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Enero 2014: Chicos ya no estoy actualizando el blog, pero los relatos están para el que disfrute de la buena lectura =)

jueves, 5 de junio de 2008

El Huésped De Drácula // Bram Stoker

Cuando iniciamos nuestro paseo, el sol brillaba intensamente sobre Múnich y el
aire estaba repleto de la alegría propia de comienzos del verano. En el mismo
momento en que íbamos a partir, Herr Delbrück (el maitre d'hôtel del Quatre
Saisons, donde me alojaba) bajó hasta el carruaje sin detenerse a ponerse el sombrero
y, tras desearme un placentero paseo, le dijo al cochero, sin apartar la mano de la
manija de la puerta del coche:

—No olvide estar de regreso antes de la puesta del sol. El cielo parece claro,
pero se nota un frescor en el viento del norte que me dice que puede haber una
tormenta en. cualquier momento. Pero estoy seguro de que no se retrasará —sonrió
—, pues ya sabe qué noche es.
Johann le contestó con un enfático:
—Ja, mein Herr.
Y, llevándose la mano al sombrero, se dio prisa en partir.
Cuando hubimos salido de la ciudad le dije, tras indicarle que se detuviera:
—Dígame, Johann, ¿qué noche es hoy?
Se persignó al tiempo que contestaba lacónicamente:
—Walpurgis Nacht.

Y sacó su reloj, un grande y viejo instrumento alemán de plata, tan grande
como un nabo, y lo contempló, con las cejas juntas y un pequeño e impaciente
encogimiento de hombros. Me di cuenta de que aquella era su forma de protestar
respetuosamente contra el innecesario retraso y me volví a recostar en el asiento,
haciéndole señas de que prosiguiese. Reanudó una buena marcha, como si quisiera
recuperar el tiempo perdido. De vez en cuando, los caballos parecían alzar sus
cabezas y olisquear suspicazmente el aire. En tales ocasiones, yo miraba alrededor,
alarmado. El camino era totalmente anodino, pues estábamos atravesando una
especie de alta meseta barrida por el viento. Mientras viajábamos, vi un camino que
parecía muy poco usado y que aparentemente se hundía en un pequeño y
serpenteante valle. Parecía tan invitador que, aun arriesgándome a ofenderle, le dije
a Johann que se detuviera y, cuando lo hubo hecho, le expliqué que me gustaría que
bajase por allí. Me dio toda clase de excusas, y se persignó con frecuencia mientras
hablaba. Esto, de alguna forma, excitó mi curiosidad, así que le hice varias preguntas.

Respondió evasivamente, sin dejar de mirar una y otra vez su reloj como protesta. Al
final, le dije:
—Bueno, Johann, quiero bajar por ese camino. No le diré que venga si no lo
desea, pero cuénteme por qué no quiere hacerlo, eso es todo lo que le pido.
Como respuesta, pareció zambullirse desde el pescante por lo rápidamente que
llegó al suelo. Entonces extendió sus manos hacia mí en gesto de súplica y me
imploró que no fuera. Mezclaba el suficiente inglés con su alemán como para que yo
entendiese el hilo de sus palabras. Parecía estar siempre a punto de decirme algo,
cuya sola idea era evidente que le aterrorizaba; pero cada vez se echaba atrás y decía
mientras se persignaba:
—Walpurgis Nacht!
Traté de argumentar con él pero era difícil discutir con un hombre cuyo idioma
no hablaba. Ciertamente, él tenía todas las ventajas, pues aunque comenzaba
hablando en inglés, un inglés muy burdo y entrecortado, siempre se excitaba y
acababa por revertir a su idioma natal... y cada vez que lo hacía miraba su reloj.
Entonces los caballos se mostraron inquietos y olisquearon el aire. Ante esto,
palideció y, mirando a su alrededor de forma asustada, saltó de pronto hacia
adelante, los aferró por las bridas y los hizo avanzar unos diez metros. Yo le seguí y
le pregunté por qué había hecho aquello. Como respuesta, se persignó, señaló al
punto que había abandonado y apuntó con su látigo hacia el otro camino, indicando
una cruz y diciendo, primero en alemán y luego en inglés:
—Enterrados..., estar enterrados los que matarse ellos mismos.
Recordé la vieja costumbre de enterrar a los suicidas en los cruces de los
caminos.
—¡Ah! Ya veo, un suicida. ¡Qué interesante!
Pero a fe mía que no podía saber por qué estaban asustados los caballos.

