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Blog destinado a publicar literatura de terror de los autores más conocidos, espero que te gusten las historias. Puedes enviar cualquier historia a un amigo(a) haciendo click en el sobrecito blanco. Saludos =)
Enero 2014: Chicos ya no estoy actualizando el blog, pero los relatos están para el que disfrute de la buena lectura =)

lunes, 6 de enero de 2014

EL BRILLO DEL ODIO AL FINAL DEL MIEDO AL AMOR

-¿Dónde estás? –entró rugiendo pero aún modulando la voz, apenas abriendo la puerta lo que tenía de ancho su hombro. Cuando la cerró, empujándola suavemente con la palma a la altura de su considerable trasero, ya se animó a levantar el volumen de su pastoso entonar:-¿Dónde estás, desgraciada?, ¡que ya me enteré, YA ME ENTERÉ!
    “¿Ya se enteró?”, pensó ella, entre confusa, aterrada y agradecida de oírle la voz, manoteando nerviosa el rollo de papel higiénico. “Ya se enteró, ¿de qué?”, se interrogó, mientras se ponía en pie y se calzaba las bragas, desarrebujándose el albornoz de andar por casa, su sempiterna vestimenta.
    -¡¿Qué hice de qué, cariño?! –preguntó en leve tartamudeo, mientras salía al pasillo de la casa; muy leve, sí, deseando sincera respuesta a la cuestión, pero temerosa de obtenerla, a su vez.
    Justo cerrando la puerta del servicio la encontró él, dejando atrás el mueble del recibidor sobre el que estaba posando las llaves mientras dirigía los brillos aunados y redirigidos de la penumbra hacia ella, como una criatura predadora sobrealimentada.
    -¡Ya me enteré, bruja…! –chilló él con su característico tono porcino y sólo inteligible para quién, a fuerza de costumbre, fuera capaz de descifrar las palabras.
    Ella lo entendió perfectamente. Pero no así el contexto en el cual le dedicaba la iracunda revelación.
    -¡¿Pero qué es lo que pasó?! –volvió a tartamudear con la voz más clara,  el corazón encogido de terror mientras él avanzaba con decisión hacia su persona, la cual apretujaba inconscientemente contra la hoja cerrada de la puerta del baño, un puño frío y tenso aún aferrado al pomo redondo.
    -¡¡No te quieras reír de mí, zarrapastrosa!! –le gritó ya llegando hasta ella y levantando su diestra abierta por encima del hombro.
    Ella previó el ataque y se tapó la cara con su temblorosa mano izquierda. No sirvió de nada. Lo que fuera que traía a su hombre tan furioso esa vez era algo serio, dedujo. El manotazo no cayó con el mismo peso muerto y frenazo seco acostumbrado. Fue lanzado contra su menuda figura con la probable total fuerza del hombre, algo que hirió sus dedos al quedar hechos contenido de un bocadillo que cerraba su propia cara y la gran palma de él. La fuerza del ataque la hizo tambalearse hacia atrás, con lo que su apoyo en el pomo de la puerta del servicio cedió un poco cuando la manilla rodó en su tiro y la llevó a ese lado, al interior. Otro manotazo en toda la coronilla la ayudó a coger velocidad y dirección en su viaje de vuelta al servicio. Las zapatillas le bailaban alrededor de unos pies que ya apenas manejaba, aturdida de dolor y miedo, de culpabilidad, de rencor, sumida en un estado mental cercano al shock; de modo que trastabilló hasta llegar a dar de morros con el lavabo en el momento justo de pérdida de equilibrio. Buscando no tocar el suelo con toda su estatura, atinó a mantenerse enganchada al mármol con las manos, sobre las que se apoyó para incorporarse mientras escupía contra el sumidero trocitos rotos de sus incisivos, así como algo de sangre de los labios reventados.
    Alzó la vista encontrándose a sí misma en el reflejo del espejo; y detrás, surgiendo de la oscuridad del pasillo e interrumpiendo con su deformada corpulencia el haz de luz tibia que entraba por el ventanuco lateral, él, que alargaba la misma mano de los golpes hacia su nuca, cerrándola en torno al cabello allí atrás, retorciéndolo y haciendo la piel en torno a sus raíces crisparse de dolor. Tiró con decisión de su cabello obligándola a arquear el cuello hacia atrás. Le escupió en la mejilla al acercarle la cara por encima de su hombro y gritarle:
    -¡¡Esta vez te has pasado de la raya, bruja!!
    Ella no hubiera entendido aún nada de poder ser capaz de pensar en algo. Su conciencia se había replegado muy al interior de su matriz de posibles niveles de pensamiento, dejando apagado todo apercibimiento del sufrimiento de su cuerpo. Como siempre, se ausentaba. La razón era lo de menos, lo que no podía hacer era enfrentarse a él en ningún caso. No era cuestión de impotencia física, pues con voluntad su debilidad se vería compensada de mil maneras. Pero eso le faltaba siempre, la voluntad. No podía ni pensar en hacer daño a un hombre con el que se había casado enamorada.
    Regresaba en sí el mismo momento en que sentía el aire de sus pulmones quedar cada vez más viciado al no ser capaz de expulsarlo y retraer nuevo. Los globos henchidos de infinito desprecio de él se clavaban en los hinchados y enrojecidos de incertidumbre y pena de ella, mientras la hipoxia volvía a distanciarla de la realidad tan pronto como había vuelto a ella por unos segundos. Pero esta vez no iba a parar al lugar con sabor a herrumbre y de textura gelatinosa desde el que esperaba a que pasara la tormenta; ahora era algo vivo y palpitante, pero oscuro y frío, lo que la rodeaba y tiraba de ella muy dentro, demasiado al interior.
    Desaparecía; eso pasaba mientras él seguía constriñendo su garganta con ambas manos, empeñado en hacer sufrir lo que fuera que le quedaba de segundos de vida a su mujer, respirando con la dificultad propia del sobrepeso, babeando de rabia sobre su cuerpo arrodillado de debilidad, de verdadera ausencia, cada vez más y más lejos de allí…
    “Te tengo”, pudo entender, aunque no oía voz.
    “¿Eh?”, se forzó a contestar.
    “Tu amor ha dejado que te matara. Dime, ¿cuántas veces has pensado en que esto podía pasar? ¿Por qué no hiciste nunca nada? Te mostraré un nuevo mundo, uno en que no exista el desequilibrio traído por tu amor. Dime, ¿quieres ver? Di: quiero ver. Y te mostraré.”
    “¿Eres Dios?”
    “Sí.”
    “Quiero ver.”
    Se había manchado las muñecas con la sangre que goteaba de los labios aplastados de su mujer, así que tras pasar por encima de su cuerpo inerte en posición fetal, se limpiaba en el lavabo. Aún seguía furioso, jadeando, con la adrenalina pidiéndole seguir zurrando a algo. La había matado. ¡Cómo le gustaba darle, pero qué maravilloso había sido el acabar con ella de una vez por todas! Llevaba demasiado tiempo deseando saber qué era eso, estrangularla hasta morir… Era posible que a partir de ese momento no fuera capaz de vivir sin ello...
    Sudaba, le picaban las malditas gotitas que le corrían desde el ceño a lo largo de la nariz menuda. Alargó el brazo hacia la toalla y se la restregó por toda la cara enjugándose el sudor febril de hacía unos momentos. El sonido de la prenda frotada contra su barba de dos días ensordecía el mundo, así que fue una sorpresa grande para él quitársela de la cara y oír pasos arrastrados a su espalda. Se hizo a un lado para poder flanquear con la mirada el grueso obstáculo que era su propia imagen en el espejo. Su mujer se tambaleaba hacia la puerta, un hombro asomando del albornoz que ahora llevaba con una desidia que sólo su aturdimiento evidente podía explicar. Aún tenía el cuello enrojecido de la torsión. ¿Cómo podía tener fuerzas para moverse? Con asombro y sin voz, la vio salir del servicio hacia la izquierda, no siendo capaz de hacer más que oírla patear con la única zapatilla que le quedaba puesta a lo largo del pasillo hacia la cocina… Se recogió con la toalla retorcida las nuevas gotas de sudor que afloraban picajosas en su nuca y cuello, mientras pensaba…
    ¡¡El teléfono de la cocina!! ¿Sería capaz de decir algo, con la garganta medio destrozada? Mejor no correr riesgos. Salió a la oscuridad del pasillo, viendo cómo ella ya llegaba a la luz que entraba por las ventanas de la cocina.
    -¡¡No se te ocurra tocar el teléfono!! –chilló con la voz muy aguda de pura frustración. Oírse tan lamentable de repente le hizo sentirse aterrorizado sin motivo. Y eso a su vez le puso furioso, una vez más.
    Pero ella pasó junto al teléfono a la entrada de la cocina sin hacer amago siquiera de escuchar su advertencia, desapareciendo una vez más de su vista más allá del quicio.
    -¡¡¡Oye!!! ¡No! ¡¡¿Adónde  vas?!! –se escuchó decir al vacío, de un lado al otro de la oscuridad que le separaba de su mujer.
    Avanzó, encogiéndosele el corazón durante el breve instante en que la oscuridad le envolvió, como si sintiera por la piel los largos y fríos dedos de miles de criaturas muertas qué, lánguidas, eran incapaces de frenarle. Llegó a la cocina a tiempo de ver a su mujer de espaldas hurgando con una mano en un cajón abierto, la cabeza torcida incómodamente a un lado.
    -¡¡¿Qué coño estás haciendo, tarada?!! –le gritó casi sin aire, loco de furia y miedo.
    Ella, su mujer, se dio media vuelta hacia él con pasos torpes, casi como si fuera a desmayarse de un momento a otro. Tenía los ojos cerrados y grotescamente abultados. El mango de un cuchillo en su mano apoyado contra su vientre, el filo señalándole directamente a él. Algo parecido a una media sonrisa le hacía mostrar los incisivos fragmentados, y  la sangre de los labios heridos estaba siendo sorbida en larga inhalación. Cuando terminó de inspirar, abrió los párpados. Sólo que no había ojos. En su lugar una intensa luz blanca que no iluminaba le miraba directamente a él, y un crujido horrible y rasposo que no reconocía llenó el aire hasta hacerle vibrar los tímpanos.

