregados, procurando no hacer ruido. Escuché así varias historias más que
referían los viajeros, algunas de una increíble extravagancia y otras más verosímiles,
como ocurre en estos casos. Todas ellas, sin embargo, se me han borrado ya de la
memoria, a excepción de la que narró un hombre, que pido permiso para relatar...
Lamento no poder hacerlo con la vivacidad y convicción, empero, con que hizo su
relato aquel hombre, ni con su aire tan peculiar, ni con sus gestos tan apropiados...
Era un viejo suizo corpulento, que tenía la pinta del que ha viajado mucho. Vestía
decorosamente, muy pulcro y hasta elegante con su chaqueta verde de buen paño,
con sus calzones de cuero con peto igualmente de cuero protegiéndole el pecho, y
con sus medias de lana. Era muy corpulento, como ya he dicho, a pesar de su edad
proyecta, y gesticulante, con la mandíbula poderosa, de nariz aquilina, de ojos
grandes y chispeantes, rubios aún sus cabellos, a pesar de las canas que lucía, que le
caían crecidos sobre el cuello de un abrigo largo de terciopelo e igualmente verde,
esos abrigos que en realidad son una capa, prenda tan típica entre los viajeros que
recorren en invierno el continente. A veces lo interrumpían en su relato, bien las
preguntas de quienes escuchaban, sobre todo las preguntas de las muchachas, o bien
la llegaba de algún huésped aún más tardón que yo mismo, y él a todos atendía,
cordial, deferente, para seguir después a lo suyo con el mismo entusiasmo de antes...
Y alguna vez se interrumpía él mismo, con el pretexto de dar lumbre a su pipa, sin
duda para incrementar las ansias de quienes lo escuchábamos... Ni que decir tiene
que las muchachas, y en especial la flamenca rubicunda de los pendientes dorados, le
miraban con embeleso, como enamoradas.

Me gustaría que mis lectores se lo imaginaran con su pipa genuina de écume de
mer4, con su mentón poderoso, sentado en un sillón con todo su aire mundano
mientras refería aventuras, como sin importancia, que a todos sorprendían, con la
cabeza siempre alta, más que la de un gallo, y entornando a veces los ojos para
reafirmar un aspecto particularmente memorable de su relato, o mirando de reojo

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4 Espuma de mar.
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con ellos cuando el misterio tenía que ser aprensivo; así, acaso, la última historia que
contó, y que a continuación paso a referirles, les toque en el alma tan profundamente
como a mí me llegara.

En la cumbre de una de las alturas de Odenwald, país salvaje y romántico de la
Alta Germania, situado cerca de donde confluyen el Mosa y el Rin, se alzaba hace
muchos años el castillo del barón Von Landshort5. Ahora, por el tiempo en que
transcurre mi historia, se hallaba en ruinas y casi sepultado por un bosque de hayas y
de negros abetos; no obstante, la vieja torre que servía de punto de observación y
vigilancia más importante del castillo aún se elevaba por encima de los árboles, de
igual manera que el barón del que hablo se esforzaba en mantener su dominio sobre
los campesinos de la comarca.

El barón era un descendiente venido a menos de la gran familia de los
Katzenellenbogen6 y heredero de sus bienes y del orgullo que fue divisa de la estirpe.
Aunque el afán guerrero de sus antepasados había hecho que disminuyera el número
de sus propiedades, pretendía el barón, sin embargo, seguir dando muestras de una
opulencia infinita. Eran tiempos de paz y todos los nobles de Alemania habían
abandonado sus góticos torreones defensivos, colgados de las montañas como nidos
de águilas, para afincarse en los valles, lugares de común más placenteros y que
propician una existencia, por ello, más cómoda.

Tenía el barón una hija, su única descendiente; pero la naturaleza compensó no
haberle dado más que esa hija, haciendo de ella, en cambio, un prodigio, un dechado
de virtudes. Tanto sus primas como todas las nodrizas y comadres de la comarca
aseguraban al padre que no había en toda Germania quien pudiera rivalizar con ella
en belleza. ¿Quién mejor que ellas para aseverarlo? Había recibido la educación más
esmerada, siempre bajo la vigilancia de dos de sus tías, unas viejas solteronas que,
habiendo pasado varios años de su juventud en uno de los pequeños principados de
Alemania, estaban, por ello, versadas más que cumplidamente en todas las ramas del
saber, en todos los conocimientos precisos para instruir convenientemente a una
joven de abolengo y belleza tan notables como los de su sobrina. Por la virtud de los
consejos recibidos de sus tías, así, la hija del barón accedió a un grado sumo de
perfección espiritual. Aún no había dejado atrás sus maravillosos dieciocho años, y
ya hacía encantadores bordados y representaba escenas santas prodigiosas en los

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5 Humorada sarcástica de Irving: Landshort, tierra pequeña, o país pequeño, o principado
pequeño, en oposición al título de Landgraviate, propio de algunos principados de la
antigua Alemania
6 Mano de gato; en inglés, Cat's-Elbow. Pone Irving una nota en el original, según la cual tal
era el nombre de una familia muy poderosa en otro tiempo, llamada así por haberse
contado entre sus miembros una dama muy perspicaz y celebrada por su firmeza, que
impedía que le temblara la mano ante cualquier situación difícil o a la hora de castigar a
sus súbditos.
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telares, tan expresivas que se podía jurar al verlas que las ánimas del purgatorio
habían vuelto a la vida. Era capaz de leer, además, y sin mayores esfuerzos, lo mismo
libros religiosos que otros con las historias de caballeros andantes del Heldenbuch7.
Había hecho, en fin, grandes progresos en la escritura, con lo que ya era capaz de
escribir su nombre sin olvidarse de una sola letra; lo hacía de manera muy pulcra,
harto legible, a tal punto que sus tías podían leerlo sin necesidad de ponerse las
antiparras para tratar de adivinar cuál sería una u otra letra... Mas, muy
especialmente, sobresalía en artes tales como las de cuál era la danza del día, tocar en
el arpa distintos aires de la tierra, y también en el laúd, además de saberse de
memorias las más tiernas baladas de los Minnielieders8.

Las tías de la bella joven, que en sus años mozos habían sido, sin embargo,
mujeres coquetas y de virtud más que en entredicho, eran las personas más idóneas
para vigilar como auténticas cancerberas la conducta de su sobrina, pues no hay
dueña de una virtud tan rigurosa y de un decoro tan sobrio como una coqueta que se
quedó soltera... Raramente consentían que la bella se alejara de su vista y pocas veces
le permitían salir de las estancias del castillo sin que cayera sobre sus espaldas su
mirada. Sin cesar leían en voz alta, para que lo oyese bien la muchacha, tratados
sobre las conveniencias sociales y la obediencia pasiva. Y en lo que a los hombres
respecta, ¡ah, caramba!, le decían que jamás habría de consentir en mirarlos, salvo si
se hallaba a gran distancia de ellos, y en cualquier caso con tanta desconfianza y
prevención, que sin una autorización especial de ellas mismas no se hubiera atrevido
la pobre, jamás, a recrearse la vista en la contemplación del más bello doncel del
mundo... Eso, pues, mirar a un hombre, no, nunca, jamás... Tal atrevimiento, estaba
segura, le hubiera supuesto morir de inmediato a sus pies.

Pronto dieron sus frutos los rigores de aquella educación. La joven dama era un
perfecto ejemplo de morigeración y discreción. Mientras las demás muchachas de su
edad, cual flores mundanas que cada mano puede acariciar y tirar después,
marchitaban el brillo de su hermosura encantadora en los torbellinos del mundo y la
vida, nuestra modesta y encantadora virgen, tan hermosa, dirigida siempre por sus
virtuosas cancerberas, florecía como el botón de una rosa solitaria que se alza y abre
magnífica en su esplendor entre todas las espinas que la cercan. Sus tías, ni que
decirlo, la contemplaban más orgullosas de sí mismas que de su sobrina, y se decían
que aunque todas las demás jóvenes se alejaran del recto camino, gracias al cielo,
semejante baldón nunca caería sobre la hermosa heredera de los Katzenellenbogen.

Sin embargo, era el caso que, aunque el barón de Landshort no tenía más que

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7 Das Heldenbuch, o Libro de los héroes. Colección de romances sobre gestas caballerescas
germánicas del siglo XIII, sobre todo las de los héroes Hugdietrich, Ortnit y Wolfdietrich.
8 Canciones populares que se acompañaban con laúd. A pesar de su prosapia germánica, el
nombre deriva del hebreo minn, plural de men, que designa de manera genérica los
instrumentos de cuerda.
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aquella hija única, no por eso era menos numerosa su familia, pues había querido
darle la Providencia toda una legión de parientes sin fortuna, que, cual es de común
en todos aquellos parientes cuyo afecto conviene poco, mostraban una clara
disposición y hasta un cariño enorme hacia el barón, al que se sentían muy apegados,
y aprovechaban cualesquiera circunstancias para dejarse caer como un enjambre
sobre el castillo para darle muestras de su amor. Cada fiesta familiar era celebrada
por estas buenas gentes a costa del barón, y cuando ya habían comido y bebido hasta
reventar declaraban enternecidos que nada había sobre la faz de la tierra, y aun en
los cielos, como las deliciosas reuniones de familia que tanto les alegraban los
corazones.

El barón, a pesar de ser un hombre más bien bajo, tenía un alma elevada, cabe
decirlo así... Más aún, se tenía por el más grande hombre del pequeño mundo en que
vivía; tamaña convicción acerca de su superioridad sobre los demás le colmaba de
dicha. Por eso disfrutaba narrando larguísimas historias sobre las virtudes y el valor
de sus antepasados, cuyos antañones retratos, en las paredes del castillo, parecían
hacer guiños y muecas, de burla las más de las veces, a quienes los contemplaban, y
nadie le escuchaba con mayor benevolencia que quienes se sentaban invitados a su
mesa. Era además hombre muy dado a lo maravilloso y creía a pies juntillas en todos
esos cuentos fantásticos y hasta sobrenaturales que de común se refieren en las
montañas y en los valles de Germanía. La credulidad de sus huéspedes, sin embargo,
era aún más grande y sincera que la suya; oían cada historia maravillosa con los ojos
muy abiertos, tanto más que la boca, y nunca dejaban de admirarse de lo escuchado,
aunque fuese la centésima vez que se lo repetían... Así de a gusto vivía el barón de
Landshort, oráculo de su mesa, monarca absoluto de su pequeño imperio; dichoso y
feliz, sobre todo, creyéndose el hombre más sabio de su siglo.