Mientras hablábamos, escuchamos un sonido que era un cruce entre el aullido
de un lobo y el ladrido de un perro. Se oía muy lejos, pero los caballos se mostraron
muy inquietos, y le llevó bastante tiempo a Johann calmarlos. Estaba muy pálido y
dijo:
—Suena como lobo..., pero no hay lobos aquí, ahora.
—¿No? —pregunté inquisitivamente—. ¿Hace ya mucho tiempo desde que los,
lobos estuvieron tan cerca de la ciudad?
E l Huésped De Drácula B ram Stoker
—Mucho, mucho —contestó—. En primavera y verano, pero con la nieve los
lobos no mucho lejos.
Mientras acariciaba los caballos y trataba de calmarlos, oscuras nubes
comenzaron a pasar rápidas por el cielo. El sol desapareció, y una bocanada de aire
frío sopló sobre nosotros. No obstante, tan sólo fue un soplo, y más parecía un aviso
que una realidad, pues el sol volvió a salir brillante. Johann miró, haciendo visera
con su mano, hacia el horizonte y dijo:
—La tormenta de nieve venir dentro de mucho poco.
Luego miró de nuevo su reloj, y, manteniendo firmemente las riendas, pues los
caballos seguían manoteando inquietos y agitando sus cabezas, subió al pescante
como si hubiera llegado el momento de proseguir nuestro viaje.
Me sentía un tanto obstinado y no subí inmediatamente al carruaje.
—Hábleme del lugar al que lleva este camino —le dije, y señalé hacia abajo.
Se persignó de nuevo y murmuró una plegaria antes de responderme:
—Es maldito.
—¿Qué es lo que es maldito? —inquirí.
—El pueblo.
—Entonces, ¿hay un pueblo?
—No, no. Nadie vive allá desde cientos de años.
Me devoraba la curiosidad:
—Pero dijo que había un pueblo.
—Había.
—¿Y qué pasa ahora?
Como respuesta, se lanzó a desgranar una larga historia en alemán y en inglés,
tan mezclados que casi no podía comprender lo que decía, pero a grandes rasgos
logré entender que hacía muchos cientos de años habían muerto allí personas que
habían sido enterradas; y se habían oído ruidos bajo la tierra, y cuando se abrieron
las fosas se hallaron a los hombres y mujeres con el aspecto de vivos y las bocas rojas
de sangre. Y por eso, buscando salvar sus vidas (¡ay, y sus almas!... y aquí se
persignó de nuevo), los que quedaron huyeron a otros lugares donde los vivos vivían
y los muertos estaban muertos y no... no otra cosa. Evidentemente tenía miedo de
pronunciar las últimas palabras. Mientras avanzaba en su narración, se iba excitando
más y más, parecía como si su imaginación se hubiera desbocado, y terminó en un
verdadero paroxismo de terror: blanco el rostro, sudoroso, tembloroso y mirando a
su alrededor, como si esperase que alguna horrible presencia se fuera a manifestar
allí mismo, en la llanura abierta, bajo la luz del sol. Finalmente, en una agonía de
desesperación, gritó: «Walpurgis Nacht!», e hizo una seña hacia el vehículo,
indicándome que subiera.

Mi sangre inglesa hirvió ante esto y, echándome hacia atrás, dije:
—Tiene usted miedo, Johann... tiene usted miedo. Regrese, yo volveré solo; un
paseo a pie me sentará bien. —La puerta del carruaje estaba abierta. Tomé del asiento
el bastón de roble que siempre llevo en mis excursiones y cerré la puerta. Señalé el
camino de regreso a Múnich y repetí—: Regrese, Johann... La noche de Walpurgis no
tiene nada que ver con los ingleses.

Los caballos estaban ahora más inquietos que nunca y Johann intentaba
retenerlos mientras me imploraba excitadamente que no cometiera tal locura. Me
daba pena el pobre hombre, parecía sincero; no obstante, no pude evitar el echarme a
reír. Ya había perdido todo rastro de inglés en sus palabras. En su ansiedad, había
olvidado que la única forma que tenía de hacerme comprender era hablar en mi
idioma, así que chapurreó su alemán nativo. Comenzaba a ser algo tedioso. Tras
señalar la dirección, exclamé: «¡Regrese!», y me di la vuelta para bajar por el camino
lateral, hacia el valle.