    -¡¡AHORA YA PUEDO VER!! –gritó ella sin apenas mover los labios.

Autor: Elmer ruddenskjrik@hotmail.com
Gracias!!

HERMANITO

Su hermanito tenía… ¿cuánto? ¿Diez meses? ¿Ya casi el año? Él mismo, en cambio, ya pasaba de los seis. Era mayor para dejarlo allí, llorando en su cuarto al otro lado de la casa, en la misma cunita que antaño había sido la suya.
No sabía cuánto hacía que sus padres se habían ido aquella tarde, pero ya se estaban retrasando. Se había quedado a esperar su regreso muy concentrado en la lectura de “La historia interminable”, y no sabía en qué momento había tenido que encender la lámpara de la mesita junto al sofá para seguir leyendo al ir poniéndose el sol. Sólo cuando su hermanito empezó a gritar desconsolado fue consciente de la oscuridad que se había hecho fuerte por toda la casa. Lo único que permanecía iluminado era su rincón de lectura junto a la lámpara. Ese momento de descubrimiento, con el sollozo potente y desesperado de su hermanito llegándole con tanta fuerza desde algún lugar indeterminado de las lejanas tinieblas, le sobrecogió. Como la mayoría de niños, y aun muchos adultos, tenía miedo a la oscuridad.
¿Y cómo no tenérselo? A un metro escaso de su asiento la tenía, ondulando como lo hace el mar sobre la precaria borda de una balsa de tablas ante sus pupilas desenfocadas, que buscaban ansiosas puntos de referencia quizá insinuados por la imaginación o el recuerdo, y que no hacían más que mostrarse vacilantes tanto en ubicación como en proporciones.
Pero su hermanito lloraba.
Lloraba con una intensidad sobrecogedora. Muchos niños pequeños lloran así por los menores de los motivos, pero a su hermanito nunca le había sentido en tan profunda aflicción. La urgencia de la necesidad natural de ir corriendo a ver qué le pasaba se mezclaba con la alarma terrorífica de una oscuridad infranqueable. Seguía siendo muy bajito para alcanzar la mayoría de interruptores de la luz de la casa, y tampoco era plato de su gusto empezar a manotear a lo loco por las paredes, pues de golpe recordó que ni conocía con exactitud la posición de ninguno de ellos. No estaban tan a mano como su lamparita de leer de la salita, así que su mente se había acostumbrado a ignorarlos por completo. ¿Qué hacer?
Su hermanito chillaba a pleno pulmón, con todas sus fuerzas. Y en sostén tan largo como le permitía todo su aire. Estaba tan alterado que desde su islote de luz oía cómo recuperaba aire sonoramente en continuo gimoteo para expulsar de sí otro alarido sofocado. Era su hermanito y le preocupaba de veras. Esos gritos largos y fuertes de los niños, esos que parecen una alarma o preludio de que llega el fin del mundo, ya resultan descorazonadores de por sí. Escucharlo de su propio hermanito, que estaba perdido y solo y quién sabía qué más en las tinieblas, le estaba volviendo loco de miedo y dudas.
Vamos. Él ya pasaba de los seis años. Era absurdo tener miedo de la oscuridad. Allí no había nada y lo sabía. Sólo debía enfilar la salida de la salita en línea recta  y llegaría tras unos metros de pasillo al cuarto que compartía con su hermanito. Era una larga distancia a ciegas, pero sin obstáculos, sin muebles con los que tropezar… aunque también sin los que poder tener una referencia. No le gustaba la idea de pasarse de largo y empezar a dar vueltas sin orientación. Y menos con los gritos de su hermano crispándole los nervios. Cómo gritaba. ¿Qué le estaría pasando?
Se acercó al límite ante él de la pantalla de luz arrojada por la lamparita. Desde ahí, con la sombra de su menuda silueta extendiéndose a través de ello por el suelo, el marco de la puerta de la salita se le insinuaba apenas en un reflejo ambarino y tenue de madera oscura barnizada. No supo por qué, pero se imaginó que era la suya la cabeza de la sombra, la cabeza que se mezclaba con la negrura indiferente del suelo allí delante. Le recorrió un escalofrío. Estaba seguro que algo vigilaba ahora el contorno que su cuerpo proyectaba fuera de la habitación, esperando predecir el momento en que se atreviera a salir. Quizá ese era el plan.
Un momento, ¿el plan de quién? ¿Y cómo que “ese era el plan”? ¿El plan era que su hermano llorara incómodo para que él saliera a ver qué le pasaba? No se podían tener ideas más absurdas, se dijo. Vamos, se animó de nuevo, vamos, esto es como lo de Atreyu, pero con la ventaja de que es el mundo real. Tu hermanito necesita ayuda, ¿y así te vas a comportar? ¿Asustándote de la nada? Y no de una “Nada” como a la que se enfrentaba Atreyu, si no de nada, asustado por nada. ¡Vamos!
Avanzó hacia la puerta abierta de la salita. Despacio. Mucho se animaba, pero la oscuridad ondulaba como con relieves palpables según se internaba, y su cuidado parecía tener por objetivo instintivo el no llamar la atención de aquello que respiraba tan profundamente como para hacer agitarse la oscuridad. Más despacio. Estiró un brazo hasta tocar la madera resbaladiza y cálida del marco, la de los brillos tenues ambarinos. Estaba muy lejos de su luz de leer, pero muchísimo más de su hermanito. Sus gritos… Sus gritos ya no le parecían una llamada de atención, aquella voz cruel a la par que suplicante era una sentida advertencia. La oscuridad delante, la que no soportaba mirar pero que no se atrevía a dejar de vigilar. Las cosas. No había cosas, pero había cosas que se movían y reflejaban la luz de su lamparita de leer. No, no había nada en ese pasillo, no había nada pero veía cosas.
Sin despegar la mano del marco, reacio a dejar de sentir su cualidad esquiva al tacto con el sudor, puso ambos pies en el pasillo. Ese hercúleo esfuerzo tuvo como recompensa el vahído más intenso y arrastrado por el esfuerzo de la garganta de su hermanito. Sufría solo en la oscuridad que no podía abandonar, mientras él jugaba a anclarse a las puertas.
Salió corriendo, ¡corriendo! Muerto de miedo y de vergüenza propia, arrastrando los dedos de su mano derecha por la pared grumosa con la esperanza de tocar cuanto antes el marco de la puerta abierta de su habitación. Corrió convencido de que algo en toda la mitad izquierda del pasillo corría junto a él, casi veía los brillos blancos de aquello que le sonreía y le seguía, burlón.
¡El marco! Giro a la derecha, al frente, todo recto, las manos estiradas hasta que toques la cuna. Las alzó demasiado, y se clavó el reborde bajo las axilas. La cuna entera se movió por su embestida accidental. Su hermano interrumpió sus gritos. Vamos, ¿dónde estaba? ¡Ahí! Izado como mismamente le había visto a su madre hacerlo, pasándole las manos bajo los sobacos. Lo alzó cuanto podía con gran esfuerzo, ¡pesaba mucho! ¡Ay!, sintió cómo una piernita de su hermanito golpeaba el reborde de la cunita al sacarlo, pero no lo oyó quejarse ni cuando lo apretó fuerte contra su pecho, su cabecita pegada a la mejilla. ¡Bien, le tenemos! ¡Larguémonos!
Su hermanito tenía mucho miedo, era evidente. Pobre, tenía que pasarlo mucho peor que él. En su cuna, encerrado, a oscuras, solo. Pero ya te tengo, hermanito. Se dispuso a desandar el camino con cuidado por no tropezar y hacerle más daño. Salió del cuarto y clavó la mirada en la lamparita de leer allí al final, dentro de la salita. Su hermanito aún estaba asustado, y puede que dolorido. ¡Cómo le clavaba las pequeñas uñitas en la espalda, y con qué fuerza se le abrazaba! Debía haberse despertado por culpa de un catarrito, ¡qué caliente y húmeda tenía la cabeza, y cómo le rugía la garganta! No pasa nada, hermanito, enseguida llegarán papá y mamá. Lleguemos hasta la luz y esperemos…
Se detuvo en seco horrorizado, los ojos a punto de explotar en lágrimas para las cuales no era capaz de sacar una comparsa en voz. La lamparita se difuminó de inmediato en brillos acuosos mientras se le erizaba el pelo de la nuca.

Su hermanito acababa de empezar a llorar de nuevo. A sus espaldas. En su habitación.

Autor: Elmer ruddenskjrik@hotmail.com

Elmer Ruddenskjrik

Dedicado a Sam Lake  
Y ahora, que comience la función...

