El aullido de la sirena la despertó. No sonaba
como una sirena, a decir verdad. No recordaba sus sueños, si los había tenido,
pero volvió en sí boqueando sonoramente tal que si acabara de emerger de un
océano sin luz desde cuyo fondo una trompeta anunciara la persecución de un coloso
abisal compuesto de hueso, y el sonido no fuera otra cosa que su respiración
rebotando en sus cavernosas proporciones, anticipándose al deleite del sabor de
su carne.
Sentía todo el
cuerpo entumecido, como de haberlo tenido en tensión, y estaba segura de haber
padecido una de sus crisis mientras dormía. Se revolvió sobre el liso suelo
plateado haciendo crujir la incómoda bata negra que le habían puesto,
intentando mover todos sus miembros, acertando a averiguar de nuevo cómo se
usaban y que estaban enteros, sacudida por la emergencia, sintiendo aún que el
monstruo se acercaba desde algún lugar, que la amenaza la seguía en la vigilia.
Se puso en pie con dificultad y enseguida vio que las paredes blancas estaban
desconchadas. Parecía que una garra hubiera mellado las grandes baldosas,
arrancándolas a su paso y dejando que el hormigón debajo simulara una
continuidad de sonrisas y bocas tristes, todas de podridas dentaduras. ¿La
había seguido el monstruo a la realidad, lanzando un fallido ataque a su
alrededor? Estaba segura de que así era, y lanzó su oscura mirada hacia la
salida, deseando que la puerta estuviera abierta, que por una vez vinieran a
buscarla para más de esas temidas pruebas, por dolorosas que fueran. Pero la
puerta estaba en efecto abierta, arrancada con marco y todo, incrustada en la
pared del pasillo. Avanzó tambaleándose hacia ella, sintiendo que el cerebro
bamboleaba lentamente como suspendido en una bolsa de densa gelatina que apenas
lo mantenía fijo en su lugar. Sus sacudidas dolían, pero apretó los dientes,
que rechinaron, y una furia descontrolada dirigió con nueva firmeza sus pies
descalzos. Era imposible, pero el gigantesco monstruo, quizá ciego y
desorientado bajo la deslumbrante luz del complejo, había salido de la habitación
y la buscaba a trompicones por los pasillos. Tenía que irse. ¿Dónde estaban
esos guardias blindados cuando se necesitaban? Cobardes, se dijo.
Salir al pasillo
hizo que la sirena que era la voz del monstruo se aclarara. Rebotaba por todas
partes, o parecía salir de todas partes. ¿Estaba ya dentro del monstruo? No, si pensaba eso dejaría de moverse. Echó
un vistazo desde la esquina, donde el pasillo conectaba con otro diagonalmente.
Allí delante otros pasillos se unían o salían de la misma forma a ambos lados.
Abrió mucho los ojos, y se quitó de la frente los sudados cabellos teñidos de
natural azul oscuro por efecto de las sustancias químicas que le habían estado
inoculando durante tanto tiempo. “No”, aulló su mente, y su mano derecha pasó
por su cráneo temblando, apretando y estirando suavemente su pelo primero,
luego tirando de ello con rabia. Dolía, pero no era consciente de que ella
misma se lo hacía. “Monstruos” pensó, viendo que de cada pasillo unas patas
apenas se distinguían sobre el blanco de las paredes, asomando pacientes,
inmóviles, de cada intersección. Eran como extremidades de ácaros o garrapatas
gigantes, y la esperaban a ella, sus cuerpos hambrientos muy satisfechos de
saber que su trampa era infranqueable.
Lloraba. Sabía que
nunca saldría de allí. Desde donde llegaba la vista distinguió con esperanza
que formas humanas llegaban. Era el doctor Ruddenskjrik, que cojeaba sobre su
mitad izquierda, soportada por su pesada prótesis cibernética, rodeado por
cuatro de los malditos y cobardes soldados negros. Pero no hacían nada. Nadie
hacía nada. Ellos se acercaban, y los ácaros gigantes esperaban. Los soldados
no les disparaban y los monstruos no se los comían. Sus dientes rechinaron.
Todos se amaban entre sí y la odiaban a ella. Y los odiaba.
-Saina, querida –se
le acercó el doctor Ruddenskjrik, hablándole con una condescendencia que pesaba
físicamente, asiéndola del brazo con la fuerza y el frío que su cibernésis le
proveían, la carne de sus dedos abultada y pálida, como si un repugnante
parásito tentacular la poseyera-. ¡Querida, querida! ¿Pero no te dije, cuando
te metí el sedante, que durmieras tus cuarenta y ocho horas preescritas? Hay
que obedecer al buen doctor, mi niña, o tendré que pedirles a estos solícitos hombres
que te rompan las piernas. Vuélvete a tu siesta, ¿quieres?
Y con su mano sana
el doctor Ruddenskjrik alzó su pistola de inyecciones. La sirena que parecía
una trompeta que era la voz del monstruo no había dejado de sonar en todo ese
tiempo, pero a ese gesto del doctor se silenció de golpe. Saina sintió que el
monstruo había callado sólo para abrir la boca, presto a devorar. Ante su
mirada aturdida y rabiosa, la pistola de inyecciones implosionó, arrugándose
como papel. Y la mano del doctor con ella, hueso y carne uniéndose al metal y
al cristal y al sedante de las ampollas con la misma eficiencia que en su parte
cibernética. El buen doctor rugió de dolor y confusión, y al tiempo saltaron
los anclajes cibernéticos de su cráneo y cara. Su carne salió disparada contra
uno de los soldados, justo antes de que toda la mitad izquierda de Ruddenskjrik
se doblara resquebrajando hueso y metal protésico en la forma de una bola que
aprisionaba su mitad humana y que echaba a rodar suspendida en el aire ante
Saina y entre los cobardes soldados.
El doctor estaba
siendo masticado, el monstruo lo devoraba, y quizá los soldados no podían
verlo, porque la apuntaban a ella con sus armas, pero ninguno pudo disparar.
Las garras del monstruo salieron despedidas a uno y otro lado de Saina,
rodeándola, separando a los guardias en mitades a distintas alturas.
Saina temblaba como
en sus cada vez más frecuentes crisis, pero no sentía dolor ni miedo, ni la
incómoda sensación de pérdida del control, ni la oscuridad fría y solitaria. Los
ácaros se escondían. Las personas se deshacían. El monstruo había venido a
despertarla y liberarla.
Autor: Elmer ruddenskjrik@hotmail.com
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