Con un gesto de desesperación, Johann volvió sus caballos hacia Múnich. Me
apoyé sobre mi bastón y lo contemplé alejarse. Marchó lentamente por un momento;
luego, sobre la cima de una colina, apareció un hombre alto y delgado. No podía
verlo muy bien a aquella distancia. Cuando, se acercó a los caballos, éstos
comenzaron a encabritarse y a patear, luego relincharon aterrorizados y echaron a
correr locamente. Los contemplé perderse de vista y luego busqué al extraño pero me
di cuenta de que también él había desaparecido.

Me volví con ánimo tranquilo hacia el camino lateral que bajaba hacia el
profundo valle que tanto había Preocupado a Johann. Por lo que podía ver, no había
ni la más mínima razón para esta preocupación; y diría que caminé durante un par
de horas sin pensar en el tiempo ni en la distancia, y ciertamente sin ver ni persona ni
casa alguna. En lo que a aquel lugar se refería, era una verdadera desolación. Pero no
me di cuenta de esta particularidad hasta que, al dar la vuelta a un recodo del
camino, llegué hasta el disperso lindero de un bosque. Entonces me di cuenta de que,
inconscientemente, había quedado impresionado por la desolación de los lugares por
los que acababa de pasar.

Me senté para descansar y comencé a mirar a mi alrededor. Me fijé en que el
aire era mucho más frío que cuando había iniciado mi camino: parecía rodearme un
sonido susurrante, en el que se oía de vez en cuando, muy en lo alto, algo así como
un rugido apagado. Miré hacia arriba y pude ver que grandes y densas nubes corrían
rápidas por el cielo, de norte a sur, a una gran altura. Eran los signos de una
tormenta que se aproximaba por algún lejano estrato de aire. Noté un poco de frío y,
pensando que era por haberme sentado tras la caminata, reinicié mi paseo.

El terreno que cruzaba ahora era mucho más pintoresco. No había ningún
punto especial digno de mención, pero en todo él se notaba cierto encanto y belleza.
No pensé más en el tiempo, y fue sólo cuando empezó a hacerse notar el
oscurecimiento del sol que comencé a preocuparme acerca de cómo hallar el camino
de vuelta. Había desaparecido la brillantez del día. El aire era frío, y el vuelo de las
nubes allá en lo alto mucho más evidente. Iban acompañadas por una especie de
sonido ululante y lejano, por entre el que parecía escucharse a intervalos el
misterioso grito que el cochero había dicho que era de un lobo. Dudé un momento,
pero me había prometido ver el pueblo abandonado, así que proseguí, y de pronto
llegué a una amplia extensión de terreno llano, cerrado por las colinas que lo
rodeaban. Las laderas de éstas estaban cubiertas de árboles que descendían hasta la
llanura, formando grupos en las suaves pendientes y depresiones visibles aquí y allá.
Seguí con la vista el serpentear del camino y vi que trazaba una curva cerca de uno
de los más densos grupos de árboles y luego se perdía tras él.

Mientras miraba noté un hálito helado en el aire, y comenzó a nevar. Pensé en
los kilómetros y kilómetros de terreno desguarnecido por los que había pasado, y me
apresuré a buscar cobijo en el bosque de enfrente. El cielo se fue volviendo cada vez
más oscuro , y a mi alrededor se veía una brillante alfombra blanca cuyos extremos
más lejanos se perdían en una nebulosa vaguedad. Aún se podía ver el camino, pero
mal, y cuando corría por llano no quedaban tan marcados sus límites como cuando
seguía las hondonadas; y al poco me di cuenta de que debía haberme apartado del
mismo, pues dejé de notar bajo mis pies la dura superficie y me hundí en tierra
blanda. Entonces el viento se hizo más fuerte y sopló con creciente fuerza, hasta que
casi me arrastró. El aire se volvió totalmente helado, y comencé a sufrir los efectos
del frío a pesar del ejercicio. La nieve caía ahora tan densa y giraba a mi alrededor en
tales remolinos que apenas podía mantener abiertos los ojos. De vez en cuando, el
cielo era desgarrado por un centelleante relámpago, y a su luz sólo podía ver frente a
mí una gran masa de árboles, principalmente cipreses y tejos completamente
cubiertos de nieve.

