El aire hacía ondular levemente su capa mientras se dejaba alzar en
lenta deriva hacia el continente de nubes, una masa de vapor de agua teñida en
tonos rojos y anaranjados allí donde los jirones enrollados despuntaban en el
sentido de la gravedad. Los huecos de las alturas se mostraban de un azul de
profundidad marina. El Sol, la fuente de todo su poder, la base de la vida en
aquel planeta tan distante a todo lo demás en el universo, hacía verse el
kilométrico macizo nuboso con la solidez de la roca gastada y pulida y con la
dinámica de una marea de agua congelada instantáneamente en mitad de una
furiosa tempestad. Kal-El pensaba que era hermoso; no sólo su cielo, también el
suelo lo era, antes, a pesar de la superpoblación y la descontrolada
explotación del terreno y los recursos por parte de sus protegidos, los
terrestres: seres capaces tanto de las más inimaginables proezas, y con
infinita imaginación, como de las más antinaturales y perversas de las acciones
o actitudes. Realmente, aún se preguntaba si el desastre había sido provocado
por ellos; quizá algún experimento que había escapado a las medidas de control,
o el desenlace triunfal del plan de una mente genial y desquiciada...
Había empeorado tan rápido
que no había tenido tiempo de investigar la causa o la identidad de los
culpables. Sólo... sólo había podido luchar, luchar durante semanas, arrasar
con millones de personas que se habían abierto paso desde la profundidad de sus
fosas bajo tierra o que habían hecho añicos las losas de sus nichos para atacar
a los vivos, quienes resucitaban a su vez, en todas partes, en todo el mundo al
mismo tiempo. Los resucitados eran como auténticos demonios, rápidos y con la
fuerza desatada de un gorila; la gente no era rival contra esos seres,
virtualmente inmortales. La mente de analista científico de Kal-El no era capaz
de elucubrar una explicación física y lógica, a decir verdad: los seres sólo
podían detenerse reduciéndolos a pedazos lo bastante pequeños para no representar
una amenaza por sí mismos. De nada les servía a los aficionados al cine de
zombis todo su conocimiento, y por instinto todo el mundo disparaba o golpeaba
contra las atolondradas cabezas de los resucitados, la mayoría perdiendo la
vida a manos de los monstruos de sesera abierta. A golpes, devorados,
estrangulados o pisoteados, así terminaban su estresante carrera de
supervivencia la mayoría. La masa de muertos aumentaba y se esparcía por el
mundo a la velocidad de un maremoto que socavaba la tierra, ascendía la roca,
arrasaba madera y metal y aniquilaba toda vida que quedara al descubierto.
La peste que le traía desde
tanta distancia la superioridad de todo sentido le recordaba la frustración de
la que se había abstraído por esos segundos en los que buscaba la reconfortante
luz solar que recargara sus fuerzas. Por debajo, a centenares de metros, el
manto negro y denso de la tormenta sobre los restos de Metrópolis, bajo el que
se arrastraba una mancha de corrupción provista de infinitos pares de piernas.
Suspiró e inició un feroz picado atravesando la estática que arrojó sobre él
rayos que su fisonomía extraterrestre dispersó y desvió a su alrededor en la
forma de ondas esféricas de ionización que aún se mantuvieron oscilando con
movimientos pendulares al salir de las nubes, quemando la humedad de la lluvia
furiosa que parecía suspendida en el aire mientras la cruzaba a cinco veces la
velocidad del sonido. En la distancia, los supervivientes de la guerra contra
los muertos, hacinados en la pequeña isla del Centro Internacional de
Convenciones, vieron cómo un rayo esférico se estrellaba contra el río que
rodeaba la isla, por el lado sur, quemando y hundiendo el agua por un segundo
en la forma de un tubo antes de que ésta se derrumbara hacia el espacio vacío
explotando en un géiser de vapor.
