Su hermanito tenía… ¿cuánto? ¿Diez meses? ¿Ya casi el
año? Él mismo, en cambio, ya pasaba de los seis. Era mayor para dejarlo allí,
llorando en su cuarto al otro lado de la casa, en la misma cunita que antaño
había sido la suya.
No sabía cuánto hacía que sus padres
se habían ido aquella tarde, pero ya se estaban retrasando. Se había quedado a
esperar su regreso muy concentrado en la lectura de “La historia interminable”,
y no sabía en qué momento había tenido que encender la lámpara de la mesita
junto al sofá para seguir leyendo al ir poniéndose el sol. Sólo cuando su
hermanito empezó a gritar desconsolado fue consciente de la oscuridad que se
había hecho fuerte por toda la casa. Lo único que permanecía iluminado era su
rincón de lectura junto a la lámpara. Ese momento de descubrimiento, con el
sollozo potente y desesperado de su hermanito llegándole con tanta fuerza desde
algún lugar indeterminado de las lejanas tinieblas, le sobrecogió. Como la
mayoría de niños, y aun muchos adultos, tenía miedo a la oscuridad.
¿Y cómo no tenérselo? A un metro
escaso de su asiento la tenía, ondulando como lo hace el mar sobre la precaria
borda de una balsa de tablas ante sus pupilas desenfocadas, que buscaban
ansiosas puntos de referencia quizá insinuados por la imaginación o el
recuerdo, y que no hacían más que mostrarse vacilantes tanto en ubicación como
en proporciones.
Pero su hermanito lloraba.
Lloraba con una intensidad
sobrecogedora. Muchos niños pequeños lloran así por los menores de los motivos,
pero a su hermanito nunca le había sentido en tan profunda aflicción. La
urgencia de la necesidad natural de ir corriendo a ver qué le pasaba se
mezclaba con la alarma terrorífica de una oscuridad infranqueable. Seguía
siendo muy bajito para alcanzar la mayoría de interruptores de la luz de la
casa, y tampoco era plato de su gusto empezar a manotear a lo loco por las
paredes, pues de golpe recordó que ni conocía con exactitud la posición de
ninguno de ellos. No estaban tan a mano como su lamparita de leer de la salita,
así que su mente se había acostumbrado a ignorarlos por completo. ¿Qué hacer?
Su hermanito chillaba a pleno pulmón,
con todas sus fuerzas. Y en sostén tan largo como le permitía todo su aire.
Estaba tan alterado que desde su islote de luz oía cómo recuperaba aire
sonoramente en continuo gimoteo para expulsar de sí otro alarido sofocado. Era
su hermanito y le preocupaba de veras. Esos gritos largos y fuertes de los
niños, esos que parecen una alarma o preludio de que llega el fin del mundo, ya
resultan descorazonadores de por sí. Escucharlo de su propio hermanito, que
estaba perdido y solo y quién sabía qué más en las tinieblas, le estaba
volviendo loco de miedo y dudas.
Vamos. Él ya pasaba de los seis años.
Era absurdo tener miedo de la oscuridad. Allí no había nada y lo sabía. Sólo
debía enfilar la salida de la salita en línea recta y llegaría tras unos metros de pasillo al
cuarto que compartía con su hermanito. Era una larga distancia a ciegas, pero
sin obstáculos, sin muebles con los que tropezar… aunque también sin los que
poder tener una referencia. No le gustaba la idea de pasarse de largo y empezar
a dar vueltas sin orientación. Y menos con los gritos de su hermano crispándole
los nervios. Cómo gritaba. ¿Qué le estaría pasando?
Se acercó al límite ante él de la
pantalla de luz arrojada por la lamparita. Desde ahí, con la sombra de su
menuda silueta extendiéndose a través de ello por el suelo, el marco de la
puerta de la salita se le insinuaba apenas en un reflejo ambarino y tenue de
madera oscura barnizada. No supo por qué, pero se imaginó que era la suya la
cabeza de la sombra, la cabeza que se mezclaba con la negrura indiferente del
suelo allí delante. Le recorrió un escalofrío. Estaba seguro que algo vigilaba
ahora el contorno que su cuerpo proyectaba fuera de la habitación, esperando
predecir el momento en que se atreviera a salir. Quizá ese era el plan.