Pronto me hallé al amparo de los mismos, y allí, en un relativo silencio, pude
oír el soplar del viento, en lo alto. En aquel momento, la oscuridad de la tormenta se
había fundido con la de la noche. Pero su furia parecía estar abatiéndose: tan solo
regresaba en tremendos resoplidos o estallidos. En aquellos momentos el
escalofriante aullido del lobo pareció despertar el eco de muchos sonidos similares a
mi alrededor.

En ocasiones, a través de la oscura masa de las nubes, se veía un perdido rayo
de luna que iluminaba el terreno y que me dejaba ver que estaba al borde de una
densa masa de cipreses y tejos. Como había dejado de nevar, salí de mi refugio y
comencé a investigar más a fondo los alrededores. Me parecía que entre tantos viejos
cimientos como había pasado en mi camino, quizá hallase una casa aún en pie que,
aunque estuviese en ruinas, me diese algo de cobijo. Mientras rodeaba el perímetro
del bosquecillo, me di cuenta de que una pared baja lo cercaba y, siguiéndola, hallé
una abertura. Allí los cipreses formaban un camino que llevaba hasta la cuadrada
masa de algún tipo de edificio.

No obstante, en el mismo momento en que la divisé,
las errantes nubes oscurecieron la luna y atravesé el sendero en tinieblas. El viento
debió de hacerse más frío, pues noté que me estremecía mientras caminaba; pero
tenía esperanzas de hallar un refugio, así que proseguí mi camino a ciegas.
Me detuve, pues se produjo un repentino silencio. La tormenta había pasado y,
quizá en simpatía con el silencio de la naturaleza, mi corazón pareció dejar de latir.
Pero eso fue tan sólo momentáneo, pues repentinamente la luz de la luna se abrió
paso por entre las nubes, mostrándome que me hallaba en un cementerio, y que el
objeto cuadrado situado frente a mí era una enorme tumba de mármol, tan blanca
como la nieve que lo cubría todo. Con la luz de la luna llegó un tremendo suspiro de
la tormenta, que pareció reanudar su carrera con un largo y grave aullido, como el de
muchos perros o lobos. Me sentía anonadado, y noté que el frío me calaba hondo
hasta parecer aferrarme el corazón. Entonces mientras la oleada de luz lunar seguía
cayendo sobre la tumba de mármol, la tormenta dio muestras de reiniciarse, como si
quisiera volver atrás. Impulsado por alguna especie de fascinación, me aproximé a la
sepultura para ver de quién era, y por qué una construcción así se alzaba solitaria en
semejante lugar. La rodeé y leí, sobre la puerta dórica, en alemán:

CONDESA DOLINGEN DE GRATZ
EN ESTIRIA
BUSCÓ Y HALLÓ LA MUERTE
EN 1801

En la parte alta del túmulo, y atravesando aparentemente el mármol, pues la
estructura estaba formada por unos pocos bloques macizos, se veía una gran vigueta
o estaca de hierro.

Me dirigí hacia la parte de atrás y leí, esculpida con grandes letras cirílicas:
Los muertos viajan deprisa
Había algo tan extraño y fuera de lo usual en todo aquello que me hizo sentir
mal y casi desfallecí. Por primera vez empecé a desear el haber seguido el consejo de
Johann. Y en aquel momento me invadió un pensamiento que, en medio de aquellas
misteriosas circunstancias, me produjo un terrible estremecimiento: ¡era la noche de
Walpurgis!

La noche de Walpurgis en la que, según las creencias de millones de personas,
el diablo andaba suelto; en la que se abrían las tumbas y los muertos salían a pasear;
en la que todas las cosas maléficas de la tierra, el mar y el aire celebraban su reunión.
Y estaba en el preciso lugar que el cochero había rehuido. Aquél era el pueblo
abandonado hacía siglos. Allí era donde se encontraba la suicida; ¡y en ese lugar me
encontraba yo ahora solo..., sin ayuda, temblando de frío en medio de una nevada y
con una fuerte tormenta formándose a mi alrededor! Fue necesaria toda mi filosofía ,
toda la religión que me habían enseñado, todo mi coraje, para no derrumbarme en un
paroxismo de terror.