Por el tiempo a que se refiere mi relato, se celebró en el castillo una gran
reunión de familia para tratar de un asunto de la mayor importancia: buscar un
marido conveniente a la hija del barón. A tales efectos habíase celebrado ya una
reunión entre el barón de Landshort y un viejo y noble caballero de Baviera, para
negociar acerca de la unión de las casas de ambos mediante el matrimonio de sus
hijos; incluso se habían iniciado ya los preparativos del casamiento con toda la
escrupulosidad que la empresa requería, aunque aún no se hubieran visto ni hablado
los futuros contrayentes... Se designó hasta el día para la ceremonia, por lo que se
cursó recado urgente al joven conde Von Altenburg, el futuro esposo, que servía en
los ejércitos imperiales, a fin de que se pusiera en camino para recibir la blanca y
pura mano de la hija del barón. Desde Würtzburg, donde había hecho noche,
llegaron al castillo cartas suyas anunciando en una el día, y en la otra la hora
aproximada, en que llegaría.

Todo el castillo se dispuso a darle la bienvenida adecuada. La novia se había
vestido para la ocasión con especial cuidado. Sus tías habían vigilado con
minuciosidad máxima su tocado, escogiendo cada adorno del vestido no sin
discutirlo largo rato, cosa que aprovechó la joven, dicho sea de paso, para seguir su
propio gusto, que, por ventura, era muy delicado.

Cabe decir que estaba todo lo hermosa que podía desear un esposo en agraz,
pues además la emoción de la espera hacía que le brillasen los ojos, y que lucieran
sus encantos todos, con un fulgor nuevo. El rubor que cubría su cara; las
palpitaciones de su seno, tibia y dulcemente agitado; sus ojos, de tanto en tanto
ensoñecidos, todo, en fin, proclamaba el tumulto de emociones que se había
despertado en su joven y tierno corazón. Sus tías, siempre a su lado, le daban graves
consejos sobre las maneras que debía observar, sobre las cosas que debía decir, para
dar al futuro esposo el recibimiento más honesto.

El barón no era ajeno a todas aquellas expectativas; aunque nada tenía que
hacer, pues ya se encargaban los demás de todo, su naturaleza de hombre inquieto le
hacía ir y venir de aquí para allá, entre criados y amas, exhortándoles a trabajar
duramente aunque no se concedieran un breve descanso, de forma tal que se le oía
zumbar en las habitaciones y en los patios, como esas moscas inclementes e
inoportunas que no hacen otra cosa que incomodarnos en los días del verano.

Mientras tanto, ya había sido sacrificada y dispuesta para los pucheros la
ternera más grande de cuantas tenía en la granja; ya por los bosques habían resonado
los gritos de alerta y victoria de los cazadores dedicados a cobrar exquisitas piezas;
ya estaba la cocina atiborrada de viandas para preparar; ya las bodegas rebosaban de
océanos de Rhein-Wein9 y hasta el gran tonel de Heidelberg10 prestó su contribución
a la fiesta... Todo, en fin, estaba dispuesto para recibir cual era debido hacerlo al
distinguido huésped, con tanto Sausy Braus11 como es propio de las normas de la
hospitalidad germana; pero el novio tan esperado no aparecía; pasaron horas y más
horas y no llegó.

El sol, cuyos rayos penetraban hasta lo más profundo de los ricos bosques de
Odenwald, acabó por derramar su luz sólo sobre las cumbres de la montaña. El
barón, desde la más alta torre de su castillo, se fatigaba la vista inútilmente mirando
en lontananza, ansioso por avistar al conde y su séquito. Una vez creyó verlo al fin; el
sonido de un cuerno, prolongado en el aire por los ecos del valle, resonó en sus oídos
y le alegró el corazón. Vio a lo lejos muchos hombres a caballo que avanzaban por el
camino... Mas apenas llegaron al pie de la montaña, tomaron de pronto una dirección

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9 Vino del Rin.
10 En el Estado de Baden, en la región del valle del Neckar, cervecera por excelencia. El
edificio más notable de la ciudad es el castillo de Königstuhl, del siglo XIII, que se alza
sobre una colina. En una de sus dependencias se conserva el famoso tonel de Heidelberg,
capaz de albergar el contenido de 283.229 botellas de litro.
11 Saus und Braus, del alemán medieval: significa vivir en la abundancia de los dones de la
tierra. En sentido figurado, comilona pantagruélica; en el sur, fiesta campesina en la que
abundan los productos de la región; en slang actual, reunión de triperos en el lenguaje
callejero berlinés de la droga, ponerse hasta arriba.
que desde luego no conducía al castillo.
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Se ocultó al fin el sol lentamente. A la tenue luz del crepúsculo, los murciélagos
empezaron a revolotear girando enloquecidos sobre su cabeza; el camino se hacía
cada vez más oscuro; ya no se veía ni oía a nadie; sólo, de vez en vez, a cualquier
labriego fatigado por la dura jornada que caminaba pesadamente hacia su choza.
Todos los que estaban en el castillo del barón mostraban una perplejidad
absoluta, cuando no gran inquietud... Mientras, en otro lugar de Odenwald,
acontecía en el mismo momento una escena al menos curiosa.

El joven conde Von Altenburg marchaba tranquilamente; iba al trote corto, sin
prisa, con esa satisfacción propia de un hombre que en breve tomará por esposa a
una bella y joven dama, cuando ya sus amistades lo han liberado de todas las trabas
y han disipado todas sus incertidumbres, propias, por lo demás, de quien se ve
obligado a hacer la corte. Estaba seguro el conde de que su futura esposa le esperaba
para ofrecerle una magnífica mesa con la que regalarse tras el largo camino. Mas
ocurrió que se había encontrado en Würtzburg con un compañero de armas, con el
que había servido algún tiempo atrás en la frontera. Herman Von Starkenfaust era
uno de los guerreros más fornidos, intrépidos y temibles de la caballería alemana.
Volvía ahora, ya licenciado, al castillo de su padre, no muy alejado del de Landshort,
aunque hay que mencionar que una antigua querella mantenía aún, por aquel
tiempo, la enemistad de las dos familias, a la que sin embargo eran ajenos el conde y
el caballero. En la alegría que a los dos embargó por su encuentro, ambos se contaron
sus últimas aventuras y avatares; el conde, naturalmente, le dijo que iba a contraer
matrimonio con una dama a la que jamás había visto, pero de la que tenía las mejores
nuevas, incluso las referencias más maravillosas. Como iban en la misma dirección,
convinieron en hacer juntos el resto del viaje; a fin de hacerlo aún con mayor
comodidad, abandonaron Würtzburg a hora muy temprana de la mañana,
ordenando el conde a su séquito que saliera más tarde para darles alcance y reunirse
de nuevo.

Con el relato de sus aventuras, entre las que no faltaban tales o cuales combates,
fueron haciéndose más grato el viaje, de común tedioso; el conde, por lo demás, en
ocasiones se excedía al hablar de aquella prometida a la que jamás había visto,
diciendo por ejemplo que era la mujer más hermosa del mundo y otras y muy felices
cosas por el estilo... Sin que se hiciera apenas un silencio entre ellos, se adentraron,
pues, en las montañas de Odenwald y atravesaron uno de los desfiladeros más
oscuros y peligrosos del viaje.

Es bien sabido que los bosques de Germania albergaban por aquel tiempo
muchos bandidos, casi tantos como castillos llenos de fantasmas había, y en la época
en que transcurre esta verídica narración, eran muchos los desertores de la milicia a
los que no les había quedado otro remedio, a fin de evitar la muerte, que echarse a
los caminos organizados en bandas de salteadores. Nadie ha de sorprenderse, así las
cosas, si digo que nuestros dos caballeros fueron atacados al cabo por una banda de
ladrones cuando, atrás ya el desfiladero, se adentraron en el bosque. Se defendieron
con gran coraje, como es lógico; lucharon largo tiempo, y ya estaban a punto de
sucumbir, empero, cuando acudió el séquito del conde en su auxilio. Huyeron los
bandidos entonces; mas el conde había recibido una herida mortal y no tardaría
mucho en fallecer. Antes, sin embargo, se le llevó con cuidado a Würtzburg para que
fuese atendido por un sabio monje que lo mismo curaba las almas que los cuerpos...
En vano. La mitad de su talento, la que curaba los cuerpos, se demostró incapaz de
evitar que allí concluyesen los días del pobre conde Von Altenburg.

En su lecho de muerte suplicó el conde a su amigo que se dirigiese al castillo del
barón de Landshort tan presto como pudiera para comunicar la causa de que no
hubiese estado junto a su prometida en la hora anunciada; aunque no se tratase del
amante más apasionado, sí hay que hacer notar que era probablemente el hombre
más cumplidor de sus obligaciones y palabra, y se mostraba ciertamente dolido por
no haber hecho acto de presencia donde se le esperaba. También por la misma razón
suplicaba al amigo que cumpliese cuanto antes su encargo. «Si no se hace así —le dijo
—, no reposaré tranquilo en mi tumba». Lo repitió hasta dos veces más,
solemnemente.
Tan viva súplica no necesitaba más que ser atendida, sin otras consideraciones;
así, pues, el guerrero Starkenfaust calmó a su amigo prometiéndole cumplir
fielmente su última voluntad y le tendió su mano para darle la prueba necesaria de la
validez de su palabra. El moribundo llevó la mano del amigo a su corazón, muy
agradecido por su gesto noble, y apenas unos pocos segundos después comenzaba a
delirar trágicamente. Habló, en su sinrazón, de su prometida, de la felicidad que le
aguardaba junto a ella; dio órdenes para que se le preparase un caballo con el que
dirigirse cuanto antes hacia el castillo de Landshort... Y murió soñando que galopaba.
Starkenfaust exhaló entonces un suspiro y se echó a llorar, lamentándose de tan
trágica como prematura muerte; no obstante, pronto pensó en el encargo hecho por
su amigo antes de expirar; sentía una opresión terrible en el pecho y tenía la cabeza
atormentada por la inquietud y la prisa de cumplir cuanto antes aquella última
voluntad del conde, pues no en vano tenía que presentarse en la casa de los enemigos
históricos de su familia sin haber sido invitado, y encima para acabar con las
ilusiones y con la alegría de los allí reunidos, comunicándoles tan triste nueva... Pero,
al tiempo, cobraba en él fuerza, paulatinamente, una cierta curiosidad por ver de
cerca a la bella Katzenellenbogen, cuya fama de hermosa se extendía ya más allá de
la comarca y a quien tan alejada del mundo habían tenido siempre... No en vano era
Starkenfaust un rendido, si no devoto, admirador del bello sexo, y se daba en su
carácter, además, una cierta tendencia a la originalidad en sus comportamientos, que
lo llevaba a emprender cualquier aventura con que sólo se le pasara una vez por la
cabeza. Antes de partir, cuidadoso como lo era con los detalles, hizo los necesarios
arreglos con los frailes del convento para la celebración del funeral por su amigo, que
sería enterrado posteriormente en la catedral de Würtzbug, en la cripta de sus
antepasados, y los servidores del conde, llenos de tristeza, cargaron con sus restos
para hacer el trágico traslado hasta la iglesia.

