Dedicado
a Sam Lake
Y ahora, que comience la
función...
Antes
de que se desatara el infierno y Jebedhia West iniciara su cruzada de
realización personal, el señor Ruddenskjrik dedicaba todo el tiempo que era
capaz a imaginar historias y transcribirlas en largas cadenas de palabras con
la persistente idea de concluir largos relatos de ficción que le convirtieran
algún día en alguien digno de admiración. Destacar sobre el resto de la tan
despreciada raza humana era lo único que ocupaba su mente retorcida por la
alienación y el aislamiento más masoquistas, síntomas debidos a la que él creía
más que acertada imagen que se había hecho en su mente de sus congéneres: tenía
a los humanos por salvajes bestias que daban tumbos por la vida buscando a
quien desgraciar constantemente con sus propios males, estaba seguro de que incluso
las mejores personas eran esclavas de frustraciones que en cualquier momento
podían manifestarse como serios intentos de esparcir dolor, físico o emocional,
por el mundo.
El problema era que, como todo aquel que se
ha vuelto genuinamente loco, él se tenía por encima y muy libre de compartir
ese defecto de la naturaleza de las personas y, claro, con el derecho de
juzgarlas sin misericordia. Éste fue el principio...
El señor Ruddenskjrik había empezado a
desvariar en su empeño de escribir la mejor obra de ficción de todos los
tiempos, un manuscrito que no sólo sería una intensa historia de aventuras,
sino también un severo ensayo declamatorio de cuán bajo era el espíritu del
género humano. Una historia que cambiaría el mundo. Sin embargo, si alguien
hubiera estado pasando con él esas semanas de encierro durante las que apenas
comía y en las que dormitaba en su incómoda silla tras desfallecer de
agotamiento, hubiera descubierto que, tras trescientas páginas de una
apasionante novela, Elmer Ruddenskjrik había empezado a escribir extraños
galimatías, eslabones de palabras que difícilmente podrían calificarse como
tales, ya que no parecían otra cosa que caracteres pulsados al azar y separados
eventualmente siguiendo una lógica incomprensible...
Pero lo que hubiera hecho fruncir
verdaderamente el ceño a este hipotético observador hubiera sido la propia
persona del señor Ruddenskjrik. Era todo un espectáculo ver cómo se paraba a
repasar con cuidado sus más de mil páginas de manuscrito, como si realmente
estuviera escrito en algún idioma comprensible; o descubrir que, a pesar del
buen tiempo, Elmer mantenía cerradas las persianas durante el día para escribir
a la luz de una pequeña lámpara. Cualquiera que hubiera estado allí con él
hubiera empezado a inquietarse al descubrir sus cada vez más dilatadas pupilas
bailando con frenesí orgulloso sobre las hojas concluidas, al distinguir el
brillo mate de su cada vez más pálida piel bajo el sebo aceitoso en que se
estaba convirtiendo su sudor, al mirar a las uñas de sus manos, alargadas,
descuidadas, agrietadas de repiquetear contra las teclas de su máquina de
escribir...
Al tiempo que él se transformaba debido a
la combinación de su distraída reclusión y su absoluta devoción por su
"trabajo", el total vacío de su desesperación, la oscuridad retorcida
de su psique, el conjunto de experiencias pasadas, malinterpretadas y
febrilmente exageradas por años de enfermiza obsesión, explotaron dentro de la
masa de energía que algunos llamarían alma. Todo su odio hacia la raza que le
era propia estalló a lo largo de la matriz intangible de la conciencia
universal que unía a cada persona con el resto, una unión existente desde el
principio de los tiempos, pero nunca antes activada en modo alguno. Todos los
seres humanos del mundo sintieron un segundo de malestar, un escalofrío
recorrió la nuca de cada uno de ellos a tal velocidad que no tuvieron tiempo
sus cuerpos de reaccionar al sentimiento. Todos siguieron con sus vidas como si
nada, ignorando lo que no se podía llamar de otra manera: el presentimiento.
