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Blog destinado a publicar literatura de terror de los autores más conocidos, espero que te gusten las historias. Puedes enviar cualquier historia a un amigo(a) haciendo click en el sobrecito blanco. Saludos =)
Enero 2014: Chicos ya no estoy actualizando el blog, pero los relatos están para el que disfrute de la buena lectura =)

viernes, 29 de febrero de 2008

El cuervo // Edgar Allan Poe

Edgar Allan Poe (Boston, 1809 - Baltimore, 1849)

Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es —dije musitando— un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.”

¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.

Y el crujir triste, vago, escalofriante
de la seda de las cortinas rojas
llenábame de fantásticos terrores
jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
“Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
Eso es todo, y nada más.”

Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
y ya sin titubeos:
“Señor —dije— o señora, en verdad vuestro perdón
imploro,
mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi cuarto,
que apenas pude creer que os oía.”
Y entonces abrí de par en par la puerta:
Oscuridad, y nada más.

Escrutando hondo en aquella negrura
permanecí largo rato, atónito, temeroso,
dudando, soñando sueños que ningún mortal
se haya atrevido jamás a soñar.
Mas en el silencio insondable la quietud callaba,
y la única palabra ahí proferida
era el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?”
Lo pronuncié en un susurro, y el eco
lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!”
Apenas esto fue, y nada más.

Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,
toda mi alma abrasándose dentro de mí,
no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
“Ciertamente —me dije—, ciertamente
algo sucede en la reja de mi ventana.
Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
y así penetrar pueda en el misterio.
Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
y así penetrar pueda en el misterio.”
¡Es el viento, y nada más!

De un golpe abrí la puerta,
y con suave batir de alas, entró
un majestuoso cuervo
de los santos días idos.
Sin asomos de reverencia,
ni un instante quedo;
y con aires de gran señor o de gran dama
fue a posarse en el busto de Palas,
sobre el dintel de mi puerta.
Posado, inmóvil, y nada más.

Entonces, este pájaro de ébano
cambió mis tristes fantasías en una sonrisa
con el grave y severo decoro
del aspecto de que se revestía.
“Aun con tu cresta cercenada y mocha —le dije—,
no serás un cobarde,
hórrido cuervo vetusto y amenazador.
Evadido de la ribera nocturna.
¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado
pudiera hablar tan claramente;
aunque poco significaba su respuesta.
Poco pertinente era. Pues no podemos
sino concordar en que ningún ser humano
ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro
posado sobre el dintel de su puerta,
pájaro o bestia, posado en el busto esculpido
de Palas en el dintel de su puerta
con semejante nombre: “Nunca más.”

Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto.
las palabras pronunció, como virtiendo
su alma sólo en esas palabras.
Nada más dijo entonces;
no movió ni una pluma.
Y entonces yo me dije, apenas murmurando:
“Otros amigos se han ido antes;
mañana él también me dejará,
como me abandonaron mis esperanzas.”
Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.”

Sobrecogido al romper el silencio
tan idóneas palabras,
“sin duda —pensé—, sin duda lo que dice
es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido
de un amo infortunado a quien desastre impío
persiguió, acosó sin dar tregua
hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido,
hasta que las endechas de su esperanza
llevaron sólo esa carga melancólica
de ‘Nunca, nunca más’.”

Mas el Cuervo arrancó todavía
de mis tristes fantasías una sonrisa;
acerqué un mullido asiento
frente al pájaro, el busto y la puerta;
y entonces, hundiéndome en el terciopelo,
empecé a enlazar una fantasía con otra,
pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
flaco y ominoso pájaro de antaño
quería decir granzando: “Nunca más.”

En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra,
frente al ave cuyos ojos, como-tizones encendidos,
quemaban hasta el fondo de mi pecho.
Esto y más, sentado, adivinaba,
con la cabeza reclinada
en el aterciopelado forro del cojín
acariciado por la luz de la lámpara;
en el forro de terciopelo violeta
acariciado por la luz de la lámpara
¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más!

Entonces me pareció que el aire
se tornaba más denso, perfumado
por invisible incensario mecido por serafines
cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.
“¡Miserable —dije—, tu Dios te ha concedido,
por estos ángeles te ha otorgado una tregua,
tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora!
¡Apura, oh, apura este dulce nepente
y olvida a tu ausente Leonora!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Profeta!” —exclamé—, ¡cosa diabolica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio
enviado por el Tentador, o arrojado
por la tempestad a este refugio desolado e impávido,
a esta desértica tierra encantada,
a este hogar hechizado por el horror!
Profeta, dime, en verdad te lo imploro,
¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad?
¡Dime, dime, te imploro!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Profeta! —exclamé—, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio!
¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas,
ese Dios que adoramos tú y yo,
dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén
tendrá en sus brazos a una santa doncella
llamada por los ángeles Leonora,
tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen
llamada por los ángeles Leonora!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Sea esa palabra nuestra señal de partida
pájaro o espíritu maligno! —le grité presuntuoso.
¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica.
No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira
que profirió tu espíritu!
Deja mi soledad intacta.
Abandona el busto del dintel de mi puerta.
Aparta tu pico de mi corazón
y tu figura del dintel de mi puerta.
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!

jueves, 28 de febrero de 2008

El Legado // Sergio García Alzola

Desconocido: si en algo valoras tu existencia, no hagas omisión de estas palabras. Hace unas horas nomás creí tener toda una vida por delante; ahora tan sólo confío en contar con unos instantes como para poder referir mi historia.

Provengo de una familia de larga prosapia pero en total decadencia desde que mi abuelo decidiera desaparecer en pos de una peregrina búsqueda espiritual. Ya no cuento con padres ni hermanos y tendría que sacudir mucho al árbol genealógico como para que caiga un pariente lejano. Estoy solo y vivo en la ultima posesión familiar, una antiquísima casona derruida.

Como dije, hace una horas nomás el transcurrir de mi vida me llevaba rumbo al trabajo, cuando en plena calle me interceptó una sombra cubierta con un largo capote. Pronunció mi nombre en tono de pregunta. Asentí y apareció una de sus manos esgrimiendo un sobre. Lo tomé y proseguí mi camino. No pensé en alterar mi rutina pero, como si a mis espaldas ardiera el fuego de Sodoma, no pude evitar voltear para ver. Y lo abrí.

En su interior sólo figuraba el nombre de un banco y una llave que presumí era de una caja de seguridad. No podría detallar con claridad todos mis siguientes pasos, pero recuerdo caminar por las calles del distrito bancario hasta un edificio de piedra, que daba la impresión de la solidez de las pirámides, con un nombre grabado en su frontispicio:”Banco de Ginebra”. La siguiente imagen que tengo, me ubica frente la caja de seguridad ya abierta . En su interior se halla un paquete envuelto en papel madera e hilo sisal, con una leyenda en su frente: “Propiedad de ...–el nombre de mi abuelo- Sólo para ser abierto por alguno de sus parientes”.

Y bien, el único que cumplía ese requisito era yo. Allí mismo corté el hilo y rasgué el papel. Me encontré con un cofre de fina madera, excelente hechura y extraños grabados en su tapa. Por más que me esforcé no logré reconocer caligrafía humana alguna en ellos. En su interior sí encontré algo legible: unas cientos de hojas sueltas, amarillentas y quebradizas. La primera de ellas sólo decía “Manuscritos Pnakóticos”.

Decidí volver a casa. Se me plantearon interrogantes de tal magnitud que abandoné toda la rutina de mi vida. Había encontrado un legado que despertó en mí una ancestral curiosidad, sin duda la misma que llevó a mi abuelo a su desconocida aventura. ¡Cuánto entusiasmo! ¡Cuánta expectativa! ¡Cuánta emoción se derramó sobre mí encendiendo mi opaca existencia!

Ya en casa, acometí la lectura. El buen romance en el que estaba redactado el manuscrito facilitaba la tarea. La portentosa historia que narraba fue nublando poco a poco mi entendimiento –creo- por eso no sé como llegué hasta aquí. Estoy encerrado en un habitáculo muy estrecho y oscuro. Apenas una línea de malsana luz se aprecia por debajo de la puerta. Del otro lado sólo se escucha algún chirrido y una agonizante voz que suplica por su fin. No me pregunten cómo, pero sé que es la voz de mi abuelo.