Y entonces un verdadero tornado estalló a mi alrededor. El suelo se estremeció
como si millares de caballos galopasen sobre él, y esta vez la tormenta llevaba en sus
gélidas alas no nieve, sino un enorme granizo que cayó con tal violencia que parecía
haber sido lanzado por lo míticos honderos baleáricos... Piedras de granizo que
aplastaban hojas y ramas y que negaban la protección de los cipreses, como si en
lugar de árboles hubieran sido espigas de cereal. Al primer momento corrí hasta el
árbol más cercano, pero pronto me vi obligado a abandonarlo y buscar el único
punto que parecía ofrecer refugio, la profunda puerta dórica de la tumba de mármol.
Allí, acurrucado contra la enorme puerta de bronce, conseguí una cierta protección
contra la caída del granizo, pues ahora sólo me golpeaba al rebotar contra el suelo y
los costados de mármol.

Al apoyarme contra la puerta, ésta se movió ligeramente y se abrió un poco
hacia adentro. Incluso el refugio de una tumba era bienvenido en medio de aquella
despiadada tempestad, y estaba a punto de entrar en ella cuando se produjo el
destello de un relámpago que iluminó toda la extensión del cielo. En aquel instante,
lo juro por mi vida, vi, pues mis ojos estaban vueltos hacia la oscuridad del interior, a
una bella mujer, de mejillas sonrosadas y rojos labios, aparentemente dormida sobre
un féretro. Mientras el trueno estallaba en lo alto fui atrapado como por la mano de
un gigante y lanzado hacia la tormenta. Todo aquello fue tan repentino que antes de
que me llegara el shock, tanto moral como físico, me encontré bajo la lluvia de
piedras. Al mismo tiempo tuve la extraña y absorbente sensación de que no estaba
solo. Miré hacia el túmulo. Y en aquel mismo momento se produjo otro cegador
relámpago, que pareció golpear la estaca de hierro que dominaba el monumento y
llegar por ella hasta el suelo, resquebrajando, desmenuzando el mármol como en un
estallido de llamas. La mujer muerta se alzó en un momento de agonía, lamida por
las llamas, y su amargo alarido de dolor fue ahogado por el trueno. La última cosa
que oí fue esa horrible mezcla de sonidos, pues de nuevo fui aferrado por la
gigantesca mano y arrastrado, mientras el granizo me golpeaba y el aire parecía
reverberar con el aullido de los lobos. La última cosa que recuerdo fue una vaga y
blanca masa movediza, como si las tumbas de mi alrededor hubieran dejado salir los
amortajados fantasmas de sus muertos, y éstos me estuvieran rodeando en medio
de1a oscuridad de la tormenta de granizo.

Gradualmente, volvió a mí una especie de confuso inicio de consciencia; luego
una sensación de cansancio aniquilador. Durante un momento no recordé nada; pero
poco a poco volvieron mis sentidos. Los pies me dolían espantosamente y no podía
moverlos. Parecían estar dormidos. Notaba una sensación gélida en mi nuca y a todo
lo largo de mi espina dorsal, y mis orejas, como mis pies, estaban muertas y, sin
embargo, me atormentaban; pero sobre mi pecho notaba una sensación de calor que,
en comparación, resultaba deliciosa. Era como una pesadilla..., una pesadilla física, si
es que uno puede usar tal expresión, pues un enorme peso sobre mi pecho me
impedía respirar normalmente.

Ese período de semiletargo pareció durar largo rato, Y mientras transcurría debí
de dormir o delirar. Luego sentí una sensación de repugnancia, como en los primeros
momentos de un mareo, y un imperioso deseo de librarme de algo, aunque no sabía
de qué. Me rodeaba un descomunal silencio, como si todo el mundo estuviese
dormido o muerto, roto tan sólo por el suave jadeo de algún animal cercano. Noté un
cálido lametón en mi cuello, y entonces me llegó la consciencia de la terrible verdad,
que me heló hasta los huesos e hizo que se congelara la sangre en mis venas. Había
algún animal recostado sobre mí y ahora lamía mi garganta. No me atreví a agitarme,
pues algún instinto de prudencia me obligaba a seguir inmóvil, pero la bestia
pareció darse cuenta de que se había producido algún cambio en mí, pues levantó la
cabeza. Por entre mis pestañas vi sobre mí los dos grandes ojos llameantes de un
gigantesco lobo. Sus aguzados caninos brillaban en la abierta boca roja, y pude notar
su acre respiración sobre mi boca.

