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martes, 12 de abril de 2011

Licantropía en el monte

Luciano Doti

Más de una vez, al terminar de jugar un partido de fútbol, habíamos sentido una presencia extraña en ese predio conocido como Monte Dorrego. Eso sucedía generalmente en invierno, cuando el crepúsculo llegaba temprano y la oscuridad se apoderaba pronto de todo. Los árboles daban en esas circunstancias un toque más tenebroso al paisaje, obligándonos a abandonar el lugar a paso acelerado. De posibles actividades paranormales en el Instituto Sarmiento se sabía poco a ciencia cierta, pero circulaban rumores que abundaban en detalles truculentos. Con todo, algunos elucubraban que esa edificación emanaba un poderoso halo de maldad que impregnaba la atmósfera circundante, incluidos los altos árboles que el viento mecía incansablemente.
En algunas ocasiones, se habían hallado sobre la grava cuerpos de jóvenes muertos. No muchos, pero sí los suficientes como para que la leyenda urbana tomara forma; sobre todo teniendo en cuenta las laceraciones cutáneas y la carne desgarrada en jirones. La versión oficial hablaba de perros feroces vagando solos durante la noche, dogos argentinos o alguna raza inglesa. La de los vecinos, de robo de órganos para transplante; era la década del 80, y los rumores acerca de una van recorriendo las calles a la caza de niños y adolescentes eran moneda corriente; más de uno aseguraba haber sido perseguido, logrando escapar milagrosamente. También se hizo presente el mito, y se introdujo un nuevo elemento a las narraciones orales de los acontecimientos: los asesinatos habían sido cometidos con luna llena. Entonces, los perros fueron reemplazados por lobos, los cuales serían un grupo de niños del instituto, que se habrían convertido en lobisones tras ser mordidos por uno de ellos, séptimo hijo varón.
Así, con la opinión pública dividida en dos, los que abonaban a la teoría del robo de órganos, y los que creían el mito del lobisón, toda Lomas del Mirador estaba atenta y dispuesta a evitar un nuevo hecho sangriento.
Un sábado de luna llena fue la fecha elegida para que un grupo de niños del instituto tomara la comunión en la capilla situada dentro del predio. La ceremonia se realizó al atardecer, cuando ese astro, redondo y brillante, pendía bajo, casi al alcance de las manos; de alguna manera, era una luz que, cual péndulo de psiquiatra, desplegaba su poder hipnótico invitando a fijar la vista en ella. A los niños se los notaba raros, pero se atribuyó esa percepción al nerviosismo natural en personas que recién comienzan a vivir y se disponen a dar un paso que, a esa edad, parece tan trascendental, como es comulgar con Dios. Sin embargo, al ingerir el cuerpo de Cristo se pusieron pálidos, y tuvieron que salir afuera para tomar aire fresco. Allí, bajo el influjo selenita, empezaron a padecer convulsiones, y a hinchárseles las venas y tendones, al mismo tiempo que su cuerpo se cubría de bellos; era un ataque de licantropía, a la vista de todos. La gente huyó despavorida, excepto un grupo de hombres que, sin darles espacio para atacar, los tomó en sus brazos y los empujó dentro de la capilla, donde el sacerdote los roció con agua bendita. Los niños quedaron tirados en el piso, con la respiración agitada y el pulso acelerado; un sudor frió les cubría la frente, pero su cuerpo hervía de fiebre. El cura, sosteniendo un crucifijo frente a ellos, procedió a pronunciar un antiguo conjuro en latín: “¡Vade retro, diábolos!”.
Después de eso no volvieron a repetirse los hallazgos de cuerpos sin vida, y la capilla se cerró, hasta el día de hoy que no se usa para nada.

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