Algo en esas hojas está prohibido para los humanos. Algo en esa lectura nos presenta indefensos frente a seres de inverosímil presencia. Tarde comprendí que la ignorancia es nuestro único antídoto ante ellos. Yo ya no lo tengo, creo que éste es el verdadero legado. Detrás de la puerta los quejidos se apagan. Si tengo suerte, moriré pronto. Ya vienen por mi.


El gran golpe // Alejandro De Falco

El plan era impecable, perfecto, como siempre. El dato nos lo pasó el “mudito” Paglilla, y eso si que era atípico. Debo admitir que en un principio dudé mucho: demasiado bueno para ser cierto. ¿Una bóveda (nuestra especialidad) debajo de las ruinas de una casa que se incendió hace diez años? Al parecer, los herederos aún estaban peleando sobre quién se quedaría con todo… Y ahí entramos nosotros, dispuestos a aligerarles la carga. Al parecer, el dueño originar era antropólogo y se dedicó a viajar por Egipto. El mudito asegura que volvió con un tremendo tesoro.

Y así fue que estábamos siguiendo el viejo tubo principal de las viejas cloacas vestidos, como corresponde, de operarios de la empresa de aguas, y de ahí, hasta las cloacas de la vieja casa. Desde el punto indicado, nos pusimos a picar y cavar la pared, apuntalando el túnel que empezábamos a hacer. El trabajo requería paciencia, debíamos ser cuidadosos, como siempre, así que nos lo tomamos con calma, acompañados por las ratas, y después de un par de horas de buen progreso, disimulamos la entrada del nuevo boquete y nos fuimos. Y así un par de días más, con calma.

Al último día tuvimos algunos problemas, ya que el bizco quería bajarse. Algo sobre sueños raros y que se yo que más. Tampoco me asombré demasiado, ya que siempre fue muy supersticioso. Volviendo al túnel, tendría que haberme llamado la atención el hecho de que no había, ni se escuchaban, ratas, a diferencia de días pasados. Pero no tardaron en aparecer una vez que destapamos el boquete. Ahí estaban todas, o lo que supongo que eran todas, muertas, llenas de gusanos, y revistiendo el piso, las paredes y el techo del túnel.

Parecía que el túnel mismo era una gran garganta de carne que se movía a un ritmo pulsante silencioso impuesto por el movimiento de los gusanos. La última jornada, y alguien se hacía el gracioso, seguramente para adelantársenos. Supuse que el bizco debe haberse vendido. Por suerte el olor aún no era tan insoportable, y estábamos bien equipados. Soy muy previsor, y por eso contábamos con máscaras de gas. Pudimos hacer un espacio y seguir, hasta que nos topamos con una pared de cemento. ¡Habíamos llegado! Pero al entrar, me encontré con lo más raro que había visto jamás: las paredes eran como de un cristal violeta y negro, y parecía pulsar con una ¿luz? interior. También estaban talladas con bajorrelieves muy extraños, que no se describir. En el centro, el tesoro, un baúl dorado con los mismos tipos de relieves, en medio de un símbolo raro en el suelo.

El mudito empezó a hacer gestos raros y cánticos a medida que se acercaba. Lo hubiese esperado del bizco, pero de él no. Seguro que algún coleccionista pagaría una buena suma, pero distaba de ser un “gran” tesoro. El gordo no tuvo paciencia y fue directo al baúl, sin hacerle caso al mudito que intentó frenarlo. Supongo que el gordo estaba frustrado, porque le propinó una buena piña en la cara al mudito y lo dejó tendido, y realmente mudo por un rato mientras intentaba volver a tener aire. Veía que puso cara de terror y al seguir su vista vi que el gordo abrió el baúl… y como que empezaba a derretirse mientras una cosa negra e informe que salió de ahí lo iba envolviendo, absorbiendo su forma.

No tardó nada, y seguía saliendo, con la cara del gordo impresa en eso, con un rostro… sonriente y feliz, pero desencajado por la locura, de tanta felicidad. Salí corriendo enseguida, dejando al mudo atrás. Quizás se contentaba con el mudo, pensaba mientras lo oía gritar pidiéndome ayuda. Pero fue más rápido que el mudo. Y más rápido que yo. Ahora, estamos a punto de salir, el gordo, el mudo, yo, Él, todos uno, para consumir (dar felicidad) al mundo…

Fuente original: Biblioteca-hpl

La Prisión Estelar // Fernando J. Ferreyra Prado

El doctor Edward Harrington abrió cuidadosamente el mohoso ejemplar del Grimorium Tenebrii. Buscó con paciencia la página indicada para el traspaso a las dimensiones estelares y encontró el grabado alusivo. Éste mostraba claramente un firmamento de estrellas, distantes entre sí, coronadas por dos soles de enormes dimensiones.

Él ya había intentado realizar el mismo viaje astral mediante otro libro, pero éste no le había otorgado el pasaje total al Conocimiento Único. Ahora, con este ejemplar, pretendía atravesar los límites de todas las dimensiones conocidas para alzarse ante la humanidad toda con el cetro más deseado: el saber total en su máxima expresión.

Ya sabía lo que era cambiar su estructura molecular y perderse entre los átomos más ínfimos para así acelerar su viaje hacia el Todo. Conocía las caras poco amigables que ofrecían los guardianes de cada puerta y lo difícil que era huir de ellos para no resultar apresado en la Nada. Pero este desafío superaba todas sus expectativas anteriores.

Con ayuda de una lupa y de un diccionario esotérico, descifró los símbolos que correspondían a cada uno de los sonidos que debían ser pronunciados inequívoca y ordenadamente para acceder a los cien portales estelares. Los mismos custodiaban la gran ciudad de K’naar, donde se encontraban todos los secretos ocultos.

Pronunció cada sonido con la estridencia necesaria para que las vibraciones correctas comenzaran a despojarlo de su cuerpo y lo llevaran por un tenebroso tour hacia las puertas estelares. De un momento a otro, sintió que una neblina azulenca le obstaculizaba la vista y que un frío polar le invadía su alma. Los guardianes se abalanzaban hacia él con intención de apresarle, pero él conocía los ángulos por donde podía escapar hacia el portal siguiente.

Mientras huía, contemplaba las ardientes estrellas que encerraba cada galaxia, a cuál más rojiza y amenazadora. Su sistema auditivo captaba las insanas melodías que entonaban los informes habitantes de planetas corruptos por la pestilencia y la maldad; eran los mismos que siete mil millones de años atrás gobernaban la Tierra, pero habían sido expulsados hasta tanto no se abrieran nuevamente los portales correspondientes.

Harrington avanzaba a velocidades extremas por entre ángulos dimensionales y galaxias distantes mediante los portales estelares, habiendo dejado atrás a más de cincuenta. Su alma ya no pertenecía a su cuerpo de origen, pero podría regresar con mil formas si obtenía todo el conocimiento en la dimensión de K’naar, donde mora el saber perpetuo. Cuando arribó, después de sortear mil adversidades y entes malignos, se detuvo y espetó la última clave ante la Gran Puerta, la necesaria para poseer todo. E ingresó con avidez, con la enfermiza ambición de abarcar el Universo en su totalidad, el conocido por los seres humanos y los demás existentes.

Allí contempló a las formas más espantosas que ningún ser vivo jamás imaginó. Alrededor de un monolito gris e iluminados por la luz violácea de un sol descomunal, danzaban cien mil guardianes al son de unas estridencias átonas y confusas. Apenas lo vieron, lo rodearon y no lo dejaron escapar. Harrington pronunció todos los conjuros que recordaba, pero ninguno resultó. Allí no tenía escapatoria ni ángulos dimensionales por donde huir. Su alma no halló el Conocimiento Único, pero sí logró comprender dos cosas: que estaba apresado en esa siniestra dimensión por el resto de la Eternidad, y que los guardianes de los portales que había atravesado anteriormente, más que dejarlo escapar, lo habían guiado a los ángulos exactos desde los cuales es imposible el regreso.