Mas, volvamos de nuevo a la familia de los Katzenellenbogen... Esperaban
todos impacientemente al novio, y no menos impacientemente, que se sirviera la
comida... Y volvamos al barón, al que dejamos en su torre vigía... Desesperado el
barón porque ya se había cerrado la noche sin que diera señales de vida el futuro
esposo de su hija, bajó de la torre. El banquete, que se había retrasado ya más de lo
necesario, no se podía demorar por más tiempo pues comenzaban a secarse algunas
de las viandas preparadas; el jefe de los cocineros, muy apurado y nervioso, pero no
sólo él, sino la servidumbre toda, y los pinches de la cocina, y naturalmente los
parientes, todos, en fin, mostraban un hambre semejante al que pueda tener todo un
batallón de soldados tras días y días sin probar bocado. Muy a su pesar, no le quedó
al barón más remedio que dar su consentimiento para que todos ellos recibieran la
ración pertinente, aunque aún no hubiera hecho acto de presencia el invitado de
honor.

Tomaron todos asiento, al fin, ante su plato; ya iban a dar cuenta del banquete,
cuando se dejó sentir a poca distancia la llamada de un cuerno, lo que
inequívocamente anunciaba la presencia inminente de un viajero... Sonaron más
toques, prolongados por los ecos de los patios del castillo, que fueron respondidos
por los cuernos de la guardia para dar cuenta de que se le franqueaba el paso al que
llegaba. El barón salió apresuradamente a dar la bienvenida a quien creía su futuro
yerno.

Ya habían bajado los guardias el puente levadizo, ya se encontraba el viajero
ante la reja de la puerta... Era un caballero alto y muy fuerte, a lomos de un poderoso
caballo negro; llegaba muy pálido, pero tenía brillantes los ojos; una muy honda
melancolía parecía haber impresionado su semblante y le daba un aspecto más que
notable de héroe romántico... El barón se lamentó de verle llegar solo y sin equipaje;
por un momento se sintió herido en su dignidad, pues aquel a quien tenía por el
prometido de su hija se presentaba con tales y tan lamentables trazas ante la familia,
de rancio abolengo y gran distinción, a la que iba a unirse... En suma, se dijo que su
futuro yerno era un tanto descortés, no importaba lo muy duro que le hubiera
resultado el viaje... Así y todo, se calmó pronto el barón, diciendo para sus adentros
que a buen seguro había procedido así debido a la ansiedad que tenía por conocer a
su hija, lo que le llevó a ponerse en camino sin aguardar a su servidumbre y sin
acicalarse siquiera.

—Lo siento —dijo el recién llegado—; no quería llegar a vuestra casa a hora tan
intempestiva...
El barón lo interrumpió entonces con un auténtico chaparrón de cumplidos, que
acompañaba de miles de salutaciones cordiales, ya que, olvidada su desazón y su
resentimiento anteriores, el caballero se había expresado de manera tan elocuente y
diplomática. Quiso el extraño detener aquel torrente de palabras, un par de veces,
alzando la mano; pero viendo que era imposible hacer que el barón callase para
escucharle, se resignó, bajó la cabeza y esperó a que acabara.

Así llegaron al último patio del castillo. Al fin hizo el barón una pausa; mas en
cuanto el caballero intentó abrir la boca para explicarse, de nuevo fue interrumpido,
ahora por la irrupción de las mujeres de la familia, que llevaban de las manos a la
novia, modosa ésta, pugnando vergonzosa por esconderse tras ellas, ruborizada
dulcemente en su sonrisa... No pudo por menos que contemplarla arrebatado el
caballero, como en éxtasis; tal parecía que se hubiera enajenado su alma al
contemplar a tan bella damita. Una de las tías solteronas murmuró entonces unas
palabras al oído de la hermosa v virginal muchacha, que hizo un gran esfuerzo para
hablar, alzando tímidamente sus ojos de un azul profundo, húmedos por las alegres
lágrimas que intentaba reprimir. Miró al caballero, pero fue sólo un segundo, pues de
inmediato bajó los ojos otra vez. No le brotó una sola palabra de entre los labios, pero
una graciosa sonrisa que vagaba por su boca le marcó dos no menos lindos hoyuelos
en sus mejillas de rosa, como si hubiera querido demostrarle que nada le placía más
que su presencia. Era imposible, ciertamente, que una damita en la tierna y feliz edad
de los dieciocho años, dispuesta a entregarse al amor y al matrimonio en cuerpo y en
alma, no quedase encantada ante la presencia de un caballero como aquél, de porte
tan impresionante y de nobleza más que evidente.

El caballero se presentaba muy tarde, por lo que no había tiempo para más
preámbulos, ni mucho menos para seguir hablando. El barón era hombre que se
distinguía por adoptar decisiones rápidamente, así que, dejando para el día siguiente
cualquier explicación, hizo que todos tomaran asiento a la mesa para que se diera
inicio, de una vez por todas, al banquete de bienvenida, aún intacto.

La mesa estaba servida en el gran salón del castillo. Los muros, cubiertos de
retratos de los héroes de la familia Katzenellenbogen, alguno de los cuales, por cierto,
era incluso bien parecido, y de incontables trofeos de caza, y otros obtenidos en
justas memorables a lo largo de los tiempos. Había también, en tan severa
decoración, petos y cotas destrozados, lanzas rotas, pendones desgarrados,
estandartes pisoteados por los caballos, salpicado todo ello con los despojos de los
animales cazados: la quijada de algún lobo, los colmillos de un jabalí, algunos de
aspecto tan amenazador como las ballestas y las flechas junto a las que eran
exhibidos, al lado de mazas, hachas y espadas cruzadas. Aquel a quien tenían por el
novio prestó poca atención, sin embargo, a la sociedad que lo rodeaba y al
mismísimo festín que se le ofrecía, con ser extraordinario; por el contrario, no hacía
más que mirar a la hermosa novia. Hablaba tan bajo que los convidados no podían
oírle, pues téngase en cuenta que los enamorados apenas tienen voz, de tan
arrebatados; el amor murmura suave y dulcemente su lenguaje. Sólo esperaba el
caballero una palabra de la novia, pues qué amante es tan poco sutil como para no
estremecerse de gozo con el más leve sonido de la voz de su amada?
Aquella ternura y aquella gravedad que se daban en el recién llegado, la
exquisitez de sus modales en contraste con su aspecto fiero, impresionaron
profundamente a la virginal damita, que le prestaba una atención máxima mientras
cambiaba del suave arrebol al rubor intenso; de vez en vez balbucía una respuesta, y
cuando los ojos del caballero dejaban de mirarla, le lanzaba ella una mirada, de reojo
y a hurtadillas, para saciarse con su romántica apostura... Naturalmente, exhalaba
entonces un suspiro encantador. Era más que evidente que ambos habían sucumbido
ya a la más ardorosa pasión. Las tías solteronas de la damita, harto versadas ellas en
los secretos del corazón, se decían por lo bajo que ambos se habían enamorado nada
más verse, cosa de la que se congratulaban.

Así transcurrió el festín, pues, entre el beneplácito de los invitados; mas acabó
un poco salvajemente, pues ida la morigeración primera los parientes del barón
dieron cuenta de las viandas con ese apetito depredador que es propio de quien anda
de común con la bolsa vacía y encima respirando de continuo el sano aire de las
montañas. Como no podía ser de otra forma, narró el barón lo más granado de sus
historias y anecdotario, pero hay que decir que pocas veces lo había hecho tan bien
como entonces. Si en una de sus narraciones había algún acontecimiento maravilloso,
quienes lo escuchaban quedaban aún más encantados que los personajes de la
historia; si decía alguna jocosidad, sabían cuándo reírse en el momento oportuno.

Cabe añadir que el barón, como la gran mayoría de los señores de su tiempo, poseía
una dignidad enorme y no era, por ello, hombre dado a las excentricidades y a los
chascarrillos groseros, por lo que pocos eran los que tenían por una tontería plena
sus historias; y si creía haber consentido en cualquier cosa chocarrera, bien que a su
pesar, y aunque los demás no lo hubiesen advertido, acudía presto al vino el barón
para llenarles las copas, forzar un brindis y dejar que cayera el velo del vino así de
gratamente bebido sobre su desliz anterior. Naturalmente, una gracia, por muy
absurda e involuntaria que sea, siempre es bien recibida cuando el dueño de la casa
la acompaña con una invitación a beber un caldo excelente.

Entre los invitados, por lo demás, los espíritus más pobres y mezquinos de la
parentela del barón aprovechaban el contento general para decir cosas que en otra
ocasión jamás se hubieran atrevido a proclamar. Susurraban al oído de las mujeres
mil cuentos festivos, algunos incluso procaces, que atacaban de risa convulsa a
quienes los oían... y a quienes los contaban, claro... Un primo carnal del barón, por
ejemplo, un hombre muy pobre pero que no por ello era malhumorado y sombrío,
sino todo lo contrario, un hombre sanote v de cara muy colorada, se puso a aullar en
un momento dado, más que a cantar, varias de esas cancioncillas populares que las
púdicas tías solteronas de la novia oyeron a través del abanico abierto con el que se
tapaban la cara.

En medio de tan tumultuosa como alegre reunión, el recién llegado, empero,
mantenía una extraña gravedad que contrastaba, no obstante su delicada educación,
de la que hacía gala en todo momento, con la algarabía reinante a su alrededor. A
medida que avanzaba la noche, sin embargo, se le vio más triste y pensativo, y cosa
aún más sorprendente, las historias del barón, en vez de divertirle, como a los demás,
le hacían sentirse más melancólico y evocador... A veces parecía sumido en una
honda meditación; otras, un vistazo huraño, inquieto y furtivo que echase a los
demás, denotaba la turbación en que se debatían sus pensamientos v el sentir de su
alma. No obstante, conversaba con la novia; mas eran sus palabras, con ella, tan
animadas como misteriosas. Aquel misterio que había en algunas de las cosas que
decía el caballero, hizo que la frente antes serena de la doncella comenzara a
oscurecerse con nubes negras de pena; su corazón comenzaba a palpitar
sobresaltado, no por el entusiasmo del amor, sino por el temor de una pena muy
grande.