Kal-El se abrió espacio
girando sobre sí mismo, moviendo el agua a su alrededor y desperdigando el
ejército de muertos que vadeaba por el fondo cruzando hacia la carne viva de la
isla, avanzando unos sobre otros en una marea submarina de varios cuerpos de
altura. La masa zombi rugió al sentir el sacudirse de la vida entre ellos, con
sus gargantas sin aire haciendo vibrar el agua en un rumor que por cada solo
individuo sería imperceptible al oído humano, pero que en conjunto producía un
concierto unísono, tan implorante como inquisidor, que removía la tristeza y la
repugnancia natural de la humanidad inherente de Supermán. Cansado y harto,
sabiendo que sólo estaba ganando tiempo para los últimos de sus conciudadanos,
incapaz de abandonar una lucha que no acabaría como no fuera arrasando el
planeta entero, les devolvió a los resucitados su grito sordo de frustración en
el momento en que los más próximos intentaban arañar y mordisquear la piel
inquebrantable, alguno llevándose un pedacito rasgado de traje azul o de la
capa roja por trofeo; un sonido que se propagó por el agua con una potencia tal
que los tímpanos explotaban, e incluso buena parte de los huesos del cráneo de
muchos muertos vivientes se partían por la vibración. Desde la isla, los
supervivientes sintieron el leve seismo que producía su voz, antes de ver el
río iluminarse en rojo y bullir: Kal-El calcinó a los muertos en todas
direcciones, evaporándolos junto con el agua que le rodeaba, produciendo un
vertiginoso torbellino, un cono gigantesco y abismal de agua que giraba
mientras caía donde desaparecía la que se convertía en vapor. Se desplazó
usando la levitación, sin que el agua mermara en absoluto su avance, hacia la
orilla desde la que la masa zombi se arrojaba al río como un afluente
contaminado, una gigantesca catarata de cuerpos putrefactos que hizo estallar
en llamas ascendiendo de las profundidades con el calor de sus ojos aún
encendido en la forma de un haz de láser de cuarenta metros de amplitud. Los
cadáveres vivientes salían impulsados hacia los cielos, completamente inútiles,
cayendo por todas partes a centenares de metros alrededor, muchos hacia la
oscuridad cada vez más ponzoñosa del agua del río de Metrópolis, la mayoría
derrumbándose como un manto de brasas hacia la calle mayor desde la que se
avecinaba toda la jauría. Supermán subió un poco más en su vuelo, mientras
arrojaba su aliento gélido hacia los cuerpos carbonizados, al tiempo que
moldeaba con más láser de su visión calorífica el conjunto de cuerpos
calcinados y retorcidos, forjando y templando con ambos poderes una sólida bola
repugnante de carbón orgánico. Descendió a toda velocidad antes incluso de que
el inmenso martillo fabricado tocara el suelo, y le dió impulso con una feroz
patada que lo estrelló contra la calzada de Metrópolis con la fuerza de un
meteorito cayendo desde más allá de la atmósfera. El impacto sacudió la tierra,
cientos de calles se resquebrajaron, los edificios se partieron en dos,
derrumbándose sobre sí mismos o contra los adyacentes, mientras un huracán de
cristal y hormigón se desperdigaba por kilómetros, aplastando a la infinita
muchedumbre zombi bajo un manto de metralla al que siguió la caída de buena
parte del suelo de la ciudad sobre el vacío de los varios niveles de metro
subterráneo. Los cadáveres sufrían una mutilación y aplastamiento que sólo las
civilizaciones azotadas por el cataclismo natural más salvaje podrían haber
conocido en el curso de su extinción, mientras los supervivientes de la isla
del Centro Internacional de Convenciones resultaban protegidos de la debacle
por Kal-El, que volaba a velocidad supersónica manteniendo a raya el denso
polvo del impacto con su aliento, y desviaba a terribles puñetazos los pedazos
gigantescos que la ciudad moribunda había escupido al cielo en su exhalación
final, y que ahora caían como las bolas de cañón de un bombardeo, numerosas y
letales.
El impacto mató de ataque al
corazón a tres personas, y causó aturdimiento y pérdida temporal de audición al
resto; por acto reflejo, todo el que no cayó desmayado se tiró al suelo, y muy
pocos consiguieron sobreponerse a la pérdida de equilibrio y la desorientación
lo suficiente como para poder volver a incorporarse, y sólo para visualizar el
infierno desatado más allá de la orilla de su isla. El mundo era una negrura
sucia de la que el gris mate de la tormenta era techo. El interior de las nubes
seguía destellando con furiosos relámpagos cuyo trueno era imposible distinguir
del murmullo de la destrucción que acontecía en Metrópolis, que caía y caía
sobre sí misma y cada vez más profundo, como si fuera un circuito de fichas de
dominó.