Fuente original: Biblioteca-hpl

La mano tensa del viento del desierto // Manuel Arduino Pavón

El viento tiene vida en el Desierto. Nos persigue a todas partes.

Rosauro salió a buscar leña en su burro. Cuando había apilado algunos horcones y los había embolsado, quiso cargarlos a la grupa del animal. Pero el viento se los volteó. Conocedor de las mañas del rugidor del Desierto se sacó su pañuelo del cuello y con él trató de enlazarlo y sofrenarlo. Fue una gran batalla. El viento le agarraba el pañuelo y lo tironeaba al viejo y lo hacía caer una y otra vez. Entonces el brujo pronunció las palabras de poder. El viento dudó por un momento y dejó de tirar del pañuelo. El viejo brujo consiguió cargar los leños en el burro.

Después montó. Se puso el pañuelo al cuello y se rió por el insípido poder del enemigo. Pero a medida que avanzaba iba recordando que en su apremio había dicho las palabras de poder al revés. Fue sintiendo náuseas y ahogo, y después una mano tensa apretarle el cogote. Como no le quedaba otra alternativa extrajo la daga y cortó el pañuelo en torno a su cuello. Pero con tan mala fortuna que se produjo una herida, de donde manó sangre. El viento se volvió una nube y la nube un murciélago vertiginoso que se aferró a la herida del viejo.

Rosauro apareció seco sobre su burro. Los trozos del pañuelo fueron a parar lejos. Encima de los ojos tiernos de una criatura, y el viento, que se aprendió las palabras del brujo, las volvió a decir al revés. Dos ojitos negros explotaron bajo el pañuelo, antes de que una joven india se diera cuenta de que la noche había llegado para todos y especialmente para uno los dos.

La Isla // Gastón Nicolás Flores

En la Isla, los rostros te observan, estés donde estés. Uno sabe que siguen ahí, sin alma pero con una vaga presencia en aquellos ojos hundidos. Miran hacia el mar, pero pueden atravesar tus pensamientos. He intentado acercarme a uno y tocarlo; un temor incierto me paralizó a pocos centímetros de su piel. Incluso de día, el misticismo me invade.

Esos rostros sin sonrisa ni aliento continúan mirando hacia el azul infinitamente profundo, como buscando al dios del mar que les permitió quedarse allí. Pero el dios del mar no despierta, y ellos ignoran a sus creadores, que yacen bajo la tierra. Los gigantes los sobreviven indignamente, pues su nacimiento fue la marca de su destrucción total. Algo debería borrarlos de la superficie de la Isla, pero nada se atreve. Los egipcios se aventuraron a desnudar las negras pirámides, y Napoleón tuvo el coraje de cañonear la Esfinge. Sin embargo, ellos no admiten enemigos en su Isla, y el tiempo, enemigo de todo y de todos, no tiene significado en aquel lugar maldito.

Tal vez por eso muchos creen que han venido de otro mundo. Pero los mundos no son más que excusas para los dioses, y no hay nada que les impida su revancha, ahora o más tarde, aquí o en otro universo que desconocemos.

Es de noche y no puedo dormir. En el cielo, la luna vuela sobre la Isla con enormes y silenciosos pasos. La Cruz del Sur y otras constelaciones son difíciles de localizar en la bruma estelar, y el azul casi negro semeja un gigantesco globo ocular bañado en luz, que mira, invertido, hacia los misterios de los hombres, mientras los hombres escrutan los misterios de los cielos.

Pienso en siglos perdidos y en infinidad de líneas mortales que se cortan e intersectan, formando la trama irregular de la humanidad. ¿Quién puede decir que nuestra esencia fue de una forma u otra, en remotos pasados que ya no tienen huella?

Pienso en seres extraños, con ojos brillantes y mentes milenarias... y puedo imaginar a pequeños hombres tallando obras dignas de dioses. Adoran lo que desconocen, lo adoran porque les llega desde la cúpula de sus sueños, desde donde las estrellas proyectan su magia. Tallan, cortan y esculpen la piedra con inusitada pasión, sin saber qué se esconde detrás de cada golpe de martillo.

En ese momento no puedo hacer otra cosa más que intentar detener su destrucción, pues siento en las estrellas la venida de algo que no debería estar allí. Ellos me ignoran, ríen y hablan en lenguas perdidas. Corro hacia los rostros que se yerguen sobre el verde, y sin temor intento derribarlos. Los nativos gritan, espantados, y huyen hacia el interior de la Isla.

Abro los ojos y estoy mirando el mar. Es de noche, y ahora los siglos corren por mi rostro. A un costado, distingo el cuerpo de alguien que no ha comprendido aquella verdad. Alguien pequeño, de vida ínfima, que no puede ni arañar los temibles misterios de una noche eterna.
Ahora todo tiene sentido, porque el ahora es siempre. Aquello que es infinito me invade, y ya presiento la llegada de la tormenta que nos ha despertado.

La siesta de un fauno // Stéphane Magallarmé

EL FAUNO

¡Estas ninfas quisiera perpetuarlas!

Tan claro,
su ligero encarnado, que en el aire revuela
abatido de espeso letargo.

¿Amaba un sueño?

Montón de antigua noche, mi duda ha terminado
en mucha rama tenue que, habitando las mismas
florestas, prueba, ¡ay!, que sólo me ofrecía
como triunfo la falta ideal de las rosas.

Reflexionemos...

Si las mujeres que glosas
un anhela semejan de tus sentido pródigos,
la ilusión, fauno, escapa de los ojos azules
y fríos, tan llorosa fuente de la más casta:
mas la otra, en suspiros, ¿dices tú que contrasta
como brisa del día cálida en tu toisón?

¡Qué no! por el inmóvil y cansado desmayo
de calor sofocando la matinal frescura,
no murmura agua alguna que no vierta mi flauta
al otero rociado de acordes; sólo el aire
pronto a exhalarse fuera de los dos tubos, antes
que disperse el sonido en infecunda lluvia,
es, en el horizonte de línea perfecta,
el invisible y sereno aliento artificial
de toda inspiración que hasta el cielo retorna.

Oh ribas sicilianas de un sereno pantano
Que en lucha con los soles mi vanidad despoja,
Tácitas bajo flores de centellas, DECID

Que yo cortaba aquí huecos juncos domados
por el talento; y sobre el oro de los sotos
lejanos, consagrando su viña a las fontanas,
ondula una blancura animal en reposo:
y que, al preludio lento donde nacen las flautas,
vuelo de cisnes, ¡no!, de náyades se escapa
o hunde...

Inerte, todo arde en la hora encendida,
sin decir por cual arte en conjuro partieron
tanto ansiados hímenes por la que busca el la:
me levantaré, ¡lirios!, al naciente fervor,
recto y solo, bajo hondas antiguas de fulgor,
seré uno de vosotros para la ingenuidad.

Sólo esta nada dulce por su labio anunciada,
el beso, calladamente, perfidias asegura,
mi pecho virginal muestra una mordedura
misteriosa, legado de algún augusto diente;
¡ya basta! arcano tal optó por confidente,
junco basto y gemelo bajo el azul sonando:
que, desviando hacia sí la turbada mejilla,
sueña, en un solo largo, que nosotros gozamos
la belleza en redor llena de confusiones
falsas entre sí mismas y nuestro canto crédulo
y de lograr, tan alto como amor se modula,
desvanecer del sueño ordinario de flanco
o dorso puro, ciega mi vista que los sigue,
una sonora, vana y monótona línea.

¡Quieres, pues, instrumento de fugas, oh maligna
siringa, florecer en el lago aguardándome!

Con mi rumor altivo quiero hablar largo tiempo
de las diosas; y, por idólatras pinturas,
despojar todavía cinturas a su sombra:
así, cuando a las vides la claridad succiono,
desterrando un dolor por la mentira aislado,
alzo, riente, el exhausto racimo al cielo estivo
y soplando en sus pieles brillantes, de embriaguez
ávido, hasta el ocaso yo miro a su trasluz.
Oh ninfas, rebasemos los múltiples RECUERDOS.