Antes de que se desatara el infierno y Jebedhia West iniciara su cruzada de realización personal, el señor Ruddenskjrik dedicaba todo el tiempo que era capaz a imaginar historias y transcribirlas en largas cadenas de palabras con la persistente idea de concluir largos relatos de ficción que le convirtieran algún día en alguien digno de admiración. Destacar sobre el resto de la tan despreciada raza humana era lo único que ocupaba su mente retorcida por la alienación y el aislamiento más masoquistas, síntomas debidos a la que él creía más que acertada imagen que se había hecho en su mente de sus congéneres: tenía a los humanos por salvajes bestias que daban tumbos por la vida buscando a quien desgraciar constantemente con sus propios males, estaba seguro de que incluso las mejores personas eran esclavas de frustraciones que en cualquier momento podían manifestarse como serios intentos de esparcir dolor, físico o emocional, por el mundo.
    El problema era que, como todo aquel que se ha vuelto genuinamente loco, él se tenía por encima y muy libre de compartir ese defecto de la naturaleza de las personas y, claro, con el derecho de juzgarlas sin misericordia. Éste fue el principio...
    El señor Ruddenskjrik había empezado a desvariar en su empeño de escribir la mejor obra de ficción de todos los tiempos, un manuscrito que no sólo sería una intensa historia de aventuras, sino también un severo ensayo declamatorio de cuán bajo era el espíritu del género humano. Una historia que cambiaría el mundo. Sin embargo, si alguien hubiera estado pasando con él esas semanas de encierro durante las que apenas comía y en las que dormitaba en su incómoda silla tras desfallecer de agotamiento, hubiera descubierto que, tras trescientas páginas de una apasionante novela, Elmer Ruddenskjrik había empezado a escribir extraños galimatías, eslabones de palabras que difícilmente podrían calificarse como tales, ya que no parecían otra cosa que caracteres pulsados al azar y separados eventualmente siguiendo una lógica incomprensible...
    Pero lo que hubiera hecho fruncir verdaderamente el ceño a este hipotético observador hubiera sido la propia persona del señor Ruddenskjrik. Era todo un espectáculo ver cómo se paraba a repasar con cuidado sus más de mil páginas de manuscrito, como si realmente estuviera escrito en algún idioma comprensible; o descubrir que, a pesar del buen tiempo, Elmer mantenía cerradas las persianas durante el día para escribir a la luz de una pequeña lámpara. Cualquiera que hubiera estado allí con él hubiera empezado a inquietarse al descubrir sus cada vez más dilatadas pupilas bailando con frenesí orgulloso sobre las hojas concluidas, al distinguir el brillo mate de su cada vez más pálida piel bajo el sebo aceitoso en que se estaba convirtiendo su sudor, al mirar a las uñas de sus manos, alargadas, descuidadas, agrietadas de repiquetear contra las teclas de su máquina de escribir...
    Al tiempo que él se transformaba debido a la combinación de su distraída reclusión y su absoluta devoción por su "trabajo", el total vacío de su desesperación, la oscuridad retorcida de su psique, el conjunto de experiencias pasadas, malinterpretadas y febrilmente exageradas por años de enfermiza obsesión, explotaron dentro de la masa de energía que algunos llamarían alma. Todo su odio hacia la raza que le era propia estalló a lo largo de la matriz intangible de la conciencia universal que unía a cada persona con el resto, una unión existente desde el principio de los tiempos, pero nunca antes activada en modo alguno. Todos los seres humanos del mundo sintieron un segundo de malestar, un escalofrío recorrió la nuca de cada uno de ellos a tal velocidad que no tuvieron tiempo sus cuerpos de reaccionar al sentimiento. Todos siguieron con sus vidas como si nada, ignorando lo que no se podía llamar de otra manera: el presentimiento.
    Alguien con un grado mayor de voluntad, con un dominio y comprensión mucho mayores de la capacidad de su propia consciencia, podría haber reconocido y actuado en consecuencia a la poderosa descarga de energía etérea; pero tal clase de ser aún tardaría un par de miles de años de evolución humana en hacer su aparición. La única manera en que alguien en ese tiempo pudiera darse cuenta de que algo pasaba, era poniéndose a leer el manuscrito ininteligible de Elmer Ruddenskjrik: cualquier ser humano vivo que tuviera enfrente el manuscrito descubriría con estupor que comprendía a la perfección todo lo escrito, a pesar de no reconocer la unión de las letras unas con otras. Ruddenskjrik acababa de compartir con cada ser de su raza la clave de la traducción instantánea de la extraña lengua que había creado en su locura y, he ahí la ironía, ahora estaba mucho más unido a los suyos en su encierro de lo que lo había estado nunca antes.
    En lo que concierne al normal transcurrir de la vida de cada persona, esta fortuita unión de sus mentes con la de Elmer no influyó para nada. Elmer continuó escribiendo y todos los demás continuaron con sus vidas, durante unos pocos días más. Sin embargo, y sin dejar por ello de escribir, Elmer empezó a darse cuenta de que, aun no teniendo un control sobre sus acciones, sí podía ver, oír y sentir todo lo que quisiera que estuviera viviendo cada ser humano en el mismo momento. La sensación, abrumadora y caótica, de experimentar miles de millones de vidas al mismo tiempo le impidieron continuar con su obra maestra.
    Elmer, como si la frustrante y terrible capacidad sensitiva de su alma no le afectara personalmente, como si no fuera más que un pequeño inconveniente para seguir escribiendo, se levantó de su silla ante la máquina de escribir y se tumbó en el suelo cuan largo era. Desde ahí, sin moverse lo más mínimo, con los ojos de dilatadas pupilas abiertos de par en par hacia la oscuridad del techo, empezó a cribar todas las experiencias personales que le sobrevenían mezcladas, a fin de distinguir qué pertenecía a quién y evitar recibirlo todo como una incomprensible amalgama. La tarea le llevó cerca de un mes, durante el cual no tuvo necesidad ninguna de alimentarse, beber o dormir. Físicamente debería haber muerto allí mismo, en el suelo, pero la conexión con sus congéneres le infundía una vitalidad que muchos llamarían sobrenatural, aunque no era para nada tal cosa.