No había acabado con todos
los muertos vivientes que quisiera. De hecho muchos se escabullían de entre los
escombros aún en movimiento, ignorando su falta de algunas partes o lo
agujereado de sus cabezas o torsos. Cuando estaba pensando en sobrevolar los
supervivientes para comprobar su estado, aún explorando toda Metrópolis con un
veloz barrido a rayos x desde las alturas, un nuevo rumor unísono llegó a su
audición supernatural. Gozaba de la intensidad aquejada de rabia y maldición de
la masa zombi, y hasta del monótono rugido coral, pero estaba hablando,
¡hablando! Muchas voces antinaturales alzando una declamación desde las
profundidades del centro de la ciudad, cercado por barricadas de edificios
desplomados.
-¿Cuánto tiempo más?
-aullaban esas voces, en el idioma de cualquier ciudadano de Metrópolis,
perfectamente comprensible para él, aunque no comprendiera cómo podía estar
pasando- ¿Cuánto tiempo seguirás tratando de evitar lo que ha de pasar?
Kal-El atravesó la atmósfera
de polvo y ceniza de cadáveres pulverizados que inundaba las calles,
aterrizando en mitad de la plaza que había sido centro del barrio más comercial
de la ciudad. Entre la densa polución del desastre que había ocasionado,
Supermán podía ver algo palpitar. Una cosa grande y amorfa, pero que rodaba con
cierta solidez, no sin amenazar desparramarse en la dirección en la que
convulsionaba, distinta a cada segundo. Parecía avanzar con aleatoriedad, pero
sin duda lo hacía hacia él, ahora que había tomado tierra. Supermán se había
enfrentado a muchas cosas raras, hasta alcanzar sus 54 años de edad: había
conocido seres de otros mundos, de otras dimensiones, y de especies inimaginables
y desconocidas del todo para el extenso escrutinio del universo de su raza, los
kriptonianos, e incluso había sufrido en sus carnes la impotencia del
sometimiento mediante la magia de muy extraños personajes. Pero ahora se le
dirigía de voz y presencia una cosa harto repugnante...
-¡Fuera, por favor,
fueraaaaa! -le rugía, o le rugían, según se mirase- ¡Hazte cargo de que éste no
es asunto tuyo, no te concierne, no debes influir en esto, y de todas formas en
ninguna forma puedes influir...!
La cosa seguía avanzando. Empezaba a simular
un remedo de ser bípedo, de características homínidas. Ya daba pasos, en vez de
rodar, pero Kal-El no podía concederle más dignidad al ser, o lo que fuera. De
alguna forma una fuerza mantenía juntos en posturas difíciles, imposibles, a
los muertos vivientes, que se aglutinaban aplastados, truncados unos contra
otros, en bolsas de carne reventada de la que sobresalían huesos y órganos, con
los brazos y piernas asomando con movimientos espasmódicos allí donde probablemente
no habían encontrado lugar para encajar. Al caminar, el peso de cada paso hacía
sonar todos los cuerpos al unísono, rompiéndose y rasgándose toda la materia
cárnica, astillándose todo hueso, haciéndose papilla ponzoñosa al tiempo que de
alguna manera simulaba ser algo dotado de alguna solidez. Supermán sentía
verdaderas nauseas en su estómago, en ayunas desde cerca de un mes. Sus ojos
azules, hundidos por el cansancio y la vela constante, enrojecidos por la
extenuación de sus poderes oculares, rompieron a llorar de rabia, mientras le
gritó a la cosa, de la que no quería saber nada, de la que no quería recibir
órdenes y que ni siquiera quería estar viendo moverse... ¿Acaso se había vuelto
loco? ¿De verdad estaba viendo eso?
-¡¡Los estás matando a
todos!! -rugió con la voz reverberante que sólo a un dios podría atribuirse,
preso de una ira descomunal, toda su poderosa fibra extraterrestre, alimentada
por el sol amarillo durante tantos años, aquejada de una tensión tal que la
alta temperatura de su cuerpo estaba fundiendo las partículas de humedad a su
alrededor.