"Mis ojos, horadando los juncos, asestaban
cada talle inmortal que hunde fuego en las ondas
con un grito de rabia al cielo de la fronda;
y el espléndido baño de cabellos huía
en estremecimiento y brillos, ¡pedrerías!

Corro; cuando a mis pies se enredan (afligidas
de languidez gustada en el mal de ser dos)
entre sus solos brazos las durmientes casuales
yo, sin desenlazarlas, las arrebato y hurto,
odiado por la frívola sombra, hasta el macizo
de rosas que desecan todo perfume al sol
donde nuestro ardor sea como el día extinguido".

¡Yo te adoro, enfado de vírgenes, delicia
feroz del sacro cuerpo desnudo que resbala
y huye a mi ardiente labio en destello agitado!
el espanto secreto que brota de la carne:
de los pies de la cruel al pecho de la tímida,
que abandona a la vez una inocencia, húmeda
de loco llanto o menos afligidos vapores.

"Mi crimen es haber, feliz de vencer miedos
traidores, separado intrincados cabellos
de besos que los dioses guardaban confundidos,
pues iba apenas para velas ardiente risa
tras los pliegues felices de una sola (guardando
con dedo simple para que su candor de pluma
se tiñera del gozo de su hermana que enciéndese,
la pequeña, cándida y sin ruborizarse:)
que de mis brazos rotos por las muertes inciertas
como una presa siempre ingrata se libera
sin piedad del sollozo del que aún ebrio estaba".

¡Tanto peor! la dicha de otras me arrastrará
por su trenza a los cuernos de mi frente sujeta:
tú sabes, pasión mía, que, púrpura madura,
cada granada estalla con murmullo de abejas,
y nuestra sangre, amando a quien viene a cogerla,
fluye por el eterno enjambre del deseo.

A la hora en que el bosque muere en oro y cenizas,
una fiesta se exalta en muriente follaje:

¡Etna! es en tu redor, visitado por Venus,
en tu lava posando sus talones ingenuos,
cuando retumba un sueño donde expira la llama.

¡Tengo la reina!
¡Oh, cierto castigo...!

Mas el alma,
de palabras vacante y este cuerpo aturdido,
sucumben a la fiera calma del mediodía;
sin más, fuerza es dormir en el blasfemo olvido,
en la sedienta arena yaciendo, ¡pues me place
abrir la boca al astro eficaz de los vinos!

Adiós, oh par; veré la sombra en que os volvéis.

S. MALLARMÉ

miércoles, 27 de febrero de 2008

El Pozo y el Péndulo // Edgar Allan Poe

Edgar Allan Poe

El Pozo y el Péndulo


Estaba agotado, agotado hasta no poder más, por aquella larga agonía. Cuando, por último, me desataron y pude sentarme, noté que perdía el conocimiento. La sentencia, la espantosa sentencia de muerte, fue la última frase claramente acentuada que llegó a mis oídos. Luego, el sonido de las voces de los inquisidores me pareció que se apagaba en el indefinido zumbido de un sueño. El ruido aquel provocaba en mi espíritu una idea de rotación, quizá a causa de que lo asociaba en mis pensamientos con una rueda de molino. Pero aquello duró poco tiempo, porque, de pronto, no oí nada más. No obstante, durante algún rato pude ver, pero ¡con qué terrible exageración! Veía los labios de los jueces vestidos de negro: eran blancos, más blancos que la hoja de papel sobre la que estoy escribiendo estas palabras; y delgados hasta lo grotesco, adelgazados por la intensidad de su dura expresión, de su resolución inexorable, del riguroso desprecio al dolor humano. Veía que los decretos de lo que para mí representaba el Destino salían aún de aquellos labios. Los vi retorcerse en una frase mortal; les vi pronunciar las sílabas de mi nombre, y me estremecí al ver que el sonido no seguía al movimiento.

Durante varios momentos de espanto frenético vi también la blanda y casi imperceptible ondulación de las negras colgaduras que cubrían las paredes de la sala, y mi vista cayó entonces sobre los siete grandes hachones que se habían colocado sobre la mesa. Tomaron para mí, al principio, el aspecto de la caridad, y los imaginé ángeles blancos y esbeltos que debían salvarme. Pero entonces, y de pronto, una náusea mortal invadió mi alma, y sentí que cada fibra de mi ser se estremecía como si hubiera estado en contacto con el hilo de una batería galvánico. Y las formas angélicas convertíanse en insignificantes espectros con cabeza de llama, y claramente comprendí que no debía esperar de ellos auxilio alguno. Entonces, como una magnífica nota musical, se insinuó en mi imaginación la idea del inefable reposo que nos espera en la tumba. Llegó suave, furtivamente; creo que necesité un gran rato para apreciarla por completo. Pero en el preciso instante en que mi espíritu comenzaba a sentir claramente esa idea, y a acariciarla, las figuras de los jueces se desvanecieron como por arte de magia; los grandes hachones se redujeron a la nada; sus llamas se apagaron por completo, y sobrevino la negrura de las tinieblas; todas las sensaciones parecieron desaparecer como en una zambullida loca y precipitada del alma en el Hades. Y el Universo fue sólo noche, silencio, inmovilidad.

Estaba desvanecido. Pero, no obstante, no puedo decir que hubiese perdido la conciencia del todo. La que me quedaba, no intentaré definirla, ni describirla siquiera. Pero, en fin, todo no estaba perdido. En medio del más profundo sueño.... ¡no! En medio del delirio.... ¡no! En medio del desvanecimiento.... ¡no! En medio de la muerte..., ¡no! Si fuera de otro modo, no habría salvación para el hombre. Cuando nos despertamos del más profundo sueño, rompemos la telaraña de algún sueño. Y, no obstante, un segundo más tarde es tan delicado este tejido, que no recordamos haber soñado.

Dos grados hay, al volver del desmayo a la vida: el sentimiento de la existencia moral o espiritual y el de la existencia física. Parece probable que si, al llegar al segundo grado, hubiéramos de evocar las impresiones del primero, volveríamos a encontrar todos los recuerdos elocuentes del abismo trasmundano. Y ¿cuál es ese abismo? ¿Cómo, al menos, podremos distinguir sus sombras de las de la tumba? Pero si las impresiones de lo que he llamado primer grado no acuden de nuevo al llamamiento de la voluntad, no obstante, después de un largo intervalo, ¿no aparecen sin ser solicitadas, mientras, maravillados, nos preguntarnos de dónde proceden? Quien no se haya desmayado nunca no descubrirá extraños palacios y casas singularmente familiares entre las ardientes llamas; no será el que contemple, flotando en el aire, las visiones melancólicas que el vulgo no puede vislumbrar; no será el que medite sobre el perfume de alguna flor desconocida, ni el que se perderá en el misterio de alguna melodía que nunca hubiese llamado su atención hasta entonces.

En medio de mis repetidos e insensatos esfuerzos, en medio de mi enérgica tenacidad en recoger algún vestigio de ese estado de vacío, hubo instantes en que soñé triunfar. Tuve momentos breves, brevísimos, en que he llegado a condensar recuerdos que en épocas posteriores mi razón lúcida me ha afirmado no poder referirse sino a ese estado en que parece aniquilada la conciencia. Muy confusamente me presentan esas sombras de recuerdos grandes figuras que me levantaban, transportándome silenciosamente hacia abajo, aún más hacia abajo, cada vez más abajo, hasta que me invadió un vértigo espantoso a la simple idea del infinito en descenso.