    Podría haberlo considerado un don extraordinario y un modo, quizá, de resolver los eternos problemas del mundo. En lugar de eso, el señor Ruddenskjrik empezó a investigar de qué manera podía volver esas percepciones indeseadas e intrusas contra los que las generaban, era su oportunidad de condenar a su modo al género humano. Así de loco estaba Elmer Ruddenskjrik.
    El caso es que su registro y experimentación con la trama de la conciencia colectiva humana, un acto que en algunas religiones llamarían de profunda meditación, le llevó a discernir una pequeña fisura, un resquicio, donde la parte que contenía el alma dentro del cerebro podía interactuar con el resto del sistema nervioso de una manera activa. El problema era que, aunque él podía acceder al alma de un individuo, la voluntad viviente del mismo le impedía a él interrumpir la sinergia entre cuerpo y alma que constituía a la persona, haciéndole imposible usar ambos a su voluntad. Elmer sólo podía observar, pero nada más.
    Pero una idea se le ocurrió. Casi le aterrorizaba la posibilidad de que su audaz intento tuviera éxito, se asombró de que semejante cosa se le pasara por la mente. Ruddenskjrik podía intuir la manera en que la materia de un cuerpo era maleable hasta cierto punto por una voluntad lo bastante poderosa. Se le ocurrió que, si no podía intervenir en el cuerpo de una persona viva, quizá pudiera entrar en la cavidad reservada para el alma de un cuerpo muerto y, sin otra personalidad que monopolizara el sistema nervioso, reanimarlo y hacerlo moverse a voluntad. Se puso a ello.
    Durante seis meses, se vio inmerso en una extenuante y paciente tarea de reconstrucción de cada una de las conexiones entre las neuronas de un cuerpo humano muerto elegido al azar. Huelga decir que, a esas alturas, Ruddenskjrik ya no necesitaba alimentarse ni descansar en absoluto como el resto de seres humanos: su cuerpo se había convertido en una maltrecha saca de huesos marcados bajo una pálida y brillante piel escamosa, como la de un lagarto. El señor Ruddenskjrik permaneció todo ese tiempo tirado en el suelo de su habitación dedicado a su siniestro plan, mantenido vivo por su voluntad, una voluntad que había dado un salto evolutivo gracias a una profunda esquizofrenia y a un odio tan ardiente y profundo como el núcleo de la Tierra.
    Al principio, la resurrección, aunque exitosa, pasó francamente inadvertida. Experimentó con un cadáver al que fue capaz de brindar una fuerza tal que no le costó hacer que saliera de su tumba, unos tres metros bajo tierra. Una buena demostración de que no se equivocaba, de que una fuerte voluntad podía lograr cualquier cosa, incluso dar nuevas energías a la materia muerta... Sus siguientes intentos tuvieron como resultado que se originaran leyendas urbanas o primeras planas de periódicos sensacionalistas. Había gente que decía haber visto a parientes cercanos resucitados vagando por los pueblos, otros que habían sido perseguidos por grupos de cadáveres putrefactos que parecían querer iniciar una conversación.
    Las pruebas del señor Ruddenskjrik fueron pasando cada vez a mayores, hasta que fue capaz de resucitar a prácticamente todo humano sobre la Tierra que no estuviera demasiado deteriorado físicamente. Algo cansado de tanto trabajo, dos años después de que iniciara su exploración de la conciencia colectiva, decidió dotar de cierto grado de inteligencia básica a los muertos resucitados, con las órdenes básicas de "buscar y destruir" a todo humano vivo que se cruzaran a la vista.
    Deleitado de todo el caos y muerte que había esparcido sobre su antigua raza, a la que ya no creía pertenecer, abandonó momentáneamente la contemplación de toda la interminable información que le llegaba de muertos y vivos al mismo tiempo. Se incorporó, con no poco esfuerzo, y se asombró de lo lamentable de su aspecto y del de su habitación. Todo era polvo, sobre el suelo, sobre la ropa arrugada alrededor de su seca persona, en el aire que cruzaban solitarios y dispersos rayos de sol a través de la persiana... No tardó en comprender que no era bueno descuidarse tanto a uno mismo, algo en lo que no había pensado hasta entonces. No creía poder morir de inanición, como el resto de humanos, pero ausentarse así de su cuerpo lo ponía a merced de los vivos, a los que no podía controlar todavía.
    Ruddenskjrik se dirigió al baño, donde se lavó como pudo con agua fría, actuando como si no sintiera nada a través de la piel. El agua dejó de llegar a mitad de su aseo, y acto seguido, sin preocuparse, se vistió con un traje negro de su armario, cogió la más grande gabardina impermeable, también negra, y se colocó sobre la cabeza un sombrero del mismo color que nunca se había puesto, regalo de un familiar de su vida anterior. Al hacerlo, los mechones dispersos que eran cuanto quedaban de su antiguo pelo se soltaron debilitados de la cuarteada piel de su cabeza y cayeron a sus pies en un lento planeo. Se volvió al lugar donde había yacido durante todo ese tiempo, donde había quedado la mayor parte de su espesa cabellera original. No entendía de qué manera, pero había cambiado físicamente del mismo modo que lo había hecho su mente. Su mirada, oscurecida por las muy dilatadas pupilas, se paseó hasta su mesa, donde esperaban su vuelta las teclas de la máquina de escribir, invitándole a continuar su obra... Ya no necesitaba aquello, ahora tenía otra que escribir. De momento sólo lo hacía con humanos muertos, pero era cuestión de tiempo el llegar a transformar la carne viva a su antojo, y entonces habría de reiniciar el mundo a su manera, ya vería cómo. Todo se basaba en experimentar una y otra vez, en intentarlo constantemente...
    A través de la inabarcable experiencia conjunta de los muertos resucitados y la de los humanos supervivientes, Ruddenskjrik controlaba lo que quedaba del mundo. Salió a la calle, bien abrigadito en pleno verano, pero sin nadie que le mirara con hilaridad o estupor ofendido. Cuantos le rodeaban eran cadáveres malolientes que paseaban como perdidos bajo el justo sol del mediodía.
    -Bien -dijo para sí en voz alta, una voz que le pareció extraña, demasiado áspera y aguda para ser la suya, tal y como la recordaba-, todavía quedan unos pocos supervivientes, algo de diversión antes de más trabajo duro...