Durante otro período de tiempo lo olvidé todo. Luego escuché un gruñido,
seguido por un aullido, y luego por otro y otro. Después, aparentemente muy a lo
lejos, escuché un «¡hey, hey!» como de muchas voces gritando al unísono. Alcé
cautamente la cabeza y miré en la dirección de la que llegaba el sonido, pero el
cementerio bloqueaba mi visión. El lobo seguía aullando de una extraña manera, y
un resplandor rojizo comenzó a moverse por entre los cipreses, como siguiendo el
sonido. Cuando las voces se acercaron, el lobo aulló más fuerte y más rápidamente.
Yo temía hacer cualquier sonido o movimiento. El brillo rojo se acercó más, por
encima de la alfombra blanca que se extendía en la oscuridad que me rodeaba. Y de
pronto, de detrás de los árboles, surgió al trote una patrulla de jinetes llevando
antorchas. El lobo se apartó de encima de mí y escapó por el cementerio. Vi como
uno de los jinetes (soldados, según parecía por sus gorras y sus largas capas
militares) alzaba su carabina y apuntaba. Un compañero golpeó su brazo hacia
arriba, y escuché como la bala zumbaba sobre mi cabeza. Evidentemente me había
tomado por el lobo. Otro divisó al animal mientras se alejaba, y se oyó un disparo.
Luego, al galope, la patrulla avanzó, algunos hacia mí y otros siguiendo al lobo
mientras éste desaparecía por entre los nevados cipreses.

Mientras se aproximaban, traté de moverme no lo logré, aunque podía ver y oír
todo lo que sucedía a mi alrededor. Dos o tres de los soldados saltaron de su
monturas y se arrodillaron a mi lado. Uno de ellos alzó mi cabeza y colocó su mano
sobre mi corazón.

—¡Buenas noticias, camaradas! —gritó—. ¡Su corazón todavía late!
Entonces vertieron algo de brandy entre mis labios; me dio vigor, y fui capaz de
abrir del todo los ojos y mirar a mi alrededor. Por entre los árboles se movían luces y
sombras, y oí cómo los hombres se llamaban los unos a los otros. Se agruparon,
lanzando asustadas exclamaciones, y las luces centellearon cuando los otros entraron
amontonados en el cementerio, como posesos. Cuando los primeros llegaron hasta
nosotros, los que me rodeaban preguntaron ansiosos:
—¿Lo habéis hallado?
La respuesta fue apresurada:
—¡No! ¡No! ¡Vámonos... pronto! ¡Éste no es un lugar para quedarse, y menos en
esta noche!
—¿Qué era? —preguntaron en varios tonos de voz.
La respuesta llegó variada e indefinida, como si todos los hombres sintiesen un
impulso común por hablar y, sin embargo, se vieran refrenados por algún miedo
compartido que les impidiese airear sus pensamientos.
—¡Era... era... una cosa! —tartamudeó uno, cuyo ánimo, obviamente, se había
derrumbado.
—¡Era un lobo..., y sin embargo no era un lobo! —dijo otro estremeciéndose.
—No vale la pena intentar matarlo sin tener una bala bendecida —indicó un
tercero con voz más tranquila.
—¡Nos está bien merecido por salir en esta noche! ¡Desde luego que nos hemos
ganado los mil marcos! —espetó un cuarto.
—Había sangre en el mármol derrumbado –dijo otro tras una pausa—. Y desde
luego no la puso ahí el rayo. En cuanto a él... ¿está a salvo? ¡Miradle la garganta. Ved,
camaradas, el lobo estaba echado encima de él, dándole calor.

El oficial miró mi garganta y replicó:
—Está bien; la piel no ha sido perforada. ¿Qué significará todo esto? Nunca lo
habríamos hallado de no haber sido por los aullidos del lobo.
—¿Qué es lo que ocurrió con ese lobo? —preguntó el hombre que sujetaba mi
cabeza, que parecía ser el menos aterrorizado del grupo, pues sus manos estaban
firmes, sin temblar.

En su bocamanga se veían los galones de suboficial.
—Volvió a su cubil —contestó el hombre cuyo largo rostro estaba pálido y que,
temblaba visiblemente aterrorizado mientras miraba a su alrededor—. Aquí hay
bastantes tumbas en las que puede haberse escondido. ¡Vámonos, camaradas,
vámonos rápido! Abandonemos este lugar maldito.
El oficial me alzó hasta sentarme y lanzó una voz de mando; luego, entre varios
hombres me colocaron sobre un caballo. Saltó a la silla tras de mí, me sujetó con los
brazos y dio la orden de avanzar, y, dando la espalda a los cipreses, cabalgamos
rápidamente en formación.