También me recuerdan no sé qué vago espanto que experimentaba el corazón, precisamente a causa de la calma sobrenatural de ese corazón. Luego, el sentimiento de una repentina inmovilidad en todo lo que me rodeaba, como si quienes me llevaban, un cortejo de espectros, hubieran pasado, al descender, los límites de lo ilimitado, y se hubiesen detenido, vencidos por el hastío infinito de su tarea. Recuerda mi alma más tarde una sensación de insipidez y de humedad; después, todo no es más que locura, la locura de una memoria que se agita en lo abominable. De pronto vuelven a mi alma un movimiento y un sonido: el movimiento tumultuoso del corazón y el rumor de sus latidos. Luego, un intervalo en el que todo desaparece. Luego, el sonido de nuevo, el movimiento y el tacto, como una sensación vibrante penetradora de mi ser. Después la simple conciencia de mi existencia sin pensamiento, sensación que duró mucho. Luego, bruscamente, el pensamiento de nuevo, un temor que me producía escalofríos y un esfuerzo ardiente por comprender mi verdadero estado. Después, un vivo afán de caer en la insensibilidad. Luego, un brusco renacer del alma y una afortunada tentativa de movimiento. Entonces, el recuerdo completo del proceso, de los negros tapices, de la sentencia, de mi debilidad, de mi desmayo. Y el olvido más completo en torno a lo que ocurrió más tarde. únicamente después, y gracias a la constancia más enérgica, he logrado recordarlo vagamente.

No había abierto los ojos hasta ese momento. Pero sentía que estaba tendido de espaldas y sin ataduras. Extendí la mano y pesadamente cayó sobre algo húmedo y duro. Durante algunos minutos la dejé descansar así, haciendo esfuerzos por adivinar dónde podía encontrarme y lo que había sido de mí. Sentía una gran impaciencia por hacer uso de mis ojos, pero no me atreví. Tenía miedo de la primera mirada sobre las cosas que me rodeaban. No es que me aterrorizara contemplar cosas horribles, sino que me aterraba la idea de no ver nada.

A la larga, con una loca angustia en el corazón, abrí rápidamente los ojos. Mi espantoso pensamiento hallábase, pues, confirmado. Me rodeaba la negrura de la noche eterna. Me parecía que la intensidad de las tinieblas me oprimía y me sofocaba. La atmósfera era intolerablemente pesada. Continué acostado tranquilamente e hice un esfuerzo por emplear mi razón. Recordé los procedimientos inquisitoriales, y, partiendo de esto, procuré deducir mi posición verdadera. Había sido pronunciada la sentencia, y me parecía que desde entonces había transcurrido un largo intervalo de tiempo. No obstante, ni un solo momento imaginé que estuviera realmente muerto. A pesar de todas las ficciones literarias, semejante idea es absolutamente incompatible con la existencia real. Pero ¿dónde me encontraba y cuál era mi estado? Sabía que los condenados a muerte morían con frecuencia en los autos de fe. La misma tarde del día de mi juicio habíase celebrado una solemnidad de especie. ¿Me habían llevado, acaso, de nuevo a mi calabozo para aguardar en él el próximo sacrificio que había de celebrarse meses más tarde? Desde el principio comprendí que esto no podía ser. Inmediatamente había sido puesto en requerimiento el contingente de víctimas, Por otra parte, mi primer calabozo, como todas las celdas de los condenados, en Toledo, estaba empedrado y había en él alguna luz.

Repentinamente, una horrible idea aceleró mi sangre en torrentes hacia mi corazón, y durante unos instantes caí de nuevo en mi insensibilidad. Al volver en mí, de un solo movimiento me levanté sobre mis pies, temblando convulsivamente en cada fibra. Desatinadamente, extendí mis brazos por encima de mi cabeza y a mi alrededor, en todas direcciones. No sentí nada. No obstante, temblaba a la idea de dar un paso, pero me daba miedo tropezar contra los muros de mi tumba. Brotaba el sudor por todos mis poros, y en gruesas gotas frías se detenía sobre mi frente. A la larga, se me hizo intolerable la agonía de la incertidumbre y avancé con precaución, extendiendo los brazos y con los ojos fuera de sus órbitas, con la esperanza de hallar un débil rayo de luz. Di algunos pasos, pero todo estaba negro. Respiré con mayor libertad. Por fin, me pareció evidente que el destino que me habían reservado no era el más espantoso de todos. Y entonces, mientras precavidamente continuaba avanzando, se confundían en masa en mi memoria mil vagos rumores que sobre los horrores de Toledo corrían. Sobre esos calabozos contábanse cosas extrañas. Yo siempre había creído que eran fábulas; pero, sin embargo, eran tan extraños, que sólo podían repetirse en voz baja. ¿Debía morir yo de hambre, en aquel subterráneo mundo de tinieblas, y qué muerte más terrible quizá me esperaba? Puesto que conocía demasiado bien el carácter de mis jueces, no podía dudar de que el resultado era la Muerte, y una muerte de una amargura escogida. Lo que sería, y la hora de su ejecución, era lo único que me preocupaba y me aturdía.

Mis extendidas manos encontraron, por último, un sólido obstáculo, Era una pared que parecía construida de piedra, muy lisa, húmeda y fría. La fui siguiendo de cerca, caminando con la precavida desconfianza que me habían inspirado ciertas narraciones antiguas. Sin embargo, esta operación no me proporcionaba medio alguno para examinar la dimensión de mi calabozo, pues podía dar la vuelta y volver al punto de donde había partido sin darme cuenta de lo perfectamente igual que parecía la pared. En vista de ello busqué el cuchillo que guardaba en uno de mis bolsillos cuando fui conducido al tribunal. Pero había desaparecido, porque mis ropas habían sido cambiadas por un traje de grosera estameña.

Con objeto de comprobar perfectamente mi punto de partida, había pensado clavar la hoja en alguna pequeña grieta de la pared. Sin embargo, la dificultad era bien fácil de ser solucionada, y, no obstante, al principio, debido al desorden de mi pensamiento, me pareció insuperable. Rasgué una tira de la orla de mi vestido y la coloqué en el suelo en toda su longitud, formando un ángulo recto con el muro. Recorriendo a tientas mi camino en torno a mi calabozo, al terminar el circuito tendría que encontrar el trozo de tela. Por lo menos, esto era lo que yo creía; pero no había tenido en cuenta ni las dimensiones de la celda ni mi debilidad. El terreno era húmedo y resbaladizo. Tambaleándome, anduve durante algún rato. Después tropecé y caí. Mi gran cansancio me decidió a continuar tumbado, y no tardó el sueño en apoderarse de mí en aquella posición. Al despertarme y alargar el brazo hallé a mi lado un pan y un cántaro con agua. Estaba demasiado agotado para reflexionar en tales circunstancias, y bebí y comí ávidamente. Tiempo más tarde reemprendí mi viaje en torno a mi calabozo, y trabajosamente logré llegar al trozo de estameña. En el momento de caer había contado ya cincuenta y dos pasos, y desde que reanudé el camino hasta encontrar la tela, cuarenta y ocho. De modo que medía un total de cien pasos, y suponiendo que dos de ellos constituyeran una yarda, calculé en unas cincuenta yardas la circunferencia de mi calabozo. Sin embargo, había tropezado con numerosos ángulos en la pared y esto impedía el conjeturar la forma de la cueva, pues no había duda alguna de que aquéllo era una cueva.

No ponía gran interés en aquellas investigaciones, y con toda seguridad estaba desalentado. Pero una vaga curiosidad me impulsó a continuarlas. Dejando la pared, decidí atravesar la superficie de mi prisión. Al principio procedí con extrema precaución, pues el suelo, aunque parecía ser de una materia dura, era traidor por el limo que en él había. No obstante, al cabo de un rato logré animarme y comencé a andar con seguridad, procurando cruzarlo en línea recta. De esta forma avancé diez o doce pasos, cuando el trozo rasgado que quedaba de orla se me enredó entre las piernas, haciéndome caer de bruces violentamente.