Aquello, naturalmente, no pudo escapar a la atención de varios de los allí
presentes. La inexplicable y súbita tristeza de la novia, y la rigidez del caballero, llenó
de inquietud a quienes les observaban, al punto de que, poco después, todos
hablaban en voz baja, habían cesado los cánticos y las bromas, se miraban
acongojados... Se testimoniaban, en fin, su sorpresa ante aquella melancolía de los
amantes, cuya causa ignoraban. Poco a poco fue haciéndose el silencio en el gran
salón del castillo. Se entrecortaban las conversaciones, aun las que se hacían en voz
más baja, con un lúgubre silencio... Y donde antes hubo algarabía, fiesta, relatos
jocosos y hasta indecentes, comenzaron a producirse narraciones trágicas, de
aventuras sobrenaturales las más... A un cuento realmente pavoroso sucedía otro aún
más terrible. El barón hizo que más de una dama estuviera a punto de sufrir un
síncope, con el relato sobre un espectro que llevaba a la grupa de su caballo a la bella
Leonora... Una historia espantosa, es cierto, pero real; una historia que después de
sucedida apareció en versos magníficos que en el presente admira el mundo entero12
El caballero al que todos tenían por el prometido de la hija del barón escuchó
aquella historia atentamente y quedó impresionado a tal punto, que hubo de
levantarse de su silla, haciendo mucho ruido, antes de que el anfitrión la concluyera.
Al hacerlo, destacó sobremanera su gran estatura; el barón, que era hombre de corta
talla, como ya se ha señalado, creyó hallarse entonces ante la presencia de un gigante,
o de algún otro ser nacido de las historias fantásticas a las que tanto propendía. Oyó
el caballero de pie, pues, el final de la narración del padre de la novia; lanzó entonces
un hondo suspiro y se despidió de los allí presentes con educación y mucha
solemnidad, dejándolos perplejos. Miraron todos al barón, entonces, que además de
atónito parecía haber sido tocado por un rayo.

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12 Alude Irving a Godofredo Augusto Bürger (1747-1794), una de cuyas haladas más
memorables es Leonera, de 1774. De él dijo Schiller, sin embargo, que «le falta el concepto
ideal del amor y de la belleza», acaso porque la poesía de Bürger rezuma carnalidad v no
idealiza en vano a las mujeres; las trató abundantemente y padeció más de una unión
desdichada; una de ellas, Elisa Bürger, incluso le robó varias obras de teatro v algún
poemario que luego publicó con su nombre, cuando el poeta, harto de sus infidelidades,
decidió separarse de ella en 1792.
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—¡No podéis abandonar el castillo a estas horas! —le dijo el barón,
rehaciéndose—. Es la recepción que os brindamos... Y ya os hemos dispuesto
aposentos para que descanséis...
Pero el caballero movió la cabeza triste y misteriosamente.
—Debo —dijo al fin— pasar esta noche en otros aposentos, bien distintos de los
que me ofrecéis.

Algo en su tono hizo que el barón se conmoviera, mas, como era hombre
orgulloso, repitió su hospitalario ofrecimiento. El caballero, no obstante, se limitaba a
negar con la cabeza, sin decir palabra, mirando al suelo. Al fin alzó la mano, en señal
de despedida, y abandonó el salón. Las tías solteronas de la bella novia se quedaron
de piedra; la hermosa virgen escondió sus ojos a la mirada de los demás para que no
viesen que lloraba.

El barón, no obstante, y por hacer que prevaleciera su dignidad, se levantó para
ir tras el caballero, alcanzándole cuando llegaba al patio donde su poderoso caballo
negro golpeaba impacientemente el suelo de piedra con sus cascos. El caballero,
entonces, y como no quería mostrar descortesía para con su anfitrión, se volvió y dijo
con voz ahogada, casi sepulcral:

—Ahora que nadie nos oye puedo deciros el secreto de mi marcha... He hecho
una promesa solemne y he de cumplirla...
—¿Cómo? —dijo el barón—. ¿Y no os puede reemplazar alguien de vuestra
confianza para cumplir ese compromiso?
—Nadie puede reemplazarme. Estoy obligado por mi palabra a ir a la catedral
de Würtzburg.
—Bien, de acuerdo —aceptó el barón—. Id presto, pero tendréis que regresar
mañana en busca de mi hija.
—No —dijo muy lúgubre el caballero—; no he dado mi palabra de llevar a
vuestra hija al altar de la catedral de Wützburg. Me esperan los gusanos de la
sepultura... Estoy muerto... Me asesinaron unos salteadores de caminos... Mi cuerpo
yace ahora en la catedral de Wützburg y seré enterrado a medianoche... Mi tumba,
pues, me aguarda abierta; es preciso que cumpla mi palabra.

Montó rápidamente a caballo, cruzó como una flecha el puente levadizo y
pronto se perdió el eco de los cascos de su montura, barridos por un súbito viento
feroz y la oscuridad de la noche.

El barón, profundamente consternado, volvió al salón del castillo donde se
había celebrado el festín y contó lo que acababa de pasarle... Dos damas de las allí
presentes se desmayaron de golpe. Otras se pusieron enfermas sólo de pensar que
habían compartido mesa con un espectro. Varios de los parientes del barón creyeron
que aquel caballero fantasmagórico podía ser el cazador al que aluden tantas
leyendas alemanas13. Otros hablaron de los espíritus de las montañas, de los duendes
y demonios de los bosques, en fin, de una buena cantidad de seres sobrenaturales,
cuyas historias han espantado desde tiempo inmemorial a las buenas gentes de
Germania. Uno de los parientes más pobres del barón incluso supuso, y así lo
proclamó, que acaso aquello no fuera más que una broma del novio, una disculpa
para retirarse, añadiendo que su sombría apariencia, y hasta su clara extravagancia,
no hacían presagiar nada bueno, a pesar de sus modales. Ni que decir tiene que de
inmediato mostraron su indignación ante aquellas palabras los allí presentes, y sobre
todo el barón, que lo miró como si fuera un renegado de la fe verdadera... El pobre
incrédulo no tuvo más remedio que abjurar de inmediato de su herejía y abrazar con
fervor la fe de los verdaderos creyentes, aun en los espectros.

Mas, cualesquiera que hubieran sido las dudas, quedaron disipadas por
completo a la mañana siguiente, cuando llegaron al castillo heraldos con la mala
nueva de la muerte del joven conde y de su entierro en la catedral de Wützburg... Es
fácil imaginar la consternación que aquellas noticias causaron en el castillo. El barón
se encerró en su cuarto para llorar sin ser visto; los invitados que la noche anterior
tanto regocijo mostraran no querían, empero, dejarle solo con su dolor y vagaban por
los patios, o se reunían en los salones, para lamentarse, más que por el fallecimiento
del novio, por la tristeza de tan gran hombre como era el barón, valedor de muchos
de ellos. Acaso por afán de cobrar fuerza y valor ante la desgracia fue por lo que
comieron y bebieron abundantemente a lo largo del día.

La pobre y virginal doncella, viuda antes de casarse, era quien más lástima
daba... ¡Había perdido a su esposo antes de haberlo abrazado siquiera! ¡Y qué esposo!
Si era así de agraciado e imponente como espectro, ¿cómo habría sido en vida?
Lloraba y se lamentaba llenando las estancias todas del castillo con su dolor, salvo el
comedor donde se hartaban los parientes.

Pasó la segunda noche de su viudez en su cuarto, acompañada de una de sus
tías, que tenía el decidido empeño de dormir junto a ella. Esta mujer, su tía, a la que
conmocionaban especialmente las historias de fantasmas y aparecidos en general, y
que además sabía narrarlas muy bien, contó uno de aquellos cuentos a su sobrina,
para que se quedase dormida, mas la que se durmió al cabo fue ella misma, aun sin
terminarla, pero hay que decir que escogió para la ocasión una de las historias más
largas de cuantas se sabía... Aquella habitación estaba bastante apartada de las demás
y daba a un pequeño jardín; la hija del barón, dormida ya su tía, sumida en sus
recuerdos y en las expectativas frustradas, la virginal y contrita muchacha,
contemplaba la pálida claridad de la luna en cuarto creciente, que parecía tremolar
entre las hojas de las ramas de un álamo que se alzaba frente a la ventana. El reloj del
castillo había dado ya las doce cundo se dejó sentir en el jardín una dulce música de
laúd, muy melodiosa y grata. La joven se tiró de inmediato del lecho y acudió para
asomarse a la ventana. Oculto entre las sombras de los árboles apenas se divisaba un

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13 También Bürger recrea esa figura, en un poema titulado El feroz cazador.
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fantasma; mas la luna le prestó su luz para que pudiera verlo... ¡Era el espectro de su
novio! Más que de la visión espectral, se asustó entonces la doncella por el grito de
terror que escuchó justo tras ella... Su tía, a la que había despertado aquella música,
también acudió a la ventana; gritó al contemplar al fantasma y se desmayó. Cuando
recuperó el sentido, la visión ya se había esfumado.

De las dos, fue la tía quien requirió más atenciones, pues el terror
experimentado ante aquello acabó por trastornarla durante un tiempo.
La muchacha, por el contrario, hasta en el espectro de su novio encontraba
dulzura y encantamiento placentero; a fin de cuentas, siempre que se le aparecía
conservaba su apostura y su belleza varonil, y aunque el fantasma de un hombre sea
cosa poco propicia para satisfacer los más ardientes deseos de una joven dama
enferma de amor, pues no es un fantasma, en el fondo, otra cosa que una sombra leve
y fugaz, sólo verlo le daba el necesario consuelo. La tía había declarado que jamás
volvería a dormir en aquella habitación e intentó que tampoco su sobrina lo hiciera,
pero en esta ocasión la joven fue tenaz en su porfía y se negó a dormir en otros
aposentos del castillo. Quería, como es lógico pensarlo, dormir sola en su habitación
para recibir tranquilamente la visita del espectro de su novio. Antes, empero, rogó a
su tía que no contara la historia del fantasma, si no quería arrebatarle el único placer
melancólico que le quedaba sobre la tierra, cual lo era el de dormir en una habitación
guardada durante la noche por la sombra expectante de su amado. No sé cuánto
tiempo hubiera podido mantener la tía solterona su secreto, pues era dada a hablar
apasionadamente de prodigios y contar aquello le podía haber supuesto un auténtico
triunfo; seguro que ninguna otra solterona, en toda la comarca, tenía una historia tan
pavorosa como la suya. Aún hoy se dice por aquellos pagos, con admiración, que
guardó silencio durante una semana entera... Pero pronto quedó libre del tormento
de seguir haciéndolo, pues comprobó una mañana, cuando se disponía a bajar de sus
aposentos para desayunar, la mala nueva de que la joven había desaparecido. No
estaba en su cuarto, ni había dormido en su lecho; tenía la ventana abierta; la tierna
palomita, pues, parecía haber volado.