Un momento, ¿el plan de quién? ¿Y cómo
que “ese era el plan”? ¿El plan era que su hermano llorara incómodo para que él
saliera a ver qué le pasaba? No se podían tener ideas más absurdas, se dijo.
Vamos, se animó de nuevo, vamos, esto es como lo de Atreyu, pero con la ventaja
de que es el mundo real. Tu hermanito necesita ayuda, ¿y así te vas a
comportar? ¿Asustándote de la nada? Y no de una “Nada” como a la que se
enfrentaba Atreyu, si no de nada, asustado por nada. ¡Vamos!
Avanzó hacia la puerta abierta de la
salita. Despacio. Mucho se animaba, pero la oscuridad ondulaba como con
relieves palpables según se internaba, y su cuidado parecía tener por objetivo
instintivo el no llamar la atención de aquello que respiraba tan profundamente
como para hacer agitarse la oscuridad. Más despacio. Estiró un brazo hasta
tocar la madera resbaladiza y cálida del marco, la de los brillos tenues
ambarinos. Estaba muy lejos de su luz de leer, pero muchísimo más de su
hermanito. Sus gritos… Sus gritos ya no le parecían una llamada de atención,
aquella voz cruel a la par que suplicante era una sentida advertencia. La
oscuridad delante, la que no soportaba mirar pero que no se atrevía a dejar de
vigilar. Las cosas. No había cosas, pero había cosas que se movían y reflejaban
la luz de su lamparita de leer. No, no había nada en ese pasillo, no había nada
pero veía cosas.
Sin despegar la mano del marco, reacio
a dejar de sentir su cualidad esquiva al tacto con el sudor, puso ambos pies en
el pasillo. Ese hercúleo esfuerzo tuvo como recompensa el vahído más intenso y
arrastrado por el esfuerzo de la garganta de su hermanito. Sufría solo en la
oscuridad que no podía abandonar, mientras él jugaba a anclarse a las puertas.
Salió corriendo, ¡corriendo! Muerto de
miedo y de vergüenza propia, arrastrando los dedos de su mano derecha por la
pared grumosa con la esperanza de tocar cuanto antes el marco de la puerta
abierta de su habitación. Corrió convencido de que algo en toda la mitad
izquierda del pasillo corría junto a él, casi veía los brillos blancos de
aquello que le sonreía y le seguía, burlón.
¡El marco! Giro a la derecha, al
frente, todo recto, las manos estiradas hasta que toques la cuna. Las alzó
demasiado, y se clavó el reborde bajo las axilas. La cuna entera se movió por
su embestida accidental. Su hermano interrumpió sus gritos. Vamos, ¿dónde
estaba? ¡Ahí! Izado como mismamente le había visto a su madre hacerlo, pasándole
las manos bajo los sobacos. Lo alzó cuanto podía con gran esfuerzo, ¡pesaba
mucho! ¡Ay!, sintió cómo una piernita de su hermanito golpeaba el reborde de la
cunita al sacarlo, pero no lo oyó quejarse ni cuando lo apretó fuerte contra su
pecho, su cabecita pegada a la mejilla. ¡Bien, le tenemos! ¡Larguémonos!
Su hermanito tenía mucho miedo, era
evidente. Pobre, tenía que pasarlo mucho peor que él. En su cuna, encerrado, a
oscuras, solo. Pero ya te tengo, hermanito. Se dispuso a desandar el camino con
cuidado por no tropezar y hacerle más daño. Salió del cuarto y clavó la mirada
en la lamparita de leer allí al final, dentro de la salita. Su hermanito aún
estaba asustado, y puede que dolorido. ¡Cómo le clavaba las pequeñas uñitas en
la espalda, y con qué fuerza se le abrazaba! Debía haberse despertado por culpa
de un catarrito, ¡qué caliente y húmeda tenía la cabeza, y cómo le rugía la
garganta! No pasa nada, hermanito, enseguida llegarán papá y mamá. Lleguemos
hasta la luz y esperemos…
Se detuvo en seco horrorizado, los
ojos a punto de explotar en lágrimas para las cuales no era capaz de sacar una
comparsa en voz. La lamparita se difuminó de inmediato en brillos acuosos
mientras se le erizaba el pelo de la nuca.
Su hermanito acababa de empezar a
llorar de nuevo. A sus espaldas. En su habitación.
Autor: Elmer ruddenskjrik@hotmail.com
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