En la confusión de mi caída no noté al principio una circunstancia no muy sorprendente y que, no obstante, segundos después, hallándome todavía en el suelo, llamó mi atención. Mi barbilla apoyábase sobre el suelo del calabozo, pero mis labios y la parte superior de la cabeza, aunque parecían colocados a menos altura que la barbilla, no descansaban en ninguna parte. Me pareció, al mismo tiempo, que mi frente se empapaba en un vapor viscoso y que un extraño olor a setas podridas llegaba hasta mi nariz. Alargué el brazo y me estremecí descubriendo que había caído al borde mismo de un pozo circular cuya extensión no podía medir en aquel momento. Tocando las paredes precisamente debajo del brocal, logré arrancar un trozo de piedra y la dejé caer en el abismo. Durante algunos segundos presté atención a sus rebotes. Chocaba en su caída contra las paredes del pozo. Lúgubremente, se hundió por último en el agua, despertando ecos estridentes. En el mismo instante dejóse oír un ruido sobre mi cabeza, como de una puerta abierta y cerrada casi al mismo tiempo, mientras un débil rayo de luz atravesaba repentinamente la oscuridad y se apagaba en seguida.

Con toda claridad vi la suerte que se me preparaba, y me felicité por el oportuno accidente que me había salvado. Un paso más, y el mundo no me hubiera vuelto a ver. Aquella muerte, evitada a tiempo, tenía ese mismo carácter que había yo considerado como fabuloso y absurdo en las historias que sobre la Inquisición había oído contar. Las víctimas de su tiranía no tenían otra alternativa que la muerte, con sus crueles agonías físicas o con sus abominables torturas morales. Esta última fue la que me había sido reservada. Mis nervios estaban abatidos por un largo sufrimiento, hasta el punto que me hacía temblar el sonido de mi propia voz, y me consideraba por todos motivos una víctima excelente para la clase de tortura que me aguardaba.

Temblando, retrocedí a tientas hasta la pared, decidido a dejarme morir antes que afrontar el horror de los pozos que en las tinieblas de la celda multiplicaba mi imaginación. En otra situación de ánimo hubiese tenido el suficiente valor para concluir con mis miserias de una sola vez, lanzándome a uno de aquellos abismos; pero en aquellos momentos era yo el más perfecto de los cobardes. Por otra parte, me era imposible olvidar lo que había leído con respecto a aquellos pozos, de los que se decía que la extinción repentina de la vida era una esperanza cuidadosamente excluida por el genio infernal de quien los había concebido.

Durante algunas horas me tuvo despierto la agitación de mi ánimo. Pero, por último, me adormecí de nuevo. Al despertarme, como la primera vez, hallé a mi lado un pan y un cántaro de agua. Me consumía una sed abrasadora, y de un trago vacié el cántaro. Algo debía de tener aquella agua, pues apenas bebí sentí unos irresistibles deseos de dormir. Caí en un sueño profundo parecido al de la muerte No he podido saber nunca cuánto tiempo duró; pero, al abrir los ojos, pude distinguir los objetos que me rodeaban. Gracias a una extraña claridad sulfúrea, cuyo origen no pude descubrir al principio, podía ver la magnitud y aspecto de mi cárcel.

Me había equivocado mucho con respecto a sus dimensiones. Las paredes no podían tener más de veinticinco yardas de circunferencia. Durante unos minutos, ese descubrimiento me turbó grandemente, turbación en verdad pueril, ya que, dadas las terribles circunstancias que me rodeaban, ¿qué cosa menos importante podía encontrar que las dimensiones de mi calabozo? Pero mi alma ponía un interés extraño en las cosas nimias, y tenazmente me dediqué a darme cuenta del error que había cometido al tomar las medidas de aquel recinto. Por último se me apareció como un relámpago la luz de la verdad. En mi primera exploración había contado cincuenta y dos pasos hasta el momento de caer. En ese instante debía encontrarme a uno o dos pasos del trozo de tela. Realmente, había efectuado casi el circuito de la cueva. Entonces me dormí, y al despertarme, necesariamente debí de volver sobre mis pasos, creando así un circuito casi doble del real. La confusión de mi cerebro me impidió darme cuenta de que había empezado la vuelta con la pared a mi izquierda y que la terminaba teniéndola a la derecha. También me había equivocado por lo que respecta a la forma del recinto. Tanteando el camino, había encontrado varios ángulos, deduciendo de ello la idea de una gran irregularidad; tan poderoso es el efecto de la oscuridad absoluta sobre el que sale de un letargo o de un sueño. Los ángulos eran, sencillamente, producto de leves depresiones o huecos que se encontraban a intervalos desiguales. La forma general del recinto era cuadrada. Lo que creía mampostería parecía ser ahora hierro u otro metal dispuesto en enormes planchas, cuyas suturas y junturas producían las depresiones.

Toda la superficie de aquella construcción metálica estaba embadurnada groseramente con toda clase de emblemas horrorosos y repulsivos, nacidos de la superstición sepulcral de los frailes. Figuras de demonios con amenazadores gestos, con formas de esqueleto y otras imágenes de horror más realista, llenaban en toda su extensión las paredes. Me di cuenta de que los contornos de aquellas monstruosidades estaban suficientemente claros, pero que los colores parecían manchados y estropeados por efecto de la humedad del ambiente. Vi entonces que el suelo era de piedra. En su centro había un pozo circular, de cuya boca había yo escapado, pero no vi que hubiese alguno más en el calabozo.

Todo esto lo vi confusamente y no sin esfuerzo, pues mi situación física había cambiado mucho durante mi sueño. Ahora, de espaldas, estaba acostado cuan largo era sobre una especie de armadura de madera muy baja. Estaba atado con una larga tira que parecía de cuero. Enrollábase en distintas vueltas en torno a mis miembros y a mi cuerpo, dejando únicamente libres mi cabeza y mi brazo izquierdo. Sin embargo, tenía que hacer un violento esfuerzo para alcanzar el alimento que contenía un plato de barro que habían dejado a mi lado sobre el suelo. Con verdadero terror me di cuenta de que el cántaro había desaparecido, y digo con terror porque me devoraba una sed intolerable. Creí entonces que el plan de mis verdugos consistía en exasperar esta sed, puesto que el alimento que contenía el plato era una carne cruelmente salada.

Levanté los ojos y examiné el techo de mi prisión. Hallábase a una altura de treinta o cuarenta pies y pareciese mucho, por su construcción, a las paredes laterales. En una de sus caras llamó mi atención una figura de las más singulares. Era una representación pintada del Tiempo, tal como se acostumbra representarle, pero en lugar de la guadaña tenía un objeto que a primera vista creí se trataba de un enorme péndulo como los de los relojes antiguos. No obstante, algo había en el aspecto de aquella máquina que me hizo mirarla con más detención. Mientras la observaba directamente, mirando hacia arriba, pues hallábase colocada exactamente sobre mi cabeza, me pareció ver que se movía. Un momento después se confirmaba mi idea. Su balanceo era corto y, por tanto, muy lento. No sin cierta desconfianza, y, sobre todo, con extrañeza, la observé durante unos minutos. Cansado, al cabo, de vigilar su fastidioso movimiento, volví mis ojos a los demás objetos de la celda.

Un ruido leve atrajo mi atención. Miré al suelo y vi algunas enormes ratas que lo cruzaban. Habían salido del pozo que yo podía distinguir a mi derecha. En ese instante, mientras las miraba, subieron en tropel, a toda prisa, con voraces ojos y atraídas por el olor de la carne. Me costó gran esfuerzo y atención apartarlas.

Transcurrió media hora, tal vez una hora —pues apenas imperfectamente podía medir el tiempo—, cuando, de nuevo, levanté los ojos sobre mí. Lo que entonces vi me dejó atónito y sorprendido. El camino del péndulo había aumentado casi una yarda, y, como consecuencia natural, su velocidad era también mucho mayor. Pero, principalmente, lo que más me impresionó fue la idea de que había descendido visiblemente. Puede imaginarse con qué espanto observé entonces que su extremo inferior estaba formado por una media luna de brillante acero, que, aproximadamente, tendría un pie de largo de un cuerno a otro. Los cuernos estaban dirigidos hacia arriba, y el filo inferior, evidentemente afilado como una navaja barbera. También parecía una navaja barbera, pesado y macizo, y ensanchábase desde el filo en una forma ancha y sólida. Se ajustaba a una gruesa varilla de cobre, y todo ello silbaba moviéndose en el espacio.