Es difícil hacerse una idea de la estupefacción en que se sumieron los
moradores del castillo ante la ausencia de la hija del barón. Hasta los parientes del
barón que comían a dos carrillos hicieron una pausa y cesaron en su voraz apetito,
cuando la tía solterona, llevándose las manos a la cabeza, recorrió todas las estancias
del castillo diciendo con un hilo de voz: «El fantasma, el fantasma... Se la ha llevado
el fantasma».

Con muy pocas y acongojadas palabras refirió entonces la pavorosa escena del
jardín, de la que ella mismo había sido testigo. Y repetía una y otra vez que el
espectro había raptado a su sobrina, opinión secundada por dos jóvenes criadas,
además, que aseguraron haber oído trotar a un caballo hacia la medianoche; no
cupieron dudas a los allí presentes de que era el brioso corcel negro del caballero,
que así se había llevado a su tumba a la virginal doncella. Tan cruel acontecimiento
consternó pronto a los moradores de la región toda, aunque tales sucesos, según lo
atestiguan las historias que por allí se refieren, son tristemente habituales en
Alemania.

Mas, ¡cuán lamentable era el estado del barón! ¡Cuán dura la puñalada que
había atravesado su corazón de padre y miembro de la muy digna estirpe de los
Katzenellenbogen! Una de dos: o su hija había sido arrastrada a la tumba, o tenía por
yerno a un espectro... Y hasta podía darse la circunstancia, se decía lloroso, de que
tuviera por nietos a una banda de duendecillos... El pobre hombre perdió la cabeza,
por lo que todo el castillo, como suele decirse, anduvo en lo sucesivo patas arriba...
Dio el barón, en su dolor, órdenes tales como la de que su guardia recorriera a
caballo todos los rincones, senderos y grutas de Odenwald, y él mismo llegó a ceñir
su espada y a capitanear alguna partida durante muchas y largas jornadas de
infructuosa búsqueda, bien ceñidos los estribos a sus pies, para dar con la hija
desaparecida... Mas, en tales afanes estaba un día cuando una nueva visión lo dejó
petrificado a las puertas de su castillo: era una dama montada en un palafrén, que se
dirigía al castillo acompañada de un caballero... Puso la dama su caballo al galope
hasta llegar a las mismas puertas del castillo, y desmontando allí cayó a los pies del
barón y se abrazó a sus rodillas: era la hija a la que creía perdida para siempre; el
caballero, claro está, el espectro del novio.

Confuso, el barón miraba alternativamente a su hija y al espectro, y difícil le
resultaba dar crédito a lo que sus ojos le mostraban. El espectro tenía mucho mejor
aspecto que cuando lo conoció, como si el reino de las sombras le sentara
estupendamente; vestía de maravilla, con lo que su imponente estampa se realzaba.
Ya no estaba pálido ni parecía melancólico; por el contrario, su apostura parecía
fogosa, juvenil, y le brillaban sus grandes ojos negros de tanta alegría.

Bien, digamos que muy pronto se aclaró todo aquel misterio... El caballero en
cuestión no era otro que Herman Von Starkenfaust, que muy pronto pasó a referir al
dueño del castillo aquella trágica aventura que viviera con el malogrado conde Von
Altenburg. Confesó, así, que fue él quien se presentó aquella noche en el castillo,
cuando todos aguardaban al novio; que como el barón no le dejaba decir una palabra,
cada vez que quiso transmitirle la mala nueva que llevaba, nada pudo contarle antes
de que le fuera presentada la novia y antes de que lo sentaran a la mesa; y que, como
al ver a la bella novia su corazón le dio un vuelco y quedó prendido de ella al
instante, dejó que se le tomara por el pretendiente verdadero, quien ya estaba
muerto, añadiendo que fueron las historias de aparecidos que contó el barón aquella
noche lo que le sugirió la idea que puso en práctica, deseoso de irse de allí de una vez
por todas para atender a la promesa hecha al buen amigo en su lecho de muerte.
El caballero, por lo demás, había seguido visitando a la muchacha furtivamente,
presentándose en el jardín como si fuera un fantasma, porque, según dijo, temía no
ser aceptado como quien en realidad era a causa del histórico enfrentamiento de sus
familias, pues también con la de los Katzenellenbogen, además de con los Altenburg,
estaba enfrentada la suya. El caballero y la dama aseguraron que ya se habían
desposado.

El barón, en cualquier otra circunstancia, se hubiera mostrado inflexible y duro,
pues tenía en muy alta estima los fueros de la autoridad paterna, mas adoraba a su
hija, había llorado largamente su ausencia, y se regocijaba de verla aún viva y si cabe
más hermosa, aunque tuviera por esposo a un caballero de una casa enemiga. Pero,
al menos, y gracias a los cielos, no era un espectro.

Es preciso señalar, sin embargo, que la añagaza del caballero, haciéndose pasar
por un muerto, no se avenía rigurosamente con sus principios, de una observación
absoluta de la verdad; pero algunos viejos amigos que estaban allí presentes y que
habían guerreado más que ampliamente, dijeron al barón que toda estratagema es
lícita tanto en el amor como en la guerra, y que el caballero Von Starkenfaust tenía
derecho a un privilegio especial después de haber servido en la caballería, fuerza
obligada a librar encarnizados combates por aquellos tiempos. Así, dichosamente,
concluyó todo, pues... El barón perdonó su fuga a los amantes y el castillo vivió
festejos y celebraciones varios, en los que los parientes del barón abrumaban al
caballero con sus lisonjas y atenciones, pues no en vano era galante, generoso... y
muy rico, de muy buena casa, aunque históricamente enemiga.

De las tías solteronas, digamos que se escandalizaron un poco ante todo lo
acontecido, y que se dolieron algo más pues con ello resultó evidente que su rígido
sistema educativo, basado en la reclusión y en la obediencia pasiva, había fracasado
con su sobrina... Eso sí, de lo que más se lamentaron fue de no haber puesto una
celosía bien forjada en la ventana de la habitación de la entonces doncella. Una de
ellas, ya sabemos quién, se sentía mortificada pues al cabo su maravillosa historia del
rapto de la joven a manos del espectro, al que juraba haber visto, además, no era sino
causa de burla de los otros. Así y todo, trataba de consolarse diciéndose que su
sobrina, por lo menos, había encontrado un hombre de carne y hueso con el que
amar, para no verse obligada a hacerlo con una vana y fugaz sombra.

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domingo, 8 de junio de 2008

Una voz en la noche // William H. Hogdson

Era un noche oscura y sin estrellas. La falta de viento nos tenía detenidos en
el Pacífico norte. No sé cuál era nuestra posición exacta, pues durante un semana
fatigosa y jadeante el sol había permanecido oculto detrás de un tenue neblina que
parecía flotar sobre nosotros, más o menos a la altura de nuestros calcés, aunque a
veces descendía para envolver el mar que nos rodeaba.

Ante la falta de viento, habíamos sujetado en posición firme la caña del timón
y yo era el único hombre que se encontraba en cubierta. La tripulación, que
consistía en dos marineros y un grumete, dormía en su camarote de proa, mientras
Will —mi amigo y a la vez patrón de nuestra pequeña embarcación— se hallaba en
su litera de popa, en el lado de babor.

De pronto, surgió un llamada de entre las tinieblas que nos rodeaban:
—¡Ah de la goleta! —Fue tan inesperada, que la sorpresa me impidió
contestar inmediatamente.

Volvió a oírse la llamada; un voz curiosamente gutural e inhumana nos
llamaba desde alguna parte del mar tenebroso, por el lado de babor.
—¡Ah de la goleta!
—¡Eh! —grité, después de reponerme un poco de mi sorpresa—. ¿Qué sois?
¿Qué queréis?
—No temáis —contestó la voz extraña, que probablemente había captado
cierto tono de confusión en la mía—. No soy más que un hombre... anciano.
La pausa resultó extraña, pero hasta más adelante no le encontraría sentido.
—Si es así, ¿por qué no atracas a nuestro costado? —pregunté con cierta
sequedad, pues no me gustaba la insinuación de que me había mostrado un tanto
confundido.

—No. .. no puedo. Sería peligroso. Yo...
La voz enmudeció y todo volvió a quedar en silencio.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, cada vez más asombrado—. ¿Por qué sería
peligroso? ¿Dónde estás?

Escuché durante un momento, pero no hubo respuesta. Y entonces, un
sospecha súbita e indefinida, aunque no sabía de qué, se apoderó de mí. Me
acerqué rápidamente a la bitácora y saqué la lámpara encendida. Al mismo tiempo
golpeé la cubierta con el tacón para despertar a Will. Luego me aproximé de nuevo
al costado y proyecté el haz de luz amarilla hacia la silenciosa inmensidad que
había más allá de nuestra borda. Al hacerlo, oí un grito leve y sofocado y luego un
chapoteo, como si alguien acabase de sumergir los remos precipitadamente. Pese a
ello, no puedo decir que viera nada con certeza, excepto, me pareció, que el primer
destello de luz había iluminado algo en el agua, allí donde ahora no había nada.
—¡Eh! —llamé—. ¿Qué broma es ésta?

Pero lo único que oí fueron los confusos ruidos de un embarcación que se
alejaba de nosotros y se internaba en la noche.
Entonces oí la voz de Will que venía de popa.
—¿Qué pasa, George?
—¡Ven aquí, Will! —dije.

—¿De qué se trata? —preguntó, cruzando la cubierta. Le conté el raro
incidente que acababa de producirse. Él me hizo varias preguntas; luego, tras un
momento de silencio, hizo bocina con las manos y llamó:
—¡Ah del barco!