-¡Ellos lo han elegido así!
-mascullaron las bocas, algunas ahogadas entre los pliegues de carne y las
vísceras que se frotaban en constante movimiento, otros rostros apretados
contra los restos de las vestimentas de otros cuerpos, como jugando a ser
fantasmas. Los cadáveres se mantenían apretados con una gravedad descomunal
dotando a la forma que componían cada vez más consistencia, hasta el punto de
empezar a resultar en una masa forzuda, que se mantenía en pie resuelta,
imitando bastante bien una forma humanoide del tamaño de un autobús, aunque sin
cabeza. Siguió explicándose, la pesadilla de cuerpos cimentados en sí mismos.-
¡La masa crítica de su conciencia colectiva ha superado con creces lo
permitido, el dispositivo de seguridad ha sido activado, alienígena! ¡Van a
desaparecer y no lo puedes evitar!
Kal-El estalló de furia,
incapaz de mantener más la calma tras toda la devastación que había ido
desperdigando por el planeta en un vano intento de detener a los humanos
resucitados. Su lucha contra ellos por defender a los aún vivos no sólo
terminaba con los restos de la civilización, sino con el mismo clima, con las
demás especies naturales de la Tierra. No sería descabellado escuchar a algún
superviviente decir que Supermán llevaba tiempo al borde de la locura; de hecho
la mayoría había empezado a pensar, en el momento de mayor recrudecimiento de
la lucha contra los zombis, a nivel mundial, que sus métodos eran tan
perjudiciales como el uso de las armas nucleares. Ni él mismo sabía ya si
seguía cuerdo, escuchando el críptico discurso de un montón de zombis
amalgamados.
-¡¡¡CÁLLATE!!! -rugió, el
estampido sónico de su voz haciendo temblar la carne apretada de la criatura,
crepitando con la vibración los huesos aplastados y debilitados, removiendo el
polvo de hormigón y vidrio con la fuerza de un huracán.
Se lanzó directamente contra
la criatura, deshaciendo la imposible unión entre los cuerpos, y partiendo por
la mitad buena parte de todos ellos, las vísceras deformadas explotando como
soltadas repentinamente a la falta de presión del espacio. Mientras el ser caía
derribado por el impacto que lo había agujerado a la mitad, Supermán continuó
volando, ascendiendo a toda velocidad y dejándose caer nuevamente hacia la masa
de cuerpos que se sacudían buscando de nuevo la espantosa unión. Cayó
directamente en mitad de ellos, aplástándolos bajos sus pies, golpeándolos
contra el suelo con una fuerza que provocó un cráter de varios metros de
profundidad, hundiéndose con ellos bajo tierra, mientras la sangre y las
entrañas explotaban a su alrededor, volviendo rojo por completo su traje y su
piel, haciendo a su boca saborear los fluidos podridos y pastosos que mantenía
engranados los movimientos de las criaturas semimuertas... Piernas arrancadas
de cuajo, y con las articulaciones desviadas, intentaban patearle mientras
torsos sin brazos y manos que se arrastraban solitarias intentaban morderle y
arrancarle la piel: la masa de los muertos se cerraba sobre él como la trampa
de una planta carnívora, mientras cada uno de los individuos que la formaban
hacían lo imposible dentro de sus capacidades para intentar acabar con él. Los
muertos se apretaron, convirtiéndose en su techo, paredes y suelo. Le echaban
sus alientos malolientes y sin calor, y le manoseaban a golpes de uñas que se
desconchaban y de dientes que se partían bajo la presión desesperada con la que
lanzaban los mordiscos, todo eso mientras le restregaban sus vísceras pútridas
colmadas de excrementos por todas partes. La bola parecía estar intentando
asfixiarle, encerrándole bajo un peso mucho mayor del que la cantidad de
muertos realmente sumarían... Algo sobrenatural intentaba matarle o disuadirle,
pero Kal-El podía aguantar la respiración durante cerca de una hora, sin
problemas, permitiéndose incluso volar por el espacio gracias a cómo soportaba
su cuerpo las altas presiones o la falta absoluta de ellas. Intentó destrozar
la presa empujándola y soltando devastadores puñetazos, pero las carnes se
deshacían bajo su empuje, adhiriéndose a su cuerpo en movimiento como una pasta
inquebrantable. Usó su poder de levitación para subir con la bola de carne a
cuestas a una velocidad tal que prácticamente se apareció más allá de la
atmósfera, donde los cadáveres no soportaron las bajas temperaturas,
convirtiéndose en un gigantesco copo redondeado de cristal. Supermán lo hizo
añicos proyectándose en dirección de descenso hacia Metrópolis, pero tan pronto
como dejó tras de sí una vez más la frontera negra de la tormenta, descubrió
que en la isla de los supervivientes se había desatado la locura por la matanza
a manos de los muertos vivientes.