Ya no había duda alguna con respecto a la suerte que me había preparado la horrible ingeniosidad monacal. Los agentes de la Inquisición habían previsto mi descubrimiento del pozo; del pozo, cuyos horrores habían sido reservados para un hereje tan temerario como yo; del pozo, imagen del infierno, considerado por la opinión como la última Tule de todos los castigos. El más fortuito de los accidentes me había salvado de caer en él, y yo sabía que el arte de convertir el suplicio en un lazo y una sorpresa constituía una rama importante de aquel sistema fantástico de ejecuciones misteriosas. Por lo visto, habiendo fracasado mi caída en el pozo, no figuraba en el demoníaco plan arrojarme a él. Por tanto, estaba destinado, y en este caso sin ninguna alternativa, a una muerte distinta y más dulce. ¡Más dulce! En mi agonía, pensando en el uso singular que yo hacía de esta palabra, casi sonreí.

¿Para qué contar las largas, las interminables horas de horror, más que mortales, durante las que conté las vibrantes oscilaciones del acero? Pulgada a pulgada, línea a línea, descendía gradualmente, efectuando un descenso sólo apreciable a intervalos, que eran para mí más largos que siglos. Y cada vez más, cada vez más, seguía bajando, bajando.

Pasaron días, tal vez muchos días, antes de que llegase a balancearse lo suficientemente cerca de mí para abanicarme con su aire acre. Hería mi olfato el olor del acero afilado. Rogué al Cielo, cansándolo con mis súplicas, que hiciera descender más rápidamente el acero. Enloquecí, me volví frenético, hice esfuerzos para incorporarme e ir al encuentro de aquella espantosa y movible cimitarra. Y luego, de pronto, se apoderó de mí una gran calma y permanecí tendido, sonriendo a aquella muerte brillante, como podría sonreír un niño a un juguete precioso. Transcurrió luego un instante de perfecta insensibilidad. Fue un intervalo muy corto. Al volver a la vida no me pareció que el péndulo hubiera descendido una altura apreciable. No obstante, es posible que aquel tiempo hubiese sido larguísimo. Yo sabía que existían seres infernales que tomaban nota de mi desvanecimiento y que a su capricho podían detener la vibración.

Al volver en mí, sentí un malestar y una debilidad indecibles, como resultado de una enorme inanición. Aun entre aquellas angustias, la naturaleza humana suplicaba el sustento. Con un esfuerzo penoso, extendí mi brazo izquierdo tan lejos como mis ligaduras me lo permitían, y me apoderé de un pequeño sobrante que las ratas se habían dignado dejarme. Al llevarme un pedazo a los labios, un informe pensamiento de extraña alegría, de esperanza, se alojó en mi espíritu. No obstante, ¿qué había de común entre la esperanza y yo? Repito que se trataba de un pensamiento informe. Con frecuencia tiene el hombre pensamientos así, que nunca se completan. Me di cuenta de que se trataba de un pensamiento de alegría, de esperanza, pero comprendí también que había muerto al nacer. Me esforcé inútilmente en completarlo, en recobrarlo. Mis largos sufrimientos habían aniquilado casi por completo las ordinarias facultades de mi espíritu. Yo era un imbécil, un idiota.

La oscilación del péndulo se efectuaba en un plano que formaba ángulo recto con mi cuerpo. Vi que la cuchilla había sido dispuesta de modo que atravesara la región del corazón. Rasgaría la tela de mi traje, volvería luego y repetiría la operación una y otra vez. A pesar de la gran dimensión de la curva recorrida —unos treinta pies, más o menos— y la silbante energía de su descenso, que incluso hubiera podido cortar aquellas murallas de hierro, todo cuanto podía hacer, en resumen, y durante algunos minutos, era rasgar mi traje.

Y en este pensamiento me detuve. No me atrevía a ir más allá de él. Insistí sobre él con una sostenida atención, como si con esta insistencia hubiera podido parar allí el descenso de la cuchilla. Empecé a pensar en el sonido que produciría ésta al pagar sobre mi traje, y en la extraña y penetrante sensación que produce el roce de la tela sobre los nervios. Pensé en todas esas cosas, hasta que los dientes me rechinaron. Más bajo, más bajo aún. Deslizábase cada vez más bajo. Yo hallaba un placer frenético en comparar su velocidad de arriba abajo con su velocidad lateral. Ahora, hacia la derecha; ahora, hacia la izquierda. Después se iba lejos, lejos, y volvía luego, con el chillido de un alma condenada, hasta mi corazón con el andar furtivo del tigre. Yo aunaba y reía alternativamente, según me dominase una u otra idea. Más bajo, invariablemente, inexorablemente más bajo. Movíase a tres pulgadas de mi pecho. Furiosamente, intenté libertar con violencia mi brazo izquierdo. Estaba libre solamente desde el codo hasta la mano. únicamente podía mover la mano desde el plato que habían colocado a mi lado hasta mi boca; sólo esto, y con un gran esfuerzo. Si hubiera podido romper las ligaduras por encima del codo, hubiese cogido el péndulo e intentado detenerlo, lo que hubiera sido como intentar detener una avalancha. Siempre más bajo, incesantemente, inevitablemente más bajo. Respiraba con verdadera angustia, y me agitaba a cada vibración. Mis ojos seguían el vuelo ascendente de la cuchilla y su caída, con el ardor de la desesperación más enloquecida; espasmódicamente, cerrábanse en el momento del descenso sobre mí. Aun cuando la muerte hubiera sido un alivio, ¡oh, qué alivio más indecible! Y, sin embargo, temblaba con todos mis nervios al pensar que bastaría que la máquina descendiera un grado para que se precipitara sobre mi pecho el hacha afilada y reluciente. Y mis nervios temblaban, y hacían encoger todo mi ser a causa de la esperanza. Era la esperanza, la esperanza triunfante aún sobre el potro, que dejábase oír al oído de los condenados a muerte, incluso en los calabozos de la Inquisición.

Comprobé que diez o doce vibraciones, aproximadamente, pondrían el acero en inmediato contacto con mi traje. Y con esta observación entróse en mi ánimo la calma condensada y aguda de la desesperación. Desde hacía muchas horas, desde hacía muchos días, tal vez, pensé por vez primera. Se me ocurrió que la tira o correa que me ataba era de un solo trozo. Estaba atado con una ligadura continuada. La primera mordedura de la cuchilla de la media luna, efectuada en cualquier lugar de la correa, tenía que desatarla lo suficiente para permitir que mi mano la desenrollara de mí cuerpo. ¡Pero qué terrible era, en este caso, su proximidad! El resultado de la más ligera sacudida había de ser mortal. Por otra parte ¿habrían previsto o impedido esta posibilidad los secuaces del verdugo? ¿Era probable que en el recorrido del péndulo atravesasen mi pecho las ligaduras? Temblando al imaginar frustrada mi débil esperanza, la última, realmente, levanté mi cabeza no bastante para ver bien mi pecho. La correa cruzaba mis miembros estrechamente, juntamente con todo mi cuerpo, en todos sentidos, menos en la trayectoria de la cuchilla homicida.

Aún no había dejado caer de nuevo mi cabeza en su primera posición, cuando sentí brillar en mi espíritu algo que sólo sabría definir, aproximadamente, diciendo que era la mitad no formada de la idea de libertad que ya he expuesto, y de la que vagamente había flotado en mi espíritu una sola mitad cuando llevé a mis labios ardientes el alimento. Ahora, la idea entera estaba allí presente, débil, apenas viable, casi indefinida, pero, en fin, completa. Inmediatamente, con la energía de la desesperación, intenté llevarla a la práctica.

Hacía varias horas que cerca del caballete sobre el que me hallaba acostado se encontraba un número incalculable de ratas. Eran tumultuosas, atrevidas, voraces. Fijaban en mí sus ojos rojos, como si no esperasen más que mi inmovilidad para hacer presa. «¿A qué clase de alimento —pensé— se habrán acostumbrado en este pozo?»