Desde mucha distancia nos llegó débilmente un réplica y mi compañero
repitió su llamada. Al poco, después de un breve silencio, el sonido apagado de
unos remos fue acercándose a nosotros y, al oírlo, Will volvió a llamar.
Esta vez hubo respuesta.

—Apagad la luz.
—Que me cuelguen si la apago —musité, pero Will me dijo que hiciera lo que
ordenaba la voz, así que metí la luz debajo de las amuradas.
—Acercaros más —dijo Will. Siguieron oyéndose los remos. Luego, cuando
parecían estar a un media docena de brazas, cesaron de nuevo.
—¡Atracad al costado! —exclamó Will—. ¡A bordo no tenemos nada que deba
daros miedo!
—Promete que no mostrarás la luz.
—¿Qué te pasa? —pregunté—. ¿Por qué sientes ese temor infernal a la luz?
—Porque... —empezó a decir la voz y enmudeció de repente.
—Porque ¿qué? —pregunté en seguida. Will me puso un mano en el hombro.
—Cállate durante un minuto, viejo —dijo—. Ya me encargo yo de él.
Se inclinó más sobre la borda.

—Oiga usted, señor —dijo—. Todo esto es muy extraño..., acercarse a
nosotros de esta manera, en medio del bendito Pacífico. ¿Cómo vamos a saber que
no se trae algo raro entre manos? Dice que está solo. ¿Cómo podemos saberlo si no
le vemos? ¿Cómo... eh? ¿Qué tiene contra la luz, si puede saberse?
Cuando Will terminó de hablar, volví a oír el ruido de remos y luego la voz,
pero ahora procedía de más lejos y su tono reflejaba una desesperanza y un
patetismo tremendos.

—Lo siento... ¡Lo siento! No quería molestaros, pero es que tengo hambre..., y
ella también.
La voz se apagó y hasta nosotros llegó el ruido de los remos sumergiéndose
irregularmente.
—¡Alto! —gritó Will—. No quiero ahuyentarte. ¡Vuelve! Esconderemos la luz,
si a ti no te gusta.
Will se volvió hacia mí:
—Todo esto resulta muy extraño, pero creo que no hay nada que temer.
Había un interrogante en su tono y le contesté:
—Yo tampoco. El pobre diablo habrá naufragado por aquí cerca y se habrá
vuelto loco.

El sonido de los remos iba acercándose.
—Vuelve a guardar la lámpara en la bitácora —dijo Will; luego se inclinó
sobre la borda y aguzó el oído.
Dejé la lámpara en su sitio y volví a su lado. El ruido de los remos cesó a un
docena de metros aproximadamente.
—¿No quieres atracar de costado ahora? —preguntó Will con voz tranquila—
. He vuelto a meter la lámpara en la bitácora.
—No.... no puedo —repuso la voz—. No me atrevo a acercarme más. Ni
siquiera me atrevo a pagar las..., las provisiones.
—Eso no importa —dijo Will, titubeando luego—. Coge toda la comida que
quieras...
Volvió a titubear.

—¡Eres muy bueno! —exclamó la voz—. Que Dios, que todo lo comprende, te
recompense por tu...
La voz se quebró roncamente.
—¿La.... la señora? —dijo de pronto Will—. ¿Está...?
—La he dejado en la isla —dijo la voz.
—¿Qué isla? —tercié yo.
—No sé cómo se llama —contestó la voz—. Ojalá... —empezó a decir, pero se
calló súbitamente.

—¿No podríamos enviar un barca en su busca? —pregunté a Will.
—¡No! —dijo la voz con un énfasis extraordinario—. ¡Dios mío! ¡No! —Hubo
un breve pausa; luego, en un tono que hacía pensar en un reproche merecido,
añadió—: Me he aventurado a causa de nuestra necesidad... Porque su agonía me
atormentaba.

—¡Soy un bruto despistado! —exclamó Will—. Aguarda un minuto, seas
quien seas, y en seguida te traigo algo.
Al cabo de un par de minutos volvió con los brazos cargados de los más
variados comestibles. Se detuvo ante la borda.
—¿No puedes acercarte a recogerlo? —preguntó.

—No.... no me atrevo —replicó la voz. Me pareció detectar en ella un tono de
anhelo sofocado... como si su dueño reprimiera algún deseo mortal. Y entonces se
me ocurrió que aquella criatura vieja e infeliz sufría realmente necesidad de lo que
Will tenía en los brazos y, pese a ello, debido a algún temor ininteligible, se
abstenía de acercarse velozmente al costado de nuestra pequeña goleta y recogerlo.
Y junto con este convencimiento relámpago, llegó el conocimiento de que el
invisible no estaba loco, sino que afrontaba con cordura algún horror intolerable.
—¡Maldita sea, Will! —dije, lleno de muchos sentimientos, entre los que
predominaba un solidaridad inmensa—. Trae un caja. Meteremos la comida en ella
y se la haremos llegar flotando.

Así lo hicimos, empujando la caja con un bichero hacia la oscuridad. Al cabo
de un minuto llegó a nuestros oídos un leve exclamación del invisible y entonces
supimos que tenía la caja en su poder.

Poco después se despidió de nosotros y nos lanzó un bendición que, de ello
estoy seguro, no nos vino nada mal. Luego, sin más, oímos que los remos se
alejaban en la oscuridad.

—Mucha prisa en irse —comentó Will, quizás un tanto ofendido.
—Espera —repliqué—. No sé por qué, pero me parece que volverá.
Seguramente esos alimentos le hacían muchísima falta.
—Y a la dama también —dijo Will. Guardó silencio durante un momento,
luego prosiguió—: Es lo más raro que me ha pasado desde que me dedico a la
pesca.

—Sí —dije yo, y me puse a reflexionar. Y así fue pasando el tiempo: un hora,
y otra, y Will seguía conmigo, pues la extraña aventura le había quitado todo deseo
de dormir.

Habían transcurrido ya las tres cuartas partes de la tercera hora cuando
nuevamente oímos ruido de remos en el silencio del océano.
—¡Escucha! —dijo Will, con un leve tono de excitación en la voz.
—Lo que me figuraba. Ya vuelve —musité.

El ruido de los remos al sumergirse era cada vez más cercano y me fijé en que
los golpes de remo eran más firmes y duraban más. Era verdad que necesitaban los
alimentos.

El ruido cesó a poca distancia del costado de la goleta y la voz extraña llegó
de nuevo a nosotros a través de las tinieblas:

—¡Ah de la goleta!
—¿Eres tú? —preguntó Will.
—Sí —replicó la voz—. Me he ido repentinamente, pero... es que la necesidad
era grande. La... señora les está agradecida aquí en la tierra. Pero más lo estará
pronto en..., en el cielo.

Will empezó a decir algo con voz desconcertada, pero sus palabras se
hicieron confusas y optó por callarse. Yo no dije nada. Me sentía maravillado por
aquellas pausas curiosas, y además de mi maravilla, me embargaba un gran
solidaridad.

La voz continuó:
—Nosotros..., ella y yo, hemos hablado mientras compartíamos el fruto de la
ternura de Dios y de vosotros...
Will le interrumpió, pero sin coherencia.

—Os suplico que no..., que no menospreciéis vuestro acto de caridad cristiana
de esta noche —dijo la voz—. Cercioraros de que no haya escapado a Su atención.
Se calló y durante un minuto entero reinó el silencio. Luego la voz volvió a
oírse:

—Hemos hablado juntos de lo... de lo que ha caído sobre nosotros. Habíamos
pensado salir, sin decírselo a nadie, del terror que ha entrado en nuestras... vidas.
Ella, igual que yo, cree que los acontecimientos de esta noche obedecen a algún
designio especial y que es deseo de Dios que os contemos todo lo que hemos
sufrido desde... desde...

—¿Sí? —dijo Will quedamente.
—Desde el hundimiento del Albatross.
—¡Ah! —exclamé involuntariamente—. Zarpó de Newcastle rumbo a Frisco
hace unos seis meses y no ha vuelto a saberse de él.
—Sí —contestó la voz—. Pero unos grados al norte de la línea le sorprendió
un terrible tempestad y quedó desarbolado. Al hacerse de día, se vio que el barco
hacía agua por todas partes y, finalmente, cuando amainó el temporal, los
marineros huyeron en los botes, dejando..., dejando a un joven dama..., mi
prometida..., y a mí mismo en los restos del naufragio.

"Nosotros estábamos bajo cubierta, reuniendo algunas de nuestras
pertenencias, cuando ellos se fueron. A causa del miedo se comportaron de un
modo muy cruel, y cuando subimos a cubierta eran ya unas formas pequeñas en el
horizonte. Mas no desesperamos, sino que nos pusimos a construir un pequeña
balsa. En ella colocamos lo poco que cabía, incluyendo un poco de agua y algunas
galletas. Luego, como el barco estaba ya casi del todo sumergido, nos subimos a la
balsa y nos alejamos de él.

"Fue más tarde cuando me di cuenta de que parecíamos estar en medio de
alguna marea o corriente que nos alejaba del barco, de tal modo que al cabo de tres
horas, según mi reloj, dejamos de ver su casco, aunque los mástiles rotos siguieron
siendo visibles durante un poco más. Luego, hacia el crepúsculo, se levantó un
niebla que duró toda la noche. Al día siguiente continuábamos envueltos por la
niebla, y el tiempo permanecía encalmado.

"Durante cuatro días navegamos a la deriva bajo esta extraña niebla hasta
que, al anochecer del cuarto día, llegó a nuestros oídos el murmullo de unos
lejanos rompientes. Poco a poco el ruido fue haciéndose más claro y, al poco de la
medianoche, pareció que sonaba a ambos lados y en un espacio no muy grande.
Las olas levantaron la balsa varias veces y luego nos encontramos en aguas
tranquilas, con el ruido de los rompientes a nuestras espaldas.

"Al hacerse de día, vimos que nos encontrábamos en un especie de laguna
grande; pero poco vimos de ella en ese momento, pues cerca de nosotros, por
detrás, el casco de un gran velero asomó entre la niebla. Como si estuviéramos de
común acuerdo, los dos nos postramos de rodillas y dimos gracias a Dios, pues
creíamos que era el final de nuestras desventuras. Nos quedaba mucho por
aprender.

"La balsa se acercó al barco y gritamos que nos subieran a bordo, mas nadie
contestó. Al poco, la balsa rozó el costado del barco y, viendo que de él colgaba un
soga, la así y empecé a subir. Pero me costó mucho subir por culpa de un especie
de masa gris y viscosa que cubría la soga y que pintaba unas manchas lívidas en el
costado del barco.