El Principio...



 Autor: Elmer Ruddenskjrik ruddenskjrik@hotmail.com

SAINA SÓLAR

El aullido de la sirena la despertó. No sonaba como una sirena, a decir verdad. No recordaba sus sueños, si los había tenido, pero volvió en sí boqueando sonoramente tal que si acabara de emerger de un océano sin luz desde cuyo fondo una trompeta anunciara la persecución de un coloso abisal compuesto de hueso, y el sonido no fuera otra cosa que su respiración rebotando en sus cavernosas proporciones, anticipándose al deleite del sabor de su carne.
Sentía todo el cuerpo entumecido, como de haberlo tenido en tensión, y estaba segura de haber padecido una de sus crisis mientras dormía. Se revolvió sobre el liso suelo plateado haciendo crujir la incómoda bata negra que le habían puesto, intentando mover todos sus miembros, acertando a averiguar de nuevo cómo se usaban y que estaban enteros, sacudida por la emergencia, sintiendo aún que el monstruo se acercaba desde algún lugar, que la amenaza la seguía en la vigilia. Se puso en pie con dificultad y enseguida vio que las paredes blancas estaban desconchadas. Parecía que una garra hubiera mellado las grandes baldosas, arrancándolas a su paso y dejando que el hormigón debajo simulara una continuidad de sonrisas y bocas tristes, todas de podridas dentaduras. ¿La había seguido el monstruo a la realidad, lanzando un fallido ataque a su alrededor? Estaba segura de que así era, y lanzó su oscura mirada hacia la salida, deseando que la puerta estuviera abierta, que por una vez vinieran a buscarla para más de esas temidas pruebas, por dolorosas que fueran. Pero la puerta estaba en efecto abierta, arrancada con marco y todo, incrustada en la pared del pasillo. Avanzó tambaleándose hacia ella, sintiendo que el cerebro bamboleaba lentamente como suspendido en una bolsa de densa gelatina que apenas lo mantenía fijo en su lugar. Sus sacudidas dolían, pero apretó los dientes, que rechinaron, y una furia descontrolada dirigió con nueva firmeza sus pies descalzos. Era imposible, pero el gigantesco monstruo, quizá ciego y desorientado bajo la deslumbrante luz del complejo, había salido de la habitación y la buscaba a trompicones por los pasillos. Tenía que irse. ¿Dónde estaban esos guardias blindados cuando se necesitaban? Cobardes, se dijo.
Salir al pasillo hizo que la sirena que era la voz del monstruo se aclarara. Rebotaba por todas partes, o parecía salir de todas partes. ¿Estaba ya dentro del monstruo?  No, si pensaba eso dejaría de moverse. Echó un vistazo desde la esquina, donde el pasillo conectaba con otro diagonalmente. Allí delante otros pasillos se unían o salían de la misma forma a ambos lados. Abrió mucho los ojos, y se quitó de la frente los sudados cabellos teñidos de natural azul oscuro por efecto de las sustancias químicas que le habían estado inoculando durante tanto tiempo. “No”, aulló su mente, y su mano derecha pasó por su cráneo temblando, apretando y estirando suavemente su pelo primero, luego tirando de ello con rabia. Dolía, pero no era consciente de que ella misma se lo hacía. “Monstruos” pensó, viendo que de cada pasillo unas patas apenas se distinguían sobre el blanco de las paredes, asomando pacientes, inmóviles, de cada intersección. Eran como extremidades de ácaros o garrapatas gigantes, y la esperaban a ella, sus cuerpos hambrientos muy satisfechos de saber que su trampa era infranqueable.
Lloraba. Sabía que nunca saldría de allí. Desde donde llegaba la vista distinguió con esperanza que formas humanas llegaban. Era el doctor Ruddenskjrik, que cojeaba sobre su mitad izquierda, soportada por su pesada prótesis cibernética, rodeado por cuatro de los malditos y cobardes soldados negros. Pero no hacían nada. Nadie hacía nada. Ellos se acercaban, y los ácaros gigantes esperaban. Los soldados no les disparaban y los monstruos no se los comían. Sus dientes rechinaron. Todos se amaban entre sí y la odiaban a ella. Y los odiaba.
-Saina, querida –se le acercó el doctor Ruddenskjrik, hablándole con una condescendencia que pesaba físicamente, asiéndola del brazo con la fuerza y el frío que su cibernésis le proveían, la carne de sus dedos abultada y pálida, como si un repugnante parásito tentacular la poseyera-. ¡Querida, querida! ¿Pero no te dije, cuando te metí el sedante, que durmieras tus cuarenta y ocho horas preescritas? Hay que obedecer al buen doctor, mi niña, o tendré que pedirles a estos solícitos hombres que te rompan las piernas. Vuélvete a tu siesta, ¿quieres?
Y con su mano sana el doctor Ruddenskjrik alzó su pistola de inyecciones. La sirena que parecía una trompeta que era la voz del monstruo no había dejado de sonar en todo ese tiempo, pero a ese gesto del doctor se silenció de golpe. Saina sintió que el monstruo había callado sólo para abrir la boca, presto a devorar. Ante su mirada aturdida y rabiosa, la pistola de inyecciones implosionó, arrugándose como papel. Y la mano del doctor con ella, hueso y carne uniéndose al metal y al cristal y al sedante de las ampollas con la misma eficiencia que en su parte cibernética. El buen doctor rugió de dolor y confusión, y al tiempo saltaron los anclajes cibernéticos de su cráneo y cara. Su carne salió disparada contra uno de los soldados, justo antes de que toda la mitad izquierda de Ruddenskjrik se doblara resquebrajando hueso y metal protésico en la forma de una bola que aprisionaba su mitad humana y que echaba a rodar suspendida en el aire ante Saina y entre los cobardes soldados.
El doctor estaba siendo masticado, el monstruo lo devoraba, y quizá los soldados no podían verlo, porque la apuntaban a ella con sus armas, pero ninguno pudo disparar. Las garras del monstruo salieron despedidas a uno y otro lado de Saina, rodeándola, separando a los guardias en mitades a distintas alturas.
Saina temblaba como en sus cada vez más frecuentes crisis, pero no sentía dolor ni miedo, ni la incómoda sensación de pérdida del control, ni la oscuridad fría y solitaria. Los ácaros se escondían. Las personas se deshacían. El monstruo había venido a despertarla y liberarla.


