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jueves, 28 de febrero de 2008

La Isla // Gastón Nicolás Flores

En la Isla, los rostros te observan, estés donde estés. Uno sabe que siguen ahí, sin alma pero con una vaga presencia en aquellos ojos hundidos. Miran hacia el mar, pero pueden atravesar tus pensamientos. He intentado acercarme a uno y tocarlo; un temor incierto me paralizó a pocos centímetros de su piel. Incluso de día, el misticismo me invade.

Esos rostros sin sonrisa ni aliento continúan mirando hacia el azul infinitamente profundo, como buscando al dios del mar que les permitió quedarse allí. Pero el dios del mar no despierta, y ellos ignoran a sus creadores, que yacen bajo la tierra. Los gigantes los sobreviven indignamente, pues su nacimiento fue la marca de su destrucción total. Algo debería borrarlos de la superficie de la Isla, pero nada se atreve. Los egipcios se aventuraron a desnudar las negras pirámides, y Napoleón tuvo el coraje de cañonear la Esfinge. Sin embargo, ellos no admiten enemigos en su Isla, y el tiempo, enemigo de todo y de todos, no tiene significado en aquel lugar maldito.

Tal vez por eso muchos creen que han venido de otro mundo. Pero los mundos no son más que excusas para los dioses, y no hay nada que les impida su revancha, ahora o más tarde, aquí o en otro universo que desconocemos.

Es de noche y no puedo dormir. En el cielo, la luna vuela sobre la Isla con enormes y silenciosos pasos. La Cruz del Sur y otras constelaciones son difíciles de localizar en la bruma estelar, y el azul casi negro semeja un gigantesco globo ocular bañado en luz, que mira, invertido, hacia los misterios de los hombres, mientras los hombres escrutan los misterios de los cielos.

Pienso en siglos perdidos y en infinidad de líneas mortales que se cortan e intersectan, formando la trama irregular de la humanidad. ¿Quién puede decir que nuestra esencia fue de una forma u otra, en remotos pasados que ya no tienen huella?

Pienso en seres extraños, con ojos brillantes y mentes milenarias... y puedo imaginar a pequeños hombres tallando obras dignas de dioses. Adoran lo que desconocen, lo adoran porque les llega desde la cúpula de sus sueños, desde donde las estrellas proyectan su magia. Tallan, cortan y esculpen la piedra con inusitada pasión, sin saber qué se esconde detrás de cada golpe de martillo.

En ese momento no puedo hacer otra cosa más que intentar detener su destrucción, pues siento en las estrellas la venida de algo que no debería estar allí. Ellos me ignoran, ríen y hablan en lenguas perdidas. Corro hacia los rostros que se yerguen sobre el verde, y sin temor intento derribarlos. Los nativos gritan, espantados, y huyen hacia el interior de la Isla.

Abro los ojos y estoy mirando el mar. Es de noche, y ahora los siglos corren por mi rostro. A un costado, distingo el cuerpo de alguien que no ha comprendido aquella verdad. Alguien pequeño, de vida ínfima, que no puede ni arañar los temibles misterios de una noche eterna.
Ahora todo tiene sentido, porque el ahora es siempre. Aquello que es infinito me invade, y ya presiento la llegada de la tormenta que nos ha despertado.

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