"Finalmente, llegué a la borda y salté a cubierta. Vi que estaba llena de
manchas grises, algunas de las cuales formaban nódulos de varios palmos de
altura, pero yo pensaba más en la posibilidad de que a bordo hubiera gente que en
lo que veían mis ojos. Grité, pero nadie contestó. Entonces me acerqué a la puerta
que había debajo de la cubierta de popa, la abrí y me asomé a su interior. Percibí
un fuerte olor a aire enrarecido, por lo que adiviné al instante que allí dentro no
había nada vivo y, sabiendo esto, me apresuré a cerrar la puerta, pues de repente
me sentí solo.

"Volví al costado por donde había subido a bordo. Mi..., mi amada seguía en
la balsa, sentada tranquilamente. Al ver que la estaba mirando desde arriba, me
preguntó si había alguien a bordo. Le contesté que el barco parecía abandonado
desde hacía mucho tiempo, pero que, si quería aguardar un poquito, buscaría un
escalera o algo que pudiera usar para subir a bordo. Luego, un vez juntos,
registraríamos todo el barco. Unos momentos después, encontré un escalera de
cuerda en el otro extremo del barco. Me la llevé al costado por donde había subido
y, al cabo de un minuto, mi amada estaba junto a mí. Juntos exploramos las cabinas
y camarotes en la parte de popa, mas en ninguna parte encontramos señales de
vida. Aquí y allá, en el interior de las cabinas, encontramos manchas de aquella
masa extraña, pero, como dijo mi amada, iba a resultar fácil limpiarlas.

"Al final, convencidos ya de que no había nadie en la popa, nos dirigimos a
proa caminando por entre los repugnantes nódulos grises de aquella extraña
sustancia. También registramos la parte de proa y averiguamos que, efectivamente,
salvo nosotros no había nadie a bordo.

"Ya sin ninguna duda al respecto, volvimos a proa y procedimos a instalarnos
tan cómodamente como nos fue posible. Entre los dos pusimos orden y limpiamos
dos de las cabinas y después miré si en el barco había algo comestible. No tardé en
comprobar que así era y mi corazón dio gracias a Dios por su bondad. Además,
descubrí dónde estaba la bomba de agua dulce y, tras repasarla, comprobé que el
agua era potable, aunque tenía un saborcillo desagradable.

"Durante varios días permanecimos a bordo del barco, sin tratar de llegar a la
playa. Trabajábamos afanosamente para hacer de aquél un lugar habitable. Sin
embargo, ya entonces empezábamos a darnos cuenta de que nuestra suerte era aún
menos deseable de lo que hubiera cabido imaginar, pues, aunque, como primera
medida, rascamos las manchas de aquella sustancia que había en el suelo y las
paredes de los camarotes y el salón, en el plazo de veinticuatro horas recuperaban
casi su tamaño original, lo cual no sólo nos desalentaba, sino que nos inspiraba un
vaga sensación de inquietud.

"Con todo, no estábamos dispuestos a darnos por vencidos, así que
volvíamos a poner manos a la obra y no sólo rascábamos la masa, sino que los
sitios donde había estado los regábamos profusamente con ácido carbólico, pues
en la despensa había encontrado una lata llena. Sin embargo, al final de la semana,
la sustancia volvía a presentar toda su fuerza y, además, se había propagado a
otros lugares, como si nosotros, al tocarla, hubiéramos permitido que los gérmenes
se esparcieran.

"Al despertar en la mañana del séptimo día, mi amada se encontró con que
un pequeña porción de la misteriosa sustancia crecía en su almohada, cerca de su
cara. Al verlo, se vistió a toda prisa y vino a mí. En aquel momento me encontraba
yo en la cocina, encendiendo el fuego para el desayuno.

"Ven conmigo, John", dijo, y me condujo a popa. Al ver lo que crecía en su
almohada, me estremecí y en aquel mismo instante decidimos abandonar en
seguida el barco y ver si podíamos instalarnos más cómodamente en tierra firme.
"Rápidamente recogimos nuestras escasas pertenencias y entonces vi que
incluso entre ellas había aparecido la masa, pues en uno de los chales de mi amada,
cerca del borde, había un poco. Tiré la prenda por la borda, sin decirle nada a ella.
"La balsa seguía en el costado del barco, pero como era demasiado difícil
gobernarla, eché al agua un bote pequeño que colgaba de lado a lado de popa y a
bordo del mismo nos dirigimos a la playa. Mas al acercarnos a ella, poco a poco me
di cuenta de que la vil masa que nos había hecho abandonar el barco empezaba a
cubrir todo cuanto había en tierra. En algunos sitios formaba montículos horribles,
fantásticos, que casi parecían moverse, como si albergaran algún tipo de vida
silenciosa, cuando el viento pasaba sobre ellos. En otras partes tomaba la forma de
dedos inmensos, mientras que en otras se limitaba a extenderse, lisa, viscosa y
traicionera. En algunos sitios hacía pensar en árboles enanos y grotescos, llenos de
nudos y pliegues extraordinarios.. . Y todo ello se movía a ratos, horriblemente.
"Al principio nos pareció que en toda la costa que había a nuestro alrededor
no quedaba ni un solo lugar que no estuviera oculto bajo aquella horrible
sustancia; pero más tarde pudimos comprobar que nos equivocábamos, pues al
navegar siguiendo la costa, a cierta distancia, vimos un pequeña extensión de algo
que parecía arena fina y allí desembarcamos. No era arena. Lo que era no lo sé.

Lo único que he podido observar es que sobre ella no crece la masa, mientras que
nada más que ésta aparece en todas partes, salvo allí donde esa tierra que parece
arena dibuja extraños senderos entre la gris desolación, que es en verdad un
espectáculo terrible de ver.

"Es difícil haceros comprender cómo nos animamos al encontrar un sitio que
aparecía absolutamente libre de aquella sustancia. En él depositamos nuestras
pertenencias. Luego volvimos al barco para recoger las cosas que parecía que
íbamos a necesitar. Entre otras cosas, logré llevarme a tierra un de las velas del
barco, con la que construí dos tiendas pequeñas, las cuales, pese a tener un forma
muy irregular, cumplían su cometido. En ellas vivíamos y teníamos almacenadas
las cosas que necesitábamos, y durante varias semanas todo fue bien, sin que
sufriéramos ningún percance digno de señalar. A decir verdad, nos sentíamos muy
felices... porque.... porque estábamos juntos.

"Fue en el pulgar de la mano derecha de mi amada donde apareció la primera
porción de sustancia gris. No era más que un pequeña mancha circular, muy
parecida a un lunar gris. ¡Dios mío! ¡Qué temor embargó mi corazón cuando ella
me la enseñó! La lavamos entre los dos, rociándola con ácido carbólico y agua. Al
día siguiente, por la mañana, volvió a enseñarme la mano. La mancha gris,
parecida a un verruga, volvía a ser visible. Durante un rato estuvimos mirándonos
en silencio. Luego, todavía sin mediar palabra, nos pusimos a eliminarla de nuevo.
Estábamos a la mitad de la operación cuando de pronto mi amada dijo:
"¿Qué es eso que tienes en la cara, amado mío?" Su voz reflejaba inquietud.
Alcé la mano para tocarme la cara.

"¡Ahí! Debajo del cabello junto a la oreja. un poco hacia el frente." Mi dedo se
posó en el lugar que me indicaba y entonces lo supe.

"Primero acabemos de curarte el pulgar", dije. Y ella se sometió sólo porque
temía tocarme antes de que se lo hubiese limpiado. Terminé de lavarle y
desinfectarle el pulgar y entonces ella hizo lo propio con mi cara. Al terminar, nos
sentarnos y estuvimos hablando durante un rato; hablamos de muchas cosas, pues
en nuestras vidas acababan de irrumpir pensamientos inesperados y terribles. De
pronto, sentimos miedo de algo peor que la muerte. Hablamos de cargar el bote
con provisiones y agua y hacernos a la mar; pero por diversas causas éramos
impotentes y... la sustancia ya nos había atacado. Decidimos quedarnos y que Dios
hiciera con nosotros su voluntad. Nosotros esperaríamos.

"Pasó un mes, dos meses, tres meses, y las manchas iban creciendo, a la vez
que aparecían otras. Pero seguíamos esforzándonos por luchar contra el miedo,
tanto es así que sus progresos eran lentos, relativamente hablando.
"De vez en cuando nos aventurábamos a volver al barco en busca de cosas
que nos hacían falta. Allí comprobamos que la sustancia crecía de modo
persistente. Uno de los nódulos de la cubierta principal no tardó en llegar a la
altura de mi cabeza.

"Para entonces ya habíamos abandonado toda esperanza de salir de la isla.
Nos dábamos cuenta de que, padeciendo de aquel mal, no nos permitirían volver
con los demás seres humanos.

"Un vez hubimos llegado a tal conclusión, comprendimos que era necesario
vigilar nuestras existencias de alimentos y agua, pues a la sazón no sabíamos
cuánto tiempo pasaríamos allí, aunque era posible que fuesen muchos años.
"Esto me recuerda que ya os he dicho que soy un anciano. No es así si nos
atenemos a mis años. Pero.... pero...

Se interrumpió, pero luego continuó hablando con cierta brusquedad:
—Como decía, sabíamos que teníamos que ir con cuidado con nuestros
alimentos, pero ignorábamos que nos quedasen tan pocos. Fue un semana después
cuando descubrí que todos los demás depósitos de pan..., que yo suponía llenos...,
estaban vacíos, y que, aparte de algunas latas de verduras y carne y algunas otras
cosas, no teníamos nada para comer excepto el pan del depósito que yo había
abierto.

"Al descubrir esto, decidí hacer algo, lo que pudiese, y traté de pescar en la
laguna, pero no lo conseguí. Entonces me sentí un tanto inclinado al desespero,
hasta que se me ocurrió que podía probar suerte fuera de la laguna, en mar abierto.
"Aquí pescaba algún que otro pez, pero con tan poca frecuencia que apenas
resultaba suficiente para protegernos del hambre que nos amenazaba. Empecé a
pensar que nuestra muerte sobrevendría probablemente a causa del hambre y del
crecimiento de la sustancia que se había apoderado de nuestros cuerpos.