 Autor: Elmer ruddenskjrik@hotmail.com

SUPERMÁN CONTRA LOS MUERTOS VIVIENTES

El aire hacía ondular levemente su capa mientras se dejaba alzar en lenta deriva hacia el continente de nubes, una masa de vapor de agua teñida en tonos rojos y anaranjados allí donde los jirones enrollados despuntaban en el sentido de la gravedad. Los huecos de las alturas se mostraban de un azul de profundidad marina. El Sol, la fuente de todo su poder, la base de la vida en aquel planeta tan distante a todo lo demás en el universo, hacía verse el kilométrico macizo nuboso con la solidez de la roca gastada y pulida y con la dinámica de una marea de agua congelada instantáneamente en mitad de una furiosa tempestad. Kal-El pensaba que era hermoso; no sólo su cielo, también el suelo lo era, antes, a pesar de la superpoblación y la descontrolada explotación del terreno y los recursos por parte de sus protegidos, los terrestres: seres capaces tanto de las más inimaginables proezas, y con infinita imaginación, como de las más antinaturales y perversas de las acciones o actitudes. Realmente, aún se preguntaba si el desastre había sido provocado por ellos; quizá algún experimento que había escapado a las medidas de control, o el desenlace triunfal del plan de una mente genial y desquiciada...
    Había empeorado tan rápido que no había tenido tiempo de investigar la causa o la identidad de los culpables. Sólo... sólo había podido luchar, luchar durante semanas, arrasar con millones de personas que se habían abierto paso desde la profundidad de sus fosas bajo tierra o que habían hecho añicos las losas de sus nichos para atacar a los vivos, quienes resucitaban a su vez, en todas partes, en todo el mundo al mismo tiempo. Los resucitados eran como auténticos demonios, rápidos y con la fuerza desatada de un gorila; la gente no era rival contra esos seres, virtualmente inmortales. La mente de analista científico de Kal-El no era capaz de elucubrar una explicación física y lógica, a decir verdad: los seres sólo podían detenerse reduciéndolos a pedazos lo bastante pequeños para no representar una amenaza por sí mismos. De nada les servía a los aficionados al cine de zombis todo su conocimiento, y por instinto todo el mundo disparaba o golpeaba contra las atolondradas cabezas de los resucitados, la mayoría perdiendo la vida a manos de los monstruos de sesera abierta. A golpes, devorados, estrangulados o pisoteados, así terminaban su estresante carrera de supervivencia la mayoría. La masa de muertos aumentaba y se esparcía por el mundo a la velocidad de un maremoto que socavaba la tierra, ascendía la roca, arrasaba madera y metal y aniquilaba toda vida que quedara al descubierto.
    La peste que le traía desde tanta distancia la superioridad de todo sentido le recordaba la frustración de la que se había abstraído por esos segundos en los que buscaba la reconfortante luz solar que recargara sus fuerzas. Por debajo, a centenares de metros, el manto negro y denso de la tormenta sobre los restos de Metrópolis, bajo el que se arrastraba una mancha de corrupción provista de infinitos pares de piernas. Suspiró e inició un feroz picado atravesando la estática que arrojó sobre él rayos que su fisonomía extraterrestre dispersó y desvió a su alrededor en la forma de ondas esféricas de ionización que aún se mantuvieron oscilando con movimientos pendulares al salir de las nubes, quemando la humedad de la lluvia furiosa que parecía suspendida en el aire mientras la cruzaba a cinco veces la velocidad del sonido. En la distancia, los supervivientes de la guerra contra los muertos, hacinados en la pequeña isla del Centro Internacional de Convenciones, vieron cómo un rayo esférico se estrellaba contra el río que rodeaba la isla, por el lado sur, quemando y hundiendo el agua por un segundo en la forma de un tubo antes de que ésta se derrumbara hacia el espacio vacío explotando en un géiser de vapor.
    Kal-El se abrió espacio girando sobre sí mismo, moviendo el agua a su alrededor y desperdigando el ejército de muertos que vadeaba por el fondo cruzando hacia la carne viva de la isla, avanzando unos sobre otros en una marea submarina de varios cuerpos de altura. La masa zombi rugió al sentir el sacudirse de la vida entre ellos, con sus gargantas sin aire haciendo vibrar el agua en un rumor que por cada solo individuo sería imperceptible al oído humano, pero que en conjunto producía un concierto unísono, tan implorante como inquisidor, que removía la tristeza y la repugnancia natural de la humanidad inherente de Supermán. Cansado y harto, sabiendo que sólo estaba ganando tiempo para los últimos de sus conciudadanos, incapaz de abandonar una lucha que no acabaría como no fuera arrasando el planeta entero, les devolvió a los resucitados su grito sordo de frustración en el momento en que los más próximos intentaban arañar y mordisquear la piel inquebrantable, alguno llevándose un pedacito rasgado de traje azul o de la capa roja por trofeo; un sonido que se propagó por el agua con una potencia tal que los tímpanos explotaban, e incluso buena parte de los huesos del cráneo de muchos muertos vivientes se partían por la vibración. Desde la isla, los supervivientes sintieron el leve seismo que producía su voz, antes de ver el río iluminarse en rojo y bullir: Kal-El calcinó a los muertos en todas direcciones, evaporándolos junto con el agua que le rodeaba, produciendo un vertiginoso torbellino, un cono gigantesco y abismal de agua que giraba mientras caía donde desaparecía la que se convertía en vapor. Se desplazó usando la levitación, sin que el agua mermara en absoluto su avance, hacia la orilla desde la que la masa zombi se arrojaba al río como un afluente contaminado, una gigantesca catarata de cuerpos putrefactos que hizo estallar en llamas ascendiendo de las profundidades con el calor de sus ojos aún encendido en la forma de un haz de láser de cuarenta metros de amplitud. Los cadáveres vivientes salían impulsados hacia los cielos, completamente inútiles, cayendo por todas partes a centenares de metros alrededor, muchos hacia la oscuridad cada vez más ponzoñosa del agua del río de Metrópolis, la mayoría derrumbándose como un manto de brasas hacia la calle mayor desde la que se avecinaba toda la jauría. Supermán subió un poco más en su vuelo, mientras arrojaba su aliento gélido hacia los cuerpos carbonizados, al tiempo que moldeaba con más láser de su visión calorífica el conjunto de cuerpos calcinados y retorcidos, forjando y templando con ambos poderes una sólida bola repugnante de carbón orgánico. Descendió a toda velocidad antes incluso de que el inmenso martillo fabricado tocara el suelo, y le dió impulso con una feroz patada que lo estrelló contra la calzada de Metrópolis con la fuerza de un meteorito cayendo desde más allá de la atmósfera. El impacto sacudió la tierra, cientos de calles se resquebrajaron, los edificios se partieron en dos, derrumbándose sobre sí mismos o contra los adyacentes, mientras un huracán de cristal y hormigón se desperdigaba por kilómetros, aplastando a la infinita muchedumbre zombi bajo un manto de metralla al que siguió la caída de buena parte del suelo de la ciudad sobre el vacío de los varios niveles de metro subterráneo. Los cadáveres sufrían una mutilación y aplastamiento que sólo las civilizaciones azotadas por el cataclismo natural más salvaje podrían haber conocido en el curso de su extinción, mientras los supervivientes de la isla del Centro Internacional de Convenciones resultaban protegidos de la debacle por Kal-El, que volaba a velocidad supersónica manteniendo a raya el denso polvo del impacto con su aliento, y desviaba a terribles puñetazos los pedazos gigantescos que la ciudad moribunda había escupido al cielo en su exhalación final, y que ahora caían como las bolas de cañón de un bombardeo, numerosas y letales.