Alguien con un grado mayor de voluntad, con
un dominio y comprensión mucho mayores de la capacidad de su propia
consciencia, podría haber reconocido y actuado en consecuencia a la poderosa
descarga de energía etérea; pero tal clase de ser aún tardaría un par de miles
de años de evolución humana en hacer su aparición. La única manera en que
alguien en ese tiempo pudiera darse cuenta de que algo pasaba, era poniéndose a
leer el manuscrito ininteligible de Elmer Ruddenskjrik: cualquier ser humano
vivo que tuviera enfrente el manuscrito descubriría con estupor que comprendía
a la perfección todo lo escrito, a pesar de no reconocer la unión de las letras
unas con otras. Ruddenskjrik acababa de compartir con cada ser de su raza la
clave de la traducción instantánea de la extraña lengua que había creado en su
locura y, he ahí la ironía, ahora estaba mucho más unido a los suyos en su
encierro de lo que lo había estado nunca antes.
En lo que concierne al normal transcurrir
de la vida de cada persona, esta fortuita unión de sus mentes con la de Elmer
no influyó para nada. Elmer continuó escribiendo y todos los demás continuaron
con sus vidas, durante unos pocos días más. Sin embargo, y sin dejar por ello
de escribir, Elmer empezó a darse cuenta de que, aun no teniendo un control
sobre sus acciones, sí podía ver, oír y sentir todo lo que quisiera que
estuviera viviendo cada ser humano en el mismo momento. La sensación,
abrumadora y caótica, de experimentar miles de millones de vidas al mismo
tiempo le impidieron continuar con su obra maestra.
Elmer, como si la frustrante y terrible
capacidad sensitiva de su alma no le afectara personalmente, como si no fuera
más que un pequeño inconveniente para seguir escribiendo, se levantó de su
silla ante la máquina de escribir y se tumbó en el suelo cuan largo era. Desde
ahí, sin moverse lo más mínimo, con los ojos de dilatadas pupilas abiertos de
par en par hacia la oscuridad del techo, empezó a cribar todas las experiencias
personales que le sobrevenían mezcladas, a fin de distinguir qué pertenecía a
quién y evitar recibirlo todo como una incomprensible amalgama. La tarea le
llevó cerca de un mes, durante el cual no tuvo necesidad ninguna de
alimentarse, beber o dormir. Físicamente debería haber muerto allí mismo, en el
suelo, pero la conexión con sus congéneres le infundía una vitalidad que muchos
llamarían sobrenatural, aunque no era para nada tal cosa.
Podría haberlo considerado un don
extraordinario y un modo, quizá, de resolver los eternos problemas del mundo.
En lugar de eso, el señor Ruddenskjrik empezó a investigar de qué manera podía
volver esas percepciones indeseadas e intrusas contra los que las generaban,
era su oportunidad de condenar a su modo al género humano. Así de loco estaba
Elmer Ruddenskjrik.
El caso es que su registro y
experimentación con la trama de la conciencia colectiva humana, un acto que en
algunas religiones llamarían de profunda meditación, le llevó a discernir una
pequeña fisura, un resquicio, donde la parte que contenía el alma dentro del
cerebro podía interactuar con el resto del sistema nervioso de una manera
activa. El problema era que, aunque él podía acceder al alma de un individuo,
la voluntad viviente del mismo le impedía a él interrumpir la sinergia entre
cuerpo y alma que constituía a la persona, haciéndole imposible usar ambos a su
voluntad. Elmer sólo podía observar, pero nada más.
Pero una idea se le ocurrió. Casi le
aterrorizaba la posibilidad de que su audaz intento tuviera éxito, se asombró
de que semejante cosa se le pasara por la mente. Ruddenskjrik podía intuir la
manera en que la materia de un cuerpo era maleable hasta cierto punto por una
voluntad lo bastante poderosa. Se le ocurrió que, si no podía intervenir en el
cuerpo de una persona viva, quizá pudiera entrar en la cavidad reservada para
el alma de un cuerpo muerto y, sin otra personalidad que monopolizara el
sistema nervioso, reanimarlo y hacerlo moverse a voluntad. Se puso a ello.
Durante seis meses, se vio inmerso en una
extenuante y paciente tarea de reconstrucción de cada una de las conexiones
entre las neuronas de un cuerpo humano muerto elegido al azar. Huelga decir
que, a esas alturas, Ruddenskjrik ya no necesitaba alimentarse ni descansar en
absoluto como el resto de seres humanos: su cuerpo se había convertido en una
maltrecha saca de huesos marcados bajo una pálida y brillante piel escamosa,
como la de un lagarto. El señor Ruddenskjrik permaneció todo ese tiempo tirado
en el suelo de su habitación dedicado a su siniestro plan, mantenido vivo por
su voluntad, una voluntad que había dado un salto evolutivo gracias a una
profunda esquizofrenia y a un odio tan ardiente y profundo como el núcleo de la
Tierra.