"En ese estado se encontraban nuestros ánimos cuando el cuarto mes tocó a
su fin. Entonces hice un descubrimiento en verdad horrible. Un mañana, poco
antes del mediodía, regresé del barco con un pedazo de galleta que quedaba en él y
vi que mi amada estaba sentada ante la entrada de la tienda, comiendo algo.
"¿Qué es, amada mía?', le pregunté en el momento de saltar a tierra. Mas, al
oír mi voz, pareció un tanto confundida y, volviéndose, con gesto furtivo arrojó
algo hacia el lindero del pequeño claro. Cayó más cerca de lo que ella deseaba y yo,
que empezaba a sentir un vaga sospecha, me acerqué y lo recogí. Era un trozo de la
sustancia gris.

"Al acercarme a ella con aquello en la mano, se puso pálida como un cadáver
y luego se ruborizó.

"Yo me sentía extrañamente aturdido y asustado. ""¡Querida mía! ¡Querida
mía!", dije, incapaz de decir nada más. Pero, al oír mis palabras, no pudo resistirlo
y rompió a llorar amargamente. Poco a poco, cuando se fue calmando, me confesó
que lo había probado el día anterior y que... le había gustado. La obligué a
arrodillarse y le hice prometer que no volvería a tocarlo, por grande que fuera
nuestra hambre. Después de prometérmelo, me dijo que el deseo de comer de
aquello le había sobrevenido de pronto y que, hasta el momento de sentir tal deseo,
la sustancia no le había inspirado más que un repulsión infinita.

"Unas horas después, sintiéndome extrañamente desasosegado, y muy
consternado por lo que había descubierto, eché a andar por uno de los senderos
retorcidos que formaba aquella especie de tierra blanca que parecía arena y que
cruzaba la sustancia gris. Ya me había aventurado por allí en otra ocasión, aunque
sin llegar muy lejos. Esta vez, hallándome enfrascado en pensamientos que me
llenaban de perplejidad, llegué mucho más lejos.

"Súbitamente salí de mi ensimismamiento al oír un ruido extraño y áspero a
mi izquierda. Al volverme rápidamente vi que algo se movía entre la masa que
había cerca de mí, y que presentaba unas formas extraordinarias. Se balanceaba de
un modo precario, como si poseyera vida propia. De pronto, mientras mis
fascinados ojos contemplaban aquello, pensé que se parecía de un modo grotesco a
la figura de un ser humano deforme. Todavía estaba pensando en ello cuando se
oyó un ruido desagradable, como si algo se estuviera rasgando, y vi que uno de los
brazos, que más bien parecían ramas, se estaba despegando de las masas grises
que lo rodeaban y acercándose a mí. La cabeza.... un especie de bola gris sin forma
definida, se inclinó hacia mí. Me quedé allí parado como un estúpido y el brazo
repugnante me rozó la cara. Proferí un grito de terror y retrocedí apresuradamente
unos pasos. En mis labios notaba un sabor dulzón. Pasé la lengua por ellos y al
instante sentí que me embargaba un deseo inhumano. Me volví y cogí un puñado
de sustancia. Luego más Y... más. Mi deseo era insaciable. Mientras devoraba la
sustancia, el recuerdo del descubrimiento de la mañana penetró en el laberinto de
mi cerebro. Dios lo había enviado. Tiré al suelo el fragmento que tenía en la mano.
Luego, totalmente abatido y sintiéndome horriblemente culpable, regresé al
pequeño campamento.

"Creo que en cuanto puso sus ojos en mí, ella lo adivinó, merced a alguna
intuición maravillosa que el amor debía de haberle dado. Su comprensión
silenciosa hizo que me resultara más fácil confesarle mi repentina flaqueza, aunque
omití decirle la cosa extraordinaria que había ocurrido antes. Deseaba ahorrarle
todo terror innecesario.

"Mas lo que había descubierto resultaba intolerable y hacía nacer un terror
incesante en mi cerebro, pues no me cabía la menor duda de que había presenciado
el fin de uno de los hombres que habían llegado a la isla en el barco que estaba en
la laguna. Y en aquel fin monstruoso había presenciado el nuestro propio.
"En lo sucesivo nos abstuvimos de aquel alimento abominable, aunque el
deseo de comerlo se nos había metido en la sangre. Sin embargo, nuestro temible
castigo era inminente, pues día a día, con un rapidez monstruosa, la sustancia
fangosa iba apoderándose de nuestros pobres cuerpos. Materialmente no
podíamos hacer nada para detenerla, y así. .., nosotros.... que habíamos sido
humanos, nos convertimos en... Bueno, cada día importa menos. Sólo. .., sólo que
habíamos sido hombre y doncella.

"Y cada día resulta más terrible la lucha por resistirse al hambre, al deseo
lujurioso de comer esa horrible sustancia.

"Hace un semana terminamos la galleta, y desde entonces he pescado tres
peces. Me encontraba pescando aquí esta noche cuando vuestra goleta surgió de
entre la niebla y casi se me echó encima. Entonces os llamé. El resto ya lo conocéis.
Y que Dios os bendiga por vuestra bondad para con un par de pobres almas
proscritas.

Se oyó el ruido de un remo al sumergirse..., luego el de otro. Después..., la
voz habló de nuevo y por última vez, atravesando la niebla que la envolvía,
fantasmal y lúgubre:
—¡Que Dios os bendiga! ¡Adiós!
—¡Adiós! —gritamos al unísono con voz ronca y el corazón rebosante de
emociones.

Miré a mi alrededor y me di cuenta de que empezaba a amanecer. El sol lanzó
un rayo aislado sobre el mar oculto; la luz mortecina perforó la niebla y con un
fuego melancólico iluminó la barca que se alejaba. Aunque no muy claramente, vi
algo que cabeceaba entre los remos. Me hizo pensar en un esponja..., un esponja
grande y gris que movía la cabeza arriba y abajo... Los remos continuaron
moviéndose. Eran grises... Igual que la barca... Y mis ojos buscaron inútilmente el
lugar donde la mano se unía al remo. Mi mirada volvió rápidamente a la... cabeza.
Se inclinaba hacia delante cuando los remos se movían hacia atrás a causa del
golpe. Luego los remos se hundieron, la barca salió de la zona iluminada y la..., la
cosa se perdió de vista en medio de la niebla, sin dejar de cabecear.

Fuente: Imágenes Góticas
14 páginas

viernes, 6 de junio de 2008

El demonio de la perversidad // Edgar Allan Poe

En la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del alma humana los frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe como un sentimiento radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedieron también habían pasado por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos pasado por alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro conocimiento tan sólo por falta de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala.

Nunca se nos ha ocurrido pensar en ella, simplemente por su gratuidad. No creímos que esa tendencia tuviera necesidad de un impulso. No podíamos percibir su necesidad. No podíamos entender, es decir, aunque la noción de este primum mobile se hubiese introducido por sí misma, no podíamos entender de qué modo era capaz de actuar para mover las cosas humanas, ya temporales, ya eternas. No es posible negar que la frenología, y en gran medida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más que el hombre que piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a dictarle propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de Jehová, construyen sobre estas intenciones sus innumerables sistemas mentales.

En materia de frenología, por ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás era bastante natural hacerlo), que entre los designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre comiera. Asignamos, pues, a éste un órgano de la alimentividad para alimentarse, y este órgano es el acicate con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a comer. En segundo lugar, habiendo decidido que la voluntad de Dios quiere que el hombre propague la especie, descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimos con la combatividad, la idealidad, la casualidad, la constructividad, en una palabra, con todos los órganos que representaran una tendencia, un sentimiento moral o una facultad del puro intelecto. Y en este ordenamiento de los principios de la acción humana, los spurzheimistas, con razón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han hecho sino seguir en principio los pasos de sus predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partir del destino preconcebido del hombre y tomando como fundamento los propósitos de su Creador.

Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación (puesto que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en lo que siempre hace ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo que Dios pretende obligarle a hacer. Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles, ¿cómo lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras? Si no podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en sus tendencias esenciales y en las fases de la creación?

La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a admitir, como principio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad a falta de un término más característico. En el sentido que le doy es, en realidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos, podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones llega a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad de la equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos impele a su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental.

Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una modificación de la que comúnmente provoca la combatividad de la frenología. Pero una mirada mostrará la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la frenología, tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño. Su principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al mismo tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la combatividad, pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no se manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.

Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la sofistería que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical. No es más incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las consecuencias) es consentida.

Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces, energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la tarea, y en la anticipación de su magnífico resultado nuestra alma se enardece. Debe, tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; y ¿por qué? No hay respuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del principio.

El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir con nuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega también un indecible anhelo de postergación realmente espantosa por lo insondable. Este anhelo cobra fuerzas a medida que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al alcance de nuestra mano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido, de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra es la que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela, desaparece, somos libres. La antigua energía retorna. Trabajaremos ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!

Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos quedamos. En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una nube de sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra forma, como el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches. Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo un pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror.

Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoniaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por un instante cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición inevitable, pues la reflexión no hace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo, no podemos hacerlo. Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.

Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible, y podríamos en verdad considerar su perversidad como una instigación directa del demonio si no supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.

He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo explicaros por qué estoy aquí, puedo mostraros algo que tendrá por lo menos una débil apariencia de justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no hubiera sido tan prolijo, o no me hubierais comprendido, o, como la chusma, me hubierais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables víctimas del demonio de la perversidad.
Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta deliberación. Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil planes porque su realización implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo algunas memorias francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida a madame Pilau por obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó de inmediato mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la cama. Sabía también que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito fatigaros con detalles impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediante los cuales sustituí, en el candelero de su dormitorio, la vela que allí encontré por otra de mi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del coroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»

Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó por mi cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la bujía fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera hacerme sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción que nacía en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período muy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer más real que las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen. Pero le sucedió, por fin, una época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi imperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva. Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, o más bien la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases triviales de una ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena o el aria de ópera meritoria. Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo en voz baja la frase: «Estoy a salvo».

Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de murmurar, casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les di esta nueva forma: «Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar abiertamente.»
No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi corazón. Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxito sus embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para confesar el asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera sombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.

Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé vigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un deseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamiento me abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien, que pensar, en mi situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las calles atestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación de mi destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua, lo habría hecho, pero una voz ruda resonó en mis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro. Me volví, abrí la boca para respirar. Por un momento experimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego, sordo, aturdido; y entonces algún demonio invisible —pensé— me golpeó con su ancha palma en la espalda. El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.

Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y apasionada prisa, como si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero densas frases que me entregaban al verdugo y al infierno.

Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra desmayado.
Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre! Pero, ¿dónde?

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