Las personas que habían
muerto de infarto a causa del poderoso impacto del martillo de cadáveres
carbonizados de Supermán se habían alzado de nuevo para atacar a los demás,
todo eso mientras él había estado enfrentando su desconcierto ante la infame
megamente conformada por los muertos. La gente corría en círculos o intentaba
saltar al agua del río, pero los muertos recientes no se cansaban y resultaban
implacables, incluso se tiraban tras los que echaban a nadar, agarrándose a
ellos para arrastrarles hacia el fondo mientras les propinaban golpes y
mordiscos... Kal-El se maldijo en silencio, apretando los dientes hasta hacerse
sangrar las encías y tensando los puños hasta el punto de hincarse las uñas en
las palmas. Todo era inútil: hasta de morir por muerte natural, los humanos se
estaban volviendo cadáveres asesinos, y el puñado que había estado intentando mantener
con vida estaba siendo masacrado bajo sus pies. No había futuro para sus
protegidos. Estalló en una locura desatada, voló directamente contra el Centro
Internacional de Convenciones de la isla, fundiendo con su mirada de láser la
cúpula y su interior, y los cimientos bajo las varias plantas de aparcamientos,
y la tierra blanda y arenosa de más abajo, haciéndola cristalizarse en rojo
blanco mientras volaba en mitad de ese infierno, hacia el que se precipitaba
toda la isla, junto a los muertos vivientes y los pocos supervivientes que aún
sollozaban sin esperanza. Todo caía sobre él, hacia él, allí abajo, donde era
señor del fuego bajo la tierra, el fuego de sus ojos, con el que veía tanto
como destruía. Sacudía a manotazos el fluido que parecía vivo, que ondulaba por
la fusión de sus ojos y la semisolidificación en las partes más alejadas del
centro de las llamas de luz. La isla siguió hundiéndose por su centro hacia el
lago de magma que él conformaba.
Kal-El, enloquecido de dolor
y desesperación, era la viva imagen de un demonio de los que imaginaban las
religiones de los terrestres, flotando en mitad de un fuego que no era tal, un
medio que él creaba y del que a la vez formaba parte, disparando hacia los
cielos, más allá de las nubes, gigantescos pedazos de cristal fundido con sus
propias manos, que no mucho después empezaban a caer a millares por todos lados
sobre la vasta extensión de Metrópolis y más allá. Las legiones de muertos
vivientes no tardaron en verse arrolladas por ríos de fuego propagado por los
pedazos de cristal ardiente que chocaban contra la ciudad y rodaban centenares
de metros rebotando en los edificios. Y él, arrancado por el horror y el
fracaso de su hermandad con la humanidad, tras terminar de vaciar su furia
infructuosa, dejó el cráter en mitad de Metrópolis, permitiendo a la caída
continua del agua del río enfriar, en la forma de gigantescos pétalos de
cristal ondulado, la masa de magma.
Superman había perdido a la
raza humana, lo único que le unía a ese mundo y a la vida, por razones oscuras
o antiguas que no alcanzaría nunca a comprender. Se alejó tan rápido como la
física se lo permitía, atravesando el vacío del espacio, con la mirada fija en
el vacío eterno de más allá. Se lanzó tan lejos como pudo durante todo el tiempo
en que era capaz de contener la respiración.
Tan lejos que ni hubiera
podido ya distinguir su valioso sol amarillo del resto de estrellas, de haber
querido volver la vista atrás.
Autor: Elmer ruddenskjrik@hotmail.com
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