Menos una pequeña parte, y a pesar de todos mis esfuerzos para impedirlo, habían devorado el contenido del plato. Mi mano se acostumbró a un movimiento de vaivén hacia el plato; pero a la larga, la uniformidad maquinal de ese movimiento le había restado eficacia. Aquella plaga, en su voracidad, dejaba señales de sus agudos dientes en mis dedos. Con los restos de la carne aceitosa y picante que aún quedaba, froté vigorosamente mis ataduras hasta donde me fue posible hacerlo, y hecho esto retiré mi mano del suelo y me quedé inmóvil y sin respirar.

Al principio, lo repentino del cambio y el cese del movimiento hicieron que los voraces animales se asustaran. Se apartaron alarmados y algunos volvieron al pozo. Pero esta actitud no duró más de un instante. No había yo contado en vano con su glotonería. Viéndome sin movimiento, una o dos de las más atrevidas se encaramaron por el caballete y olisquearon la correa. Todo esto me pareció el preludio de una invasión general. Un nuevo tropel surgió del pozo. Agarráronse a la madera, la escalaron y a centenares saltaron sobre mi cuerpo. Nada las asustaba, ni el movimiento regular del péndulo. Lo esquivaban y trabajaban activamente sobre la engrasada tira. Se apretaban moviéndose y se amontonaban incesantemente sobre mí. Sentía que se retorcían sobre mí garganta, que sus fríos hocicos buscaban mis labios.

Me encontraba medio sofocado por aquel peso que se multiplicaba constantemente. Un asco espantoso, que ningún hombre ha sentido en el mundo, henchía mi pecho y helaba mi corazón como un pesado vómito. Un minuto más, y me daba cuenta de que la operación habría terminado. Sobre mí sentía perfectamente la distensión de las ataduras. Me daba cuenta de que en más de un sitio habían de estar cortadas. Con una resolución sobrehumana, continué inmóvil.

No me había equivocado en mis cálculos. Mis sufrimientos no habían sido vanos. Sentí luego que estaba libre. En pedazos, colgaba la correa en torno de mi cuerpo. Pero el movimiento del péndulo efectuábase ya sobre mi pecho. La estameña de mi traje había sido atravesada y cortada la camisa. Efectuó dos oscilaciones más, y un agudo dolor atravesó mis nervios. Pero había llegado el instante de salvación. A un ademán de mis manos, huyeron tumultuosamente mis libertadoras. Con un movimiento tranquilo y decidido, prudente y oblicuo, lento y aplastándome contra el banquillo, me deslicé fuera del abrazo de la tira y del alcance de la cimitarra. Cuando menos, por el momento estaba libre. ¡Libre! ¡Y en las garras de la Inquisición! Apenas había escapado de mi lecho de horror, apenas hube dado unos pasos por el suelo de mi calabozo, cesó el movimiento de la máquina infernal y la oí subir atraída hacia el techo por una fuerza invisible. Aquella fue una lección que llenó de desesperación mi alma. Indudablemente, todos mis movimientos eran espiados. ¡Libre! Había escapado de la muerte bajo una determinada agonía, sólo para ser entregado a algo peor que la muerte misma, y bajo otra nueva forma. Pensando en ello, fijé convulsivamente mis ojos en las paredes de hierro que me rodeaban. Algo extraño, un cambio que en un principio no pude apreciar claramente, se había producido con toda evidencia en la habitación. Durante varios minutos en los que estuve distraído, lleno de ensueños y de escalofríos, me perdí en conjeturas vanas e incoherentes.

Por primera vez me di cuenta del origen de la luz sulfurosa que iluminaba la celda. Provenía de una grieta de media pulgada de anchura, que extendiese en torno del calabozo en la base de las paredes, que, de ese modo, parecían, y en efecto lo estaban, completamente separadas del suelo. Intenté mirar por aquella abertura, aunque como puede imaginarse, inútilmente. Al levantarme desanimado, se descubrió a mi inteligencia, de pronto, el misterio de la alteración que la celda había sufrido. Había tenido ocasión de comprobar que, aun cuando los contornos de las figuras pintadas en las paredes fuesen suficientemente claros, los colores parecían alterados y borrosos. Ahora acababan de tomar, y tomaban a cada momento, un sorprendente e intensísimo brillo, que daba a aquellas imágenes fantásticas y diabólicas un aspecto que hubiera hecho temblar a nervios más firmes que los míos. Pupilas demoníacas, de una viveza siniestra y feroz, se clavaban sobre mí desde mil sitios distintos, donde yo anteriormente no había sospechado que se encontrara ninguna, y brillaban cual fulgor lúgubre de un fuego que, aunque vanamente, quería considerar completamente imaginario. ¡Imaginario! Me bastaba respirar para traer hasta mi nariz un vapor de hierro enrojecido. Extendíase por el calabozo un olor sofocante. A cada momento reflejábase un ardor más profundo en los ojos clavados en mi agonía. Un rojo más oscuro se extendía sobre aquellas horribles pinturas sangrientas. Estaba jadeante; respiraba con grandes esfuerzos. No había duda con respecto al deseo de mis verdugos, los más despiadados, los más demoníacos de todos los hombres.

Me aparté lejos del metal ardiente, dirigiéndome al centro del calabozo. Frente a aquella destrucción por el fuego, la idea de la frescura del pozo llegó a mi alma como un bálsamo. Me lancé hacia sus mortales bordes. Dirigí mis miradas hacia el fondo. El resplandor de la inflamada bóveda iluminaba sus cavidades más ocultas. No obstante durante un minuto de desvarío, mi espíritu negóse a comprender la significación de lo que veía. Al fin, aquello penetró en mi alma, a la fuerza, triunfalmente. Se grabó a fuego en mi razón estremecida. ¡Una voz, una voz para hablar! ¡Oh horror! ¡Todos los horrores, menos ése! Con un grito, me aparté del brocal, y, escondido mi rostro entre las manos, lloré con amargura.

El calor aumentaba rápidamente, y levanté una vez más los ojos, temblando en un acceso febril. En la celda habíase operado un segundo cambio, y ése efectuábase, evidentemente, en la forma. Como la primera vez, intenté inútilmente apreciar o comprender lo que sucedía. Pero no me dejaron mucho tiempo en la duda. La venganza de la Inquisición era rápida, y dos veces la había frustrado. No podía luchar por más tiempo con el rey del espanto. La celda había sido cuadrada. Ahora notaba que dos de sus ángulos de hierro eran agudos, y, por tanto, obtusos los otros dos. Con un gruñido, con un sordo gemido, aumentaba rápidamente el terrible contraste.

En un momento, la estancia había convertido su forma en la de un rombo. Pero la transformación no se detuvo aquí. No deseaba ni esperaba que se parase. Hubiera llegado a los muros al rojo para aplicarlos contra mi pecho, como si fueran una vestidura de eterna paz. «¡La muerte! —me dije—. ¡Cualquier muerte, menos la del pozo!» ¡Insensato! ¿Cómo no pude comprender que el pozo era necesario, que aquel pozo único era la razón del hierro candente que me sitiaba? ¿Resistiría yo su calor? Y aun suponiendo que pudiera resistirlo, ¿podría sostenerme contra su presión? Y el rombo se aplastaba, se aplastaba, con una rapidez que no me dejaba tiempo para pensar. Su centro, colocado sobre la línea de mayor anchura, coincidía precisamente con el abismo abierto. Intenté retroceder, pero los muros, al unirse, me empujaban con una fuerza irresistible. Llegó, por último, un momento en que mi cuerpo, quemado y retorcido, apenas halló sitio para él, apenas hubo lugar para mis pies en el suelo de la prisión. No luché más, pero la agonía de mi alma se exteriorizó en un fuerte y prolongado grito de desesperación. Me di cuenta de que vacilaba sobre el brocal, y volví los ojos...

Pero he aquí un ruido de voces humanas. Una explosión, un huracán de trompetas, un poderoso rugido semejante al de mil truenos. Los muros de fuego echáronse hacia atrás precipitadamente. Un brazo alargado me cogió el mío, cuando, ya desfalleciente, me precipitaba en el abismo. Era el brazo del general Lasalle. Las tropas francesas habían entrado en Toledo. La Inquisición hallábase en poder de sus enemigos.

Boston, 1809 - Baltimore, 1849.