    El impacto mató de ataque al corazón a tres personas, y causó aturdimiento y pérdida temporal de audición al resto; por acto reflejo, todo el que no cayó desmayado se tiró al suelo, y muy pocos consiguieron sobreponerse a la pérdida de equilibrio y la desorientación lo suficiente como para poder volver a incorporarse, y sólo para visualizar el infierno desatado más allá de la orilla de su isla. El mundo era una negrura sucia de la que el gris mate de la tormenta era techo. El interior de las nubes seguía destellando con furiosos relámpagos cuyo trueno era imposible distinguir del murmullo de la destrucción que acontecía en Metrópolis, que caía y caía sobre sí misma y cada vez más profundo, como si fuera un circuito de fichas de dominó.
    No había acabado con todos los muertos vivientes que quisiera. De hecho muchos se escabullían de entre los escombros aún en movimiento, ignorando su falta de algunas partes o lo agujereado de sus cabezas o torsos. Cuando estaba pensando en sobrevolar los supervivientes para comprobar su estado, aún explorando toda Metrópolis con un veloz barrido a rayos x desde las alturas, un nuevo rumor unísono llegó a su audición supernatural. Gozaba de la intensidad aquejada de rabia y maldición de la masa zombi, y hasta del monótono rugido coral, pero estaba hablando, ¡hablando! Muchas voces antinaturales alzando una declamación desde las profundidades del centro de la ciudad, cercado por barricadas de edificios desplomados.
    -¿Cuánto tiempo más? -aullaban esas voces, en el idioma de cualquier ciudadano de Metrópolis, perfectamente comprensible para él, aunque no comprendiera cómo podía estar pasando- ¿Cuánto tiempo seguirás tratando de evitar lo que ha de pasar?
    Kal-El atravesó la atmósfera de polvo y ceniza de cadáveres pulverizados que inundaba las calles, aterrizando en mitad de la plaza que había sido centro del barrio más comercial de la ciudad. Entre la densa polución del desastre que había ocasionado, Supermán podía ver algo palpitar. Una cosa grande y amorfa, pero que rodaba con cierta solidez, no sin amenazar desparramarse en la dirección en la que convulsionaba, distinta a cada segundo. Parecía avanzar con aleatoriedad, pero sin duda lo hacía hacia él, ahora que había tomado tierra. Supermán se había enfrentado a muchas cosas raras, hasta alcanzar sus 54 años de edad: había conocido seres de otros mundos, de otras dimensiones, y de especies inimaginables y desconocidas del todo para el extenso escrutinio del universo de su raza, los kriptonianos, e incluso había sufrido en sus carnes la impotencia del sometimiento mediante la magia de muy extraños personajes. Pero ahora se le dirigía de voz y presencia una cosa harto repugnante...
    -¡Fuera, por favor, fueraaaaa! -le rugía, o le rugían, según se mirase- ¡Hazte cargo de que éste no es asunto tuyo, no te concierne, no debes influir en esto, y de todas formas en ninguna forma puedes influir...!
    La cosa seguía avanzando. Empezaba a simular un remedo de ser bípedo, de características homínidas. Ya daba pasos, en vez de rodar, pero Kal-El no podía concederle más dignidad al ser, o lo que fuera. De alguna forma una fuerza mantenía juntos en posturas difíciles, imposibles, a los muertos vivientes, que se aglutinaban aplastados, truncados unos contra otros, en bolsas de carne reventada de la que sobresalían huesos y órganos, con los brazos y piernas asomando con movimientos espasmódicos allí donde probablemente no habían encontrado lugar para encajar. Al caminar, el peso de cada paso hacía sonar todos los cuerpos al unísono, rompiéndose y rasgándose toda la materia cárnica, astillándose todo hueso, haciéndose papilla ponzoñosa al tiempo que de alguna manera simulaba ser algo dotado de alguna solidez. Supermán sentía verdaderas nauseas en su estómago, en ayunas desde cerca de un mes. Sus ojos azules, hundidos por el cansancio y la vela constante, enrojecidos por la extenuación de sus poderes oculares, rompieron a llorar de rabia, mientras le gritó a la cosa, de la que no quería saber nada, de la que no quería recibir órdenes y que ni siquiera quería estar viendo moverse... ¿Acaso se había vuelto loco? ¿De verdad estaba viendo eso?
    -¡¡Los estás matando a todos!! -rugió con la voz reverberante que sólo a un dios podría atribuirse, preso de una ira descomunal, toda su poderosa fibra extraterrestre, alimentada por el sol amarillo durante tantos años, aquejada de una tensión tal que la alta temperatura de su cuerpo estaba fundiendo las partículas de humedad a su alrededor.
    -¡Ellos lo han elegido así! -mascullaron las bocas, algunas ahogadas entre los pliegues de carne y las vísceras que se frotaban en constante movimiento, otros rostros apretados contra los restos de las vestimentas de otros cuerpos, como jugando a ser fantasmas. Los cadáveres se mantenían apretados con una gravedad descomunal dotando a la forma que componían cada vez más consistencia, hasta el punto de empezar a resultar en una masa forzuda, que se mantenía en pie resuelta, imitando bastante bien una forma humanoide del tamaño de un autobús, aunque sin cabeza. Siguió explicándose, la pesadilla de cuerpos cimentados en sí mismos.- ¡La masa crítica de su conciencia colectiva ha superado con creces lo permitido, el dispositivo de seguridad ha sido activado, alienígena! ¡Van a desaparecer y no lo puedes evitar!
    Kal-El estalló de furia, incapaz de mantener más la calma tras toda la devastación que había ido desperdigando por el planeta en un vano intento de detener a los humanos resucitados. Su lucha contra ellos por defender a los aún vivos no sólo terminaba con los restos de la civilización, sino con el mismo clima, con las demás especies naturales de la Tierra. No sería descabellado escuchar a algún superviviente decir que Supermán llevaba tiempo al borde de la locura; de hecho la mayoría había empezado a pensar, en el momento de mayor recrudecimiento de la lucha contra los zombis, a nivel mundial, que sus métodos eran tan perjudiciales como el uso de las armas nucleares. Ni él mismo sabía ya si seguía cuerdo, escuchando el críptico discurso de un montón de zombis amalgamados.
    -¡¡¡CÁLLATE!!! -rugió, el estampido sónico de su voz haciendo temblar la carne apretada de la criatura, crepitando con la vibración los huesos aplastados y debilitados, removiendo el polvo de hormigón y vidrio con la fuerza de un huracán.
    Se lanzó directamente contra la criatura, deshaciendo la imposible unión entre los cuerpos, y partiendo por la mitad buena parte de todos ellos, las vísceras deformadas explotando como soltadas repentinamente a la falta de presión del espacio. Mientras el ser caía derribado por el impacto que lo había agujerado a la mitad, Supermán continuó volando, ascendiendo a toda velocidad y dejándose caer nuevamente hacia la masa de cuerpos que se sacudían buscando de nuevo la espantosa unión. Cayó directamente en mitad de ellos, aplástándolos bajos sus pies, golpeándolos contra el suelo con una fuerza que provocó un cráter de varios metros de profundidad, hundiéndose con ellos bajo tierra, mientras la sangre y las entrañas explotaban a su alrededor, volviendo rojo por completo su traje y su piel, haciendo a su boca saborear los fluidos podridos y pastosos que mantenía engranados los movimientos de las criaturas semimuertas... Piernas arrancadas de cuajo, y con las articulaciones desviadas, intentaban patearle mientras torsos sin brazos y manos que se arrastraban solitarias intentaban morderle y arrancarle la piel: la masa de los muertos se cerraba sobre él como la trampa de una planta carnívora, mientras cada uno de los individuos que la formaban hacían lo imposible dentro de sus capacidades para intentar acabar con él. Los muertos se apretaron, convirtiéndose en su techo, paredes y suelo. Le echaban sus alientos malolientes y sin calor, y le manoseaban a golpes de uñas que se desconchaban y de dientes que se partían bajo la presión desesperada con la que lanzaban los mordiscos, todo eso mientras le restregaban sus vísceras pútridas colmadas de excrementos por todas partes. La bola parecía estar intentando asfixiarle, encerrándole bajo un peso mucho mayor del que la cantidad de muertos realmente sumarían... Algo sobrenatural intentaba matarle o disuadirle, pero Kal-El podía aguantar la respiración durante cerca de una hora, sin problemas, permitiéndose incluso volar por el espacio gracias a cómo soportaba su cuerpo las altas presiones o la falta absoluta de ellas. Intentó destrozar la presa empujándola y soltando devastadores puñetazos, pero las carnes se deshacían bajo su empuje, adhiriéndose a su cuerpo en movimiento como una pasta inquebrantable. Usó su poder de levitación para subir con la bola de carne a cuestas a una velocidad tal que prácticamente se apareció más allá de la atmósfera, donde los cadáveres no soportaron las bajas temperaturas, convirtiéndose en un gigantesco copo redondeado de cristal. Supermán lo hizo añicos proyectándose en dirección de descenso hacia Metrópolis, pero tan pronto como dejó tras de sí una vez más la frontera negra de la tormenta, descubrió que en la isla de los supervivientes se había desatado la locura por la matanza a manos de los muertos vivientes.
    Las personas que habían muerto de infarto a causa del poderoso impacto del martillo de cadáveres carbonizados de Supermán se habían alzado de nuevo para atacar a los demás, todo eso mientras él había estado enfrentando su desconcierto ante la infame megamente conformada por los muertos. La gente corría en círculos o intentaba saltar al agua del río, pero los muertos recientes no se cansaban y resultaban implacables, incluso se tiraban tras los que echaban a nadar, agarrándose a ellos para arrastrarles hacia el fondo mientras les propinaban golpes y mordiscos... Kal-El se maldijo en silencio, apretando los dientes hasta hacerse sangrar las encías y tensando los puños hasta el punto de hincarse las uñas en las palmas. Todo era inútil: hasta de morir por muerte natural, los humanos se estaban volviendo cadáveres asesinos, y el puñado que había estado intentando mantener con vida estaba siendo masacrado bajo sus pies. No había futuro para sus protegidos. Estalló en una locura desatada, voló directamente contra el Centro Internacional de Convenciones de la isla, fundiendo con su mirada de láser la cúpula y su interior, y los cimientos bajo las varias plantas de aparcamientos, y la tierra blanda y arenosa de más abajo, haciéndola cristalizarse en rojo blanco mientras volaba en mitad de ese infierno, hacia el que se precipitaba toda la isla, junto a los muertos vivientes y los pocos supervivientes que aún sollozaban sin esperanza. Todo caía sobre él, hacia él, allí abajo, donde era señor del fuego bajo la tierra, el fuego de sus ojos, con el que veía tanto como destruía. Sacudía a manotazos el fluido que parecía vivo, que ondulaba por la fusión de sus ojos y la semisolidificación en las partes más alejadas del centro de las llamas de luz. La isla siguió hundiéndose por su centro hacia el lago de magma que él conformaba.
    Kal-El, enloquecido de dolor y desesperación, era la viva imagen de un demonio de los que imaginaban las religiones de los terrestres, flotando en mitad de un fuego que no era tal, un medio que él creaba y del que a la vez formaba parte, disparando hacia los cielos, más allá de las nubes, gigantescos pedazos de cristal fundido con sus propias manos, que no mucho después empezaban a caer a millares por todos lados sobre la vasta extensión de Metrópolis y más allá. Las legiones de muertos vivientes no tardaron en verse arrolladas por ríos de fuego propagado por los pedazos de cristal ardiente que chocaban contra la ciudad y rodaban centenares de metros rebotando en los edificios. Y él, arrancado por el horror y el fracaso de su hermandad con la humanidad, tras terminar de vaciar su furia infructuosa, dejó el cráter en mitad de Metrópolis, permitiendo a la caída continua del agua del río enfriar, en la forma de gigantescos pétalos de cristal ondulado, la masa de magma.
    Superman había perdido a la raza humana, lo único que le unía a ese mundo y a la vida, por razones oscuras o antiguas que no alcanzaría nunca a comprender. Se alejó tan rápido como la física se lo permitía, atravesando el vacío del espacio, con la mirada fija en el vacío eterno de más allá. Se lanzó tan lejos como pudo durante todo el tiempo en que era capaz de contener la respiración.

    Tan lejos que ni hubiera podido ya distinguir su valioso sol amarillo del resto de estrellas, de haber querido volver la vista atrás.

Autor: Elmer ruddenskjrik@hotmail.com