Mi lengua seguía rehusando cumplir con su función y me vi obligado a guardar
silencio. Debí de quedarme dormido, pues lo siguiente que recuerdo es estar de pie,
sostenido por un soldado a cada lado. Ya casi era de día, y hacia el norte se reflejaba
una rojiza franja de luz solar, como un sendero de sangre, sobre la nieve. El oficial
estaba ordenando a sus hombres que no contaran nada de lo que habían visto,
excepto que habían hallado a un extranjero, un inglés, protegido por un gran perro.
—¡Un gran perro! Eso no era ningún perro —interrumpió el hombre que había
mostrado tanto miedo—. Sé reconocer un lobo cuando lo veo.

El joven oficial le respondió con calma:
—Dije un perro.
—¡Perro! —reiteró irónicamente el otro. Resultaba evidente que su valor estaba
ascendiendo con el sol y, señalándome, dijo—: Mírele la garganta. ¿Es eso obra de un
perro, señor?
Instintivamente alcé una mano al cuello y, al tocármelo, grité de dolor. Los
hombres se arremolinaron para mirar, algunos bajando de sus sillas, y de nuevo se
oyó la calmada voz del joven oficial:
—Un perro, he dicho. Si contamos alguna otra cosa, se reirán de nosotros.
Entonces monté tras uno de los soldados y entramos en los suburbios de
Múnich. Allí encontramos un carruaje al que me subieron y que me llevó al Quatre
Saisons; el oficial me acompañó en el vehículo, mientras un soldado nos seguía
llevando su caballo y los demás regresaban al cuartel.

Cuando llegamos, Herr Delbrück bajó tan rápidamente las escaleras para salir a
mi encuentro que se hizo evidente que había estado mirando desde dentro. Me sujetó
con ambas manos y me llevó solícito al interior. El oficial hizo un saludo y se dio la
vuelta para alejarse, pero al darme cuenta insistí en que me acompañara a mis
habitaciones. Mientras tomábamos un vaso de vino, le di las gracias efusivamente, a
él y a sus camaradas, por haberme salvado. Él se limitó a responder que se sentía
muy satisfecho, y que Herr Delbrück ya había dado los pasos necesarios para
gratificar al grupo de rescate; ante esta ambigua explicación el maître d'hôtel sonrió,
mientras el oficial se excusaba, alegando tener que cumplir con sus obligaciones, y se
retiraba.

—Pero Herr Delbrück —interrogué—, ¿cómo y por qué me buscaron los
soldados?
Se encogió de hombros, como no dándole importancia a lo que había hecho, y
replicó:
—Tuve la buena suerte de que el comandante del regimiento en el que serví me
autorizara a pedir voluntarios.
—Pero ¿cómo supo que estaba perdido? —le pregunté.
—El cochero regresó con los restos de su carruaje, que resultó destrozado
cuando los caballos se desbocaron.
—¿Y por eso envió a un grupo de soldados en mi busca?
—¡Oh, no! —me respondió—. Pero, antes de que lle gase el cochero, recibí este
telegrama del boyardo de que es usted huésped —y sacó del bolsillo un telegrama,
que me entregó y leí:
BISTRITZ.
«Tenga cuidado con mi huésped: su seguridad me es preciosa. Si algo le ocurriera, o lo
echasen a faltar, no ahorre medios para hallarle y garantizar su seguridad. Es inglés, y
por consiguiente aventurero. A menudo hay peligro con la nieve y los lobos y la noche.
No pierda un momento si teme que le haya ocurrido algo. Respaldaré su celo con mi
fortuna. — Drácula.

Mientras sostenía el telegrama en mi mano, la habitación pareció girar a mi
alrededor y, si el atento maître d'hôtel no me hubiera sostenido, creo que me hubiera
desplomado. Había algo tan extraño en todo aquello, algo tan fuera de lo corriente e
imposible de imaginar, que me pareció ser, en alguna manera, el juguete de enormes
fuerzas..., y esta sola idea me paralizó. Ciertamente me hallaba bajo alguna clase de
misteriosa protección; desde un lejano país había llegado, justo a tiempo, un mensaje
que me había arrancado del peligro de la congelación y de las mandíbulas del lobo.

Fuente: Imágenes Góticas
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