Al principio, la resurrección, aunque
exitosa, pasó francamente inadvertida. Experimentó con un cadáver al que fue
capaz de brindar una fuerza tal que no le costó hacer que saliera de su tumba,
unos tres metros bajo tierra. Una buena demostración de que no se equivocaba,
de que una fuerte voluntad podía lograr cualquier cosa, incluso dar nuevas
energías a la materia muerta... Sus siguientes intentos tuvieron como resultado
que se originaran leyendas urbanas o primeras planas de periódicos
sensacionalistas. Había gente que decía haber visto a parientes cercanos resucitados
vagando por los pueblos, otros que habían sido perseguidos por grupos de
cadáveres putrefactos que parecían querer iniciar una conversación.
Las pruebas del señor Ruddenskjrik fueron
pasando cada vez a mayores, hasta que fue capaz de resucitar a prácticamente
todo humano sobre la Tierra que no estuviera demasiado deteriorado físicamente.
Algo cansado de tanto trabajo, dos años después de que iniciara su exploración
de la conciencia colectiva, decidió dotar de cierto grado de inteligencia básica
a los muertos resucitados, con las órdenes básicas de "buscar y
destruir" a todo humano vivo que se cruzaran a la vista.
Deleitado de todo el caos y muerte que
había esparcido sobre su antigua raza, a la que ya no creía pertenecer,
abandonó momentáneamente la contemplación de toda la interminable información
que le llegaba de muertos y vivos al mismo tiempo. Se incorporó, con no poco
esfuerzo, y se asombró de lo lamentable de su aspecto y del de su habitación.
Todo era polvo, sobre el suelo, sobre la ropa arrugada alrededor de su seca
persona, en el aire que cruzaban solitarios y dispersos rayos de sol a través
de la persiana... No tardó en comprender que no era bueno descuidarse tanto a
uno mismo, algo en lo que no había pensado hasta entonces. No creía poder morir
de inanición, como el resto de humanos, pero ausentarse así de su cuerpo lo
ponía a merced de los vivos, a los que no podía controlar todavía.
Ruddenskjrik se dirigió al baño, donde se
lavó como pudo con agua fría, actuando como si no sintiera nada a través de la
piel. El agua dejó de llegar a mitad de su aseo, y acto seguido, sin
preocuparse, se vistió con un traje negro de su armario, cogió la más grande
gabardina impermeable, también negra, y se colocó sobre la cabeza un sombrero
del mismo color que nunca se había puesto, regalo de un familiar de su vida
anterior. Al hacerlo, los mechones dispersos que eran cuanto quedaban de su
antiguo pelo se soltaron debilitados de la cuarteada piel de su cabeza y
cayeron a sus pies en un lento planeo. Se volvió al lugar donde había yacido
durante todo ese tiempo, donde había quedado la mayor parte de su espesa
cabellera original. No entendía de qué manera, pero había cambiado físicamente
del mismo modo que lo había hecho su mente. Su mirada, oscurecida por las muy
dilatadas pupilas, se paseó hasta su mesa, donde esperaban su vuelta las teclas
de la máquina de escribir, invitándole a continuar su obra... Ya no necesitaba
aquello, ahora tenía otra que escribir. De momento sólo lo hacía con humanos
muertos, pero era cuestión de tiempo el llegar a transformar la carne viva a su
antojo, y entonces habría de reiniciar el mundo a su manera, ya vería cómo.
Todo se basaba en experimentar una y otra vez, en intentarlo constantemente...
A través de la inabarcable experiencia
conjunta de los muertos resucitados y la de los humanos supervivientes,
Ruddenskjrik controlaba lo que quedaba del mundo. Salió a la calle, bien
abrigadito en pleno verano, pero sin nadie que le mirara con hilaridad o
estupor ofendido. Cuantos le rodeaban eran cadáveres malolientes que paseaban
como perdidos bajo el justo sol del mediodía.
-Bien -dijo para sí en voz alta, una voz
que le pareció extraña, demasiado áspera y aguda para ser la suya, tal y como
la recordaba-, todavía quedan unos pocos supervivientes, algo de diversión
antes de más trabajo duro...
El Principio...
Autor: Elmer Ruddenskjrik ruddenskjrik